9

El teniente Ocampo entró en la habitación, cerró la puerta y permaneció allí, en silencio, largamente, como si el tiempo se hubiera detenido. Forrest y Quesada cruzaron con él sus miradas y nada dijeron. Quizá, durante algún instante, el tiempo se detuvo, o al menos se demoró.

Ocampo se dirigió, entre vacilante y perezoso, hacia el aparador de los licores. Se sirvió un coñac. El doctor Forrest encendió su cigarro, empeñado en apagarse y contrariarlo. Ocampo dijo:

—No me gusta ser portador de malas noticias. Aunque, en este caso, no sé si son malas o buenas.

—Eso podemos decidirlo nosotros, teniente —dijo Forrest, con cierto fastidio—. Usted simplemente díganos lo que sabe.

Ocampo tomó un largo trago de su coñac, miró al teniente Quesada y dijo:

—Teniente, el coronel Andrade me ha ordenado comunicarle que no lo recibirá. No por el momento, ha dicho. —Se detuvo. Respiró profundamente, como si sus pulmones reclamaran un aire imperioso. Luego continuó—: En cuanto a la carta que usted trae, la carta de Buenos Aires, ordena que me la entregue a mí. Yo se la entregaré a él.

—Bien —suspiró el doctor Forrest—, podemos evaluar ahora si son buenas o malas noticias. —Miró a Quesada—: ¿Usted qué opina?

—No conozco al coronel Andrade —dijo Quesada—. Y parece que demoraré en hacerlo. Mal puedo, entonces, interpretar sus órdenes. Me limitaré a obedecerlas. —Extrajo un sobre de uno de sus bolsillos y lo extendió hacia Ocampo—. Teniente, esta es la carta.

Ocampo terminó abruptamente su coñac, agarró la carta y abandonó sin más trámite la habitación.

El doctor Forrest, como abstraído, dejó deslizar su mirada tras la línea ondulante del humo de su cigarro. El teniente Quesada dijo:

—Sospecho que me va a sobrar el tiempo. Puede enseñarme a jugar al ajedrez, si quiere.

—Puedo hablarle del coronel Andrade, si quiere.

—No le entiendo.

—Sí, me entiende. —El doctor Forrest lo miró con sus pequeños ojos grises, ahora iluminados por una sorna vivaz, danzarina. Dijo—: Reconozco que el teniente Ocampo es un poco melodramático. Es algo que le ocurre tanto a los genios como a los tontos. Usted sabrá dónde ubicar al teniente.

—Al grano, doctor.

—A eso voy. Opino que está usted bajo una fuerte impresión. Que la orden que le ha transmitido el teniente Ocampo, lo ha confundido por completo. Y que esta confusión lo ha llevado a hablar de algo que le importa muy poco, me refiero al juego del ajedrez, en lugar