6

Eran jinetes como sombras. Eran veloces, estridentes y letales. Una luna escasa los protegía, y así era como debía ser, pues por algo habían elegido esta noche para el ataque. Era casi imposible verlos: sólo los delataba el estruendo de sus caballos, el fuego de sus fusiles o sus pistolas, y el brillo de sus aceros. Pero era muy poco —o era nada— para fijarlos en un punto del espacio y disparar o embestir contra ellos, ya que era tal su destreza, que el estruendo, el fuego y los brillos acerados estaban en uno y mil lugares a la vez, inasibles hasta el vértigo y la desesperación. Sus primeras víctimas fueron los centinelas, a quienes se acercaron sigilosamente, reptando tal como las víboras de ese desierto, para darles una muerte sorpresiva y breve, tapándoles la boca y hundiéndoles en la espalda el puñal, o degollándolos, sin más trámite, buscándoles con el acero la profundidad de sus gargantas. Sólo un centinela logró evadir —por un instante, al menos— esta silenciosa devastación. Durante ese instante, alcanzó a gritar: «¡Es el enemigo! ¡Nos atacan!» Pero un pistoletazo acabó con su vida, y fue también este pistoletazo la señal para el ataque desembozado.

No había un frente: eran tantos los flancos desde los que eran atacados, que los soldados del Regimiento no supieron hacia dónde apuntar sus fusiles, o con quiénes cruzar sus aceros. Muchos murieron sin atinar a defensa alguna, pues no habían regresado aún de las lejanías del sueño, y murieron creyendo que esa muerte era parte del sueño.

El teniente Quesada —con una pistola en su mano izquierda y el sable en la derecha— recorría las tropas intentando imponerles un orden, una mínima estrategia de combate que evitara la masacre. «¡Disparen a las sombras! ¡Esas sombras son el enemigo! ¡Disparen aunque no los vean!» Y también: «¡Busquen sus caballos! ¡Monten y luchen desde sus cabalgaduras, como ellos lo hacen!» ¿Pero cómo habrían de encontrar los caballos si el furor del enemigo los había espantado? ¿Cómo habrían de encontrarlos si ni siquiera él —Quesada, el jefe— podía dar con el moro negro? Ordenó entonces: «¡Rodilla en tierra! ¡Fuego sobre ellos! ¡Que no nos cerquen!» Era inútil: los habían cercado. Y ya no parecía existir un solo punto de la realidad desde el que no los atacaran. ¿Tantos son, o acaso nuestra sorpresa y nuestro terror los multiplican?

El doctor Forrest había salido de su tienda armado con dos pistolas. No tenía miedo: no era una mala muerte morir así, en el desierto, bajo la furia de un ejército de sombras. Peores muertes había visto de cerca en el pasado, o se había torturado imaginándolas. Cierta noche, en la India, intentaron arrojarlo a un foso en el que numerosas serpientes se agitaban. Milagrosamente, consiguió evitarlo. Pero luego —durante interminables vigilias— imaginó que no, que había fracasado y que sus enemigos lo arrojaban a ese foso y que él caía y las serpientes buscaban vorazmente su cuerpo y lo ahogaban y lo mordían hasta que la muerte le llegaba entre atroces sufrimientos. Si consigo matar a uno —pensaba ahora, sosteniendo con fiereza las armas que le exaltaban el coraje—, no hará falta más para saber que son hombres y no fantasmas, ni demonios.

Antes que estallara el primer disparo, el coronel Andrade se había incorporado en su catre. Ahora, cuando el estruendo de la batalla lo cubría todo, caminaba torpemente buscando la salida de la tienda. Sus piernas vacilantes apenas si lograban sostenerlo. Su mirada era rígida, carente de todo brillo, de toda vivacidad. Extendía hacia adelante sus dos manos, y las movía como si intentara apartar algún obstáculo. Pronto lograría salir de la tienda. La niña, entretanto, yacía sobre el suelo, encogida, con la cara entre sus manos y sacudida por espasmos de terror.

