14

Quesada durmió esa noche y también lo hizo desmedidamente; era como si tuviera infinitos cansancios que saldar. Miró en un espejo su rostro hinchado cuando despertó. Pero, ¿acaso había despertado ya? Innumerables imágenes del sueño se prolongaban en su vigilia. Buscando ahuyentarlas, hundió en un balde desbordante de agua fría su rostro y parte de su cabeza. Recién cuando lo hubo hecho, sintió que el día comenzaba.

Se vistió y entró en el cuarto contiguo. Aquí estaba Tumba. Evitó hablarle, pues sabía que ella no le contestaría, pero le gustó encontrarla. Otra vez cosía alguna prenda y vigilaba una olla sobre el fuego. Quesada abandonó el cuarto y salió al sol. Era un día luminoso, y también la época en que el calor comenzaba a retirarse.

Quesada montó el alazán y se dirigió hacia el Asilo. Una vez aquí, buscó al hombre del delantal gris: el que ayer le abriera la puerta de la habitación donde encontrara al coronel Andrade. No demoró en hallarlo y le dijo que deseaba ver al coronel. El hombre del delantal gris vaciló.

—¿El coronel? —preguntó— ¿El hombre con el que usted estuvo ayer?

—Sí —dijo Quesada. Y con mucha firmeza, agregó—: Usted sabe quién es. Quiero verlo.

El hombre movió pesarosamente su cabeza. Y entonces dijo:

—Llegó tarde, teniente. Hoy, durante la madrugada, su coronel comenzó a gritar. Junto con algunos enfermeros, lo buscamos. Pero con sus gritos, alteró a otros enfermos y toda la habitación se transformó en un infierno. Quiero decirle: un infierno todavía mayor del que siempre es. Nos fue difícil entonces encontrar a su coronel. Pero lo hicimos: era el que más gritaba.

El hombre hizo una pausa. Quesada lo urgió:

—Continúe —dijo.

—Cuando llegamos a su lado, estaba doblado sobre sí. El dolor lo quebraba. De pronto, lanzó un vómito oscuro y se derrumbó. Había muerto.

—Cómo.

—Murió, teniente.

El teniente no atinó a decir palabra. Confusamente, como en un vértigo, pensaba: «El coronel está muerto». El hombre del delantal gris seguía frente a él, impasible ahora, ya sin pesar alguno, simplemente esperando. El teniente preguntó:

—¿Y dónde está? ¿Dónde lo llevaron?

—Usted también sabe eso, teniente —dijo el hombre—. Ayer se lo expliqué. Lo cargaron en ese carro que usted vio, junto con otros cadáveres. Fueron cinco los que murieron ayer. No sólo su coronel.

—¿Cuánto hace que los llevaron? —preguntó Quesada.

—No más de media hora.

Quesada abandonó el Asilo y corrió en busca de su alazán: lo montó de un salto y partió al galope. En medio de esta exhalación, recordó las palabras que el hombre le dijera ayer: «Hacia el sur los llevan. Cavan un foso grande y los arrojan allí». Y también: «La mayoría no tiene familia. Y si la tiene, da igual: nadie los reclama».

Hoy no sería así: hoy, el teniente Julián Quesada reclamaría al coronel Andrade.

Poco demoró en avistar el desvencijado carro blanco. Marchaba lentamente, a los tumbos, cargando unos bultos también blancos. Estos bultos —tal como le dijera el hombre del Asilo— eran cinco: cinco cadáveres indignos, que nadie quería honrar ni mantener en la memoria. Quesada desenvainó su sable.

Espoleó vigorosamente su alazán y galopó hasta colocarse a la vera del carro. Aquí, exhibiendo el sable, gritó al hombre que conducía:

—Deténgase o lo mato.

Era un hombre seco, arrugado y pálido. También él parecía un cadáver. Detuvo el carro.

—¿Qué pasa, oficial? —preguntó con una voz agrietada por el alcohol y los años.

—Nada que a usted le importe —dijo Quesada—. Déjeme hacer y no diga una palabra.

Se apeó del caballo y subió al carro. Los cadáveres estaban envueltos en sus propios delantales. Les habían arrojado algo de cal. Despidieron una pesada polvareda blanca cuando Quesada comenzó a moverlos. Con su sable, fue cortándoles la tela allí donde debían tener el rostro. Un rostro. Otro rostro. Y otro más. El cuarto fue el del coronel Andrade: estaba tan pálido, tan consumido y tan muerto como los restantes. Quesada envainó su sable y tomó entre sus brazos el cadáver del coronel. Luego, descendió del carro y lo colocó sobre la montura del alazán. Giró hacia el hombre del carro.

—¿Tiene una pala?

—Sí.

—Démela.

El hombre se la dio.

El teniente Quesada la sujetó en la montura. Luego montó el alazán y partió al galope.