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El coronel Andrade cabalga hasta la carreta en la que el teniente Velazco ha ubicado a la niña. El teniente le informa que la niña se encuentra bien, que dócilmente ha aceptado cuanto se le pidió que aceptara —es decir: subir a la carreta, ubicarse donde ahora está y disponerse para los avatares de la marcha— y que, aunque ya no luce tan atemorizada, no ha pronunciado todavía palabra alguna. El coronel dice que no le asombra tal circunstancia, pues han sido tantos los horrores que sin duda habrá presenciado la desdichada, que quizá nunca vuelva a recuperar el habla. Entonces ordena que se le informe al soldado Ortiz que se presente de inmediato ante él.

El soldado Ortiz, siempre entre la obediencia y el temor, se allega hasta el coronel. El coronel le dice usted se hará cargo de la custodia de la niña, le dice que no deberá apartarse de ella mientras dure la travesía, que permanezca atento a toda voluntad, por vaga que sea, que ella pueda expresar, y le dice por fin que la cuide más que a su vida, pues con su vida pagará cualquier percance, cualquier daño que llegue a herirla. El soldado Ortiz, con nerviosos movimientos de su cabeza, ha asentido cada palabra que ha dicho el coronel, y el coronel, luego de decirlas, ha tironeado las riendas del moro como para alejarse, pero bruscamente gira y enfrenta todavía al soldado Ortiz para ordenarle que esa noche —esa noche, cuando acampe la tropa— usted armará una tienda para la niña y montará guardia frente a ella, velando su sueño. Y entonces —ahora sí— vuelve a tironear las riendas del moro, gira y se aleja al galope en busca de la vanguardia de la columna. No obstante, al pasar junto al doctor Forrest, se detiene y le dice doctor habrá observado usted que hemos rescatado una niña de la estancia devastada de don Leandro Montemayor, a lo que el doctor responde que sí, que ha visto al teniente Velazco regresar a la columna trayendo una niña, y entonces el coronel ordena que esa noche la revise minuciosamente, pues deseo saber si padece alguna otra enfermedad que se añada a la ya manifiesta de la pérdida del habla.

Retoman la marcha. El coronel ha preguntado a Baigorria hacia dónde, Baigorria, y el rastreador ha respondido hacia el sur, siempre hacia el sur, coronel. La columna se eriza como si toda ella fuera la cabalgadura del coronel y sintiera en su propia carne el aguijón de sus espuelas. Hemos hecho nuestro deber. Nada queda atrás, salvo el fuego que purificará la blasfemia del enemigo. Las llamas protegerán el sagrado reposo de usted y los suyos, señor Montemayor. Los pájaros de la muerte ya no se agitan aguardando el instante de la profanación de los cuerpos. Nosotros, ahora, cabalgamos tras la venganza.