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Le contaron una historia breve y quizá previsible: días atrás —con sumo retraso y posiblemente cuando ya nadie lo esperaba—, el teniente Juan Ramón Costa, hijo de don Nicasio Costa, había regresado del Brasil. Enterado de las circunstancias en que su padre había muerto, enterado también de las calumnias que sobre su persona había proferido el teniente Julián Quesada —quien, según le habían informado unánimemente, había denunciado su cobardía durante las acciones de Ituzaingó—, deseaba batirse a duelo con su antiguo compañero de armas, y limpiar su honra, claro está, quitándole la vida.
Blas Otero y un próspero comerciante de apellido Acevedo, quienes asumieron la representación del oficial Costa, buscaron al doctor Benjamín Villalba, a quien indagaron por el paradero del oficial Quesada. El doctor Villalba, con ese fin, acudió al Fuerte de Buenos Aires, donde le informaron que un tal doctor Forrest, a la sazón instalado en el cuartel de la Recoleta junto a los restos de la División Andrade, era la persona indicada para guiarlo hasta el teniente Quesada. Así lo hizo el doctor Villalba, y por esta causa estaban ahora aquí, juntos y dispuestos a apadrinar al teniente Quesada en el inevitable duelo.
—Que, si usted no se opone, será mañana —dijo Villalba. Y agregó—: Al amanecer.
—Estaremos junto a usted, teniente —dijo el doctor Forrest, tratando de animarlo—. No le será difícil salir airoso.
Julián Quesada lo miró, y sonrió tristemente.