Encabritado y sudoroso, iluminado por alguna fogata todavía restallante, Quesada descubrió al moro. Debía —se dijo— llegar hasta él, montarlo y organizar a sus hombres desde la majestad de ese animal. Comenzó a abrirse paso. Los jinetes oscuros cruzaban como rayos junto a él. Pero uno se detuvo —se detuvo abruptamente, obligando a su caballo a pararse sobre sus patas traseras y relinchar de dolor o de furia— y cruzó su mirada con la del teniente. Quesada pensó: uno, por fin, que ya no es una sombra. El jinete vestía una larga tela colorada y sostenía una lanza en su diestra. Azuzó el animal que montaba y se lanzó sobre el teniente. Quesada eludió el lanzazo y consiguió sablearlo en un hombro. El jinete rodó con su caballo y tuvo el infortunio de quedar aprisionado bajo el cuerpo del animal —que agitaba desesperadamente sus patas pero no atinaba a pararse—, quedando ahora indefenso ante un nuevo ataque del teniente. Quesada no vaciló. De un salto, estuvo junto al jinete y le cruzó mortalmente la garganta con su sable. Luego giró y sus ojos volvieron a buscar al moro: aún estaba allí, su pelaje húmedo brillaba cerca del fuego. Corrió hacia él, aferró las riendas y lo montó. De inmediato, se sintió un jefe. «¡Soldados!», gritó, «¡a mí! ¡Agrúpense junto a mí!» Y elevó su sable para que todos lo vieran. El primero en llegar a su lado fue el clarín Eduardo Cruz. «¡Soldado Cruz!», gritó Quesada al verlo. «¡Haga sonar el clarín!». Y el soldado Cruz obedeció.

Empuñando sus dos pistolas, el doctor Forrest avanzaba expuesto contra los jinetes oscuros. Una obsesión lo dominaba: quería matar a uno, solamente a uno y probarse a sí mismo que eran hombres y no fantasmas. No tardó en poder hacerlo. Una de las sombras cargó contra él: en el puño —o surgiendo de él— le brillaba una lanza. El doctor apuntó e hizo fuego. La sombra rodó violentamente y se detuvo al chocar contra sus piernas. El doctor miró eso que ahora yacía a sus pies: era un hombre, y estaba muerto. «¡Son hombres!», gritó entonces. «¡No son fantasmas ni demonios! ¡Podemos matarlos!» Apenas hubo gritado así, llegaron hasta él los gritos del teniente Quesada: «¡A mí! ¡Agrúpense junto a mí!» El doctor corrió en su búsqueda.

Con los primeros disparos, con los primeros gritos de guerra, el soldado Eduardo Cruz había abandonado el sueño. No dudó un instante: ese estruendo era —finalmente— el enemigo. Y si no dudó, fue porque había aguardado por este instante, porque —aun contra la certidumbre de la tropa— nunca había dejado de creer en la existencia del enemigo, y ahora ansiaba la batalla. Una terquedad lo impulsó: buscar su clarín y animar y agrupar con sus sones a los soldados, sus compañeros, ahora sorprendidos y desquiciados por lo que ya no esperaban que ocurriera: esta batalla. Pero, ¿dónde estaba el clarín? Lo había atado a la montura de su caballo. Casi nunca lo hacía de este modo: solía conciliar el sueño aferrándolo, sintiéndolo con él. Pero esta noche (desdichadamente esta noche) lo había abandonado en la montura. Y los caballos, ahora, corrían en innumerables direcciones, espantados por el fragor del ataque. ¿Dónde estaría el suyo? Dondequiera que estuviese, allí estaría el clarín. Debía, pues, encontrarlo. Y con más dolor que miedo, pensó: pueden matarme mientras lo intento. Pero no fue así: quien había muerto —o al menos agonizaba— era el caballo. Por este motivo fue que no demoró en hallarlo. Allí estaba: caído, con una lanza en el vientre. Corrió hacia él; algunos de sus desatinados compañeros le entorpecieron el camino, un jinete intentó sablearlo, otro le disparó. Pero llegó indemne junto al animal y se arrojó sobre la montura. Entonces maldijo su suerte: el clarín estaba del otro lado de la montura, casi aprisionado bajo el cuerpo del caballo. Maldijo su suerte pero no se entregó a ella. Se sintió milagrosamente poderoso, sintió que su voluntad bastaba para trocar cualquier destino. Y consiguió levantar el cuerpo del caballo: lo necesario, al menos, como para rescatar el clarín. Y cuando lo tuvo entre sus manos, lo desbordó una alegría feroz: esa batalla ya no se perdería. Avistó entonces al teniente Quesada: montaba el moro y lo hacía con tanta imponencia como lo hiciera el coronel Andrade.

Así lo vio el soldado Cruz. Y pensó: es el jefe. «¡Agrúpense junto a mí!», gritaba Quesada. Cruz lo hizo de inmediato. Y cuando Quesada lo vio, dijo: «Soldado Cruz: haga sonar el clarín». Y el soldado Cruz obedeció.

El coronel Andrade salió de la tienda. Confundidos entre las sombras, unos jinetes atravesaban el campamento. No podían ser otra cosa que eso, jinetes —hombres y caballos—, porque el tronar de los cascos, los gritos, el resplandor de los aceros y el fuego de las armas, eran parte de un mismo vértigo. El coronel se detuvo allí, donde ahora estaba, en la puerta de la tienda, y no avanzó más. Sus ojos despidieron algún brillo, alguna recóndita vivacidad, pero sólo esto, nada que los acercara a la lucidez, a la comprensión. Y aun ese brillo —esa vivacidad recóndita— se apagó enseguida, y sus ojos volvieron a la apatía, al desapego de la realidad. Los jinetes raudos y sus estallidos continuaron desfilando ante la mirada indiferente del coronel. El coronel los miraba como se mira un paisaje incomprensible. O quizá ni siquiera eso, quizá ni los miraba.

La niña, entonces, doblegando su terror, y sin salir de la tienda, consiguió tomarlo por uno de sus brazos e introducirlo junto a ella. El coronel aceptó y se dejó llevar. La niña lo sentó sobre el catre y se abrazó a él: volvió a dominarla el terror y volvió a entregarse al llanto. El coronel nada hizo: tenía los brazos caídos, exánimes. Entonces el cuerpo de la niña se sacudió en un espasmo violento y final, y luego comenzó a apaciguarse, hasta quedar inmóvil, apoyado contra el del coronel. Una sangre roja y clara y abundante brotaba de su espalda. Estaba muerta. Suavemente, el coronel la sostiene con una de sus manos y con la otra comienza a acariciarle los cabellos. Y así permanecen, la niña muerta entre los brazos del guerrero, y el guerrero acariciándola, como buscando calmar cualquier dolor que, aun más allá de la muerte, pudiera atormentarla.

«¡Junto a mí!» seguía gritando Quesada. «¡Agrúpense junto a mí!» Algunos soldados lograron montar sus cabalgaduras. Otros recargaron sus fusiles. Otros sus pistolas, y otros esgrimieron sus sables anhelando la lucha. El soldado Eduardo Cruz dejó a un lado su clarín —pues ya sus sones habían conseguido lo que buscaba: aunar a la tropa— y desenvainó su sable. No lejos de él, el cabo Miguel Zavala agitaba la bandera.

Hicieron fuego sobre los jinetes oscuros. Algunos, desde sus cabalgaduras, se mezclaron en feroces entreveros, y cruzaron sus sables con los sables enemigos; y algunos mataron, y otros fueron muertos. Pero todos sabían algo: ya no los paralizaban la sorpresa ni el temor; ahora devolvían golpe por golpe. Los jinetes oscuros, siempre veloces, se retiraron, buscaron amparo en la distancia. «¡Huyen!», gritó alguien. «¡Los hemos vencido!» «Aún no», dijo el teniente Quesada. «Volverán». Los jinetes fueron devorados por las sombras, y ya nada se oyó de ellos. Este silencio intranquilizó a la tropa.

¿Dónde estaban? ¿Habían huido o atacarían nuevamente? Y si así fuera, ¿desde dónde? «Estén atentos», advirtió Quesada. «Apenas oigan un ruido, no duden un instante: son ellos». El silencio los envolvió.

Nadie pronunció palabra alguna. Sólo se oía el silbido de un viento frío y penetrante, que atravesaba la tropa por sus resquicios. Ya no había luna en el cielo, ni siquiera la escasa del inicio del ataque. Todos escudriñaban las sombras; de allí vendrían nuevamente —si mantenían su porfía guerrera— los jinetes oscuros. Vendrían, como una prolongación letal de esas sombras. Todavía el silencio.

Lentamente, las arenas comenzaron a agitarse, a repetir un sonido tumultuoso que sólo podía significar algo: los jinetes galopaban hacia ellos. Quesada alertó a sus hombres, y también los exaltó con gritos de guerra y victoria. Todos aguardaron a los jinetes; los aguardaron erizados, con sus fusiles, sus pistolas y sus sables listos para la lucha. Cuando vieron dibujarse las primeras sombras, hicieron fuego. El choque fue frontal y estalló entonces una lucha sin cuartel, donde la vida y la muerte se jugaban en cada disparo, en cada lanzazo, en cada sable que buscaba una garganta. Los gritos —los alaridos de guerra y de dolor— y el estruendo de las armas cubrieron la noche. No duró mucho: algo gritó uno de los jinetes y las sombras se alejaron, tan veloces como habían llegado. Y luego, otra vez el silencio.

Aguardaron, siempre erizados, durante un tiempo que temieron no tuviera fin, porque ¿quién de ellos, en qué exacto instante, decidiría que los jinetes ya no habrían de volver? Sin embargo, casi al margen de sus conciencias, comenzaron a aflojarse sus músculos. Las manos dejaron de aferrar los sables con la tensión de la espera. Los fusiles ya no apuntaron hacia las sombras, sino que fueron apoyados sobre la arena. El cabo Zavala ya no agitó ni mantuvo en alto la bandera. Y el teniente Quesada, por fin, tomó la decisión: «Se han ido», anunció. Y entonces, bruscamente, vio al clarín Eduardo Cruz sobre la arena, con los ojos abiertos y una lanza clavada en el pecho. Quesada dijo: «Sepultemos los cadáveres».