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Volvió al paso lento. Tan lentamente volvió que ya era el atardecer cuando llegó a la ciudad. Se internó una vez más entre los rancheríos del Tambor. La realidad se le desdibujaba, sólo veía sus imágenes internas: las paladas de arena cayendo sobre el cuerpo del coronel Andrade, quien ni siquiera pudo morir con su uniforme de guerrero de la Independencia, sino con ese delantal blanco, injuriado por la cal.
Llegó al rancho. Ató el caballo y cuando miró hacia la puerta lo estremeció el asombro: estaba abierta. ¿Por qué? Tumba acostumbraba a cerrarla con una correa. ¿Qué había ocurrido? Entró.
Cerró la puerta con violencia y gritó: «¡Tumba!» No estaba allí. Apartó la cortina y entró en el otro cuarto. Estaba el camastro donde la poseyera. Había una vela agónica, casi consumida por completo. Había algunos trapos. Pero no mucho más. «¡Tumba!», volvió a gritar. ¿Habría huido?
Volvió al cuarto del frente. Volvió a abrir la puerta. Volvió a gritar:
—¡Tumba!
Frente a la puerta, había dos hombres. Uno de ellos, dijo:
—No soy la persona que busca, teniente. Pero soy la que necesita.
Era el doctor Forrest. El otro, Benjamín Villalba.