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El doctor Forrest entró en la tienda del coronel Andrade. El coronel estaba sentado sobre el catre de campaña y sus ojos sólo eran una opacidad ajena a la vida. Sostenía entre sus brazos el cuerpo inanimado de la niña, ahora cubierto de sangre. El doctor, cautelosamente, se le acercó y dijo: «Coronel, he de tomar el cuerpo de la niña. Lo haré porque está muerta y debemos darle sepultura». El coronel nada hizo, ninguna expresión atravesó su rostro. El doctor tomó de entre sus brazos el cuerpo de la niña y lo cargó entre los suyos. Luego, abandonó la tienda.

Iluminados con antorchas, los soldados ambulaban tras los cadáveres. También el teniente Quesada estaba al frente de esta tarea; no en vano el coronel Andrade lo había acostumbrado a ella. Ahora la aceptaba, como había aceptado otros horrores durante esa campaña. Varios soldados cavaban un foso amplio aunque no profundo: allí arrojarían los cuerpos.

Quesada vio llegar al doctor Forrest cargando el cadáver de la niña entre sus brazos. El doctor se detuvo a su lado. Quesada acarició los cabellos de la niña, despejándole la frente. Dijo: «Que caven una fosa para ella. Que la sepulten sola. Y si existe alguien en este Regimiento capaz de decir un rezo junto a su tumba, que lo haga».

Pronto amanecería.