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Enterraron a Velazco al pie de la colina. «Lleven al coronel a la carreta que ocupa la niña», ordenó Quesada. «Una vez allí, lo ataremos». Entre el doctor Forrest y Ramírez hicieron descender al coronel del moro. El coronel obedeció sin oponer la menor resistencia, dócilmente, no sólo como si nada le importara ya, sino —sobre todo— como si se hubiera marginado de la realidad.

Cuando llegaron junto a la carreta, el doctor Forrest tomó al coronel por los hombros —y lo hizo con extrema suavidad, compasivamente— y le buscó los ojos sin hallárselos, pues la mirada del coronel no se detenía en objeto ni rostro alguno, sino que los atravesaba, yendo más allá de todos, ignorándolos. «Coronel», dijo entonces el doctor, «hemos de atarlo. Lo hacemos por su bien». Lo ataron —entre el doctor y Ramírez lo hicieron— y lo subieron a la carreta. La niña los ayudó: tenía el rostro triste y más pálido que lo habitual. Cuando el coronel se hubo recostado, extrajo —la niña extrajo— un pañuelo de algún lugar de su vestido, un pañuelo que nadie le había visto antes, ni siquiera el soldado Ortiz, y secó un sudor que aún brillaba en la frente del coronel. «Ella lo cuidará», dijo el doctor Forrest.

El teniente Quesada montó resueltamente el moro negro: ahora volvía a pertenecerle. Se acercó a la columna, que levemente se había desarticulado, y dijo: «¡Soldados!» La columna retomó su alineación, esperando con interés las palabras del teniente. «La razón del coronel Andrade se ha extraviado», dijo el teniente. «Por este motivo, y no por ningún otro, ha sido relevado de la conducción del Regimiento. Esa conducción, a partir de este momento, pasa a ser ejercida por mí, el teniente Julián Quesada. Mi propósito es sólo uno: conducir la columna hasta el Fuerte de Buenos Aires. Allí, no sólo nos entregarán un nuevo plan de campaña, sino también un nuevo comandante, con el rango militar adecuado para tan alto honor, como es el de ejercer la jefatura de este Regimiento». Oscurecía: la brisa era ya un viento helado que castigaba los cuerpos. El teniente Quesada dijo las últimas palabras que deseaba decir. Dijo: «Sin embargo, soldados, si durante nuestro regreso a Buenos Aires, hallamos al enemigo, hemos de ofrecerle batalla». Y finalmente agregó: «Acamparemos aquí esta noche».