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Soldados:
La guerra está aquí. Cuando ya los fantasmas del ocio nos carcomían el alma, la guerra ha regresado. Cuando la pereza entorpecía nuestros pasos, cuando nuestros nervios se adormecían, cuando los días y las noches transcurrían sin sentido, sin orden ni dirección, la guerra vuelve a nuestro lado y nos convoca para la más grande de las causas, la suya.
La guerra es la patria. Porque la patria es un territorio creado por el amor de sus hijos y el odio de sus enemigos. Aquí, entonces, estamos nosotros, los guerreros, para darle existencia, y vivir o morir por ella.
La guerra puede ser hermosa. Como un baile, como una gran fiesta. La guerra es entrar en una ciudad que hemos conquistado, entrar con nuestras banderas desplegadas, con nuestros uniformes —manchados con nuestra propia y heroica sangre— relucientes bajo el sol del día de la gloria. La guerra es sentir el alboroto de las mujeres y los niños, el temor de los viejos, la humillación de los vencidos y nuestro infinito orgullo de vencedores. La guerra es conquista, es triunfo. Y el triunfo es convertir nuestro arbitrio en justicia.
Pero la guerra, soldados, puede ser atroz. Puede mutilar nuestros cuerpos. Puede lacerarnos la carne y el espíritu. Porque la guerra es también la derrota. La derrota, la venganza y la impiedad del enemigo. La guerra es la prisión. La estrechez y el ahogo de la piedra invencible. El silencio terrorífico de las noches. Y en el final, la locura o la muerte.
El guerrero, sin embargo, deberá afrontarlo todo. Porque más allá de estos horrores —más allá de la derrota, la tortura y la cárcel—, lo aguarda todavía el más enorme de los horrores de la guerra. Lo aguarda el olvido. El desconocimiento de sus méritos. La ingratitud de sus propios pares.
Ahora lo saben. Ninguno de ustedes osará decir que fue lanzado a esta guerra ignorando la verdad.
Soldados, pongamos nuestra fe en Dios. Roguémosle que de los múltiples rostros de la guerra, sólo nos permita conocer el más bello: el de la gloria.
Entretanto, nosotros haremos lo necesario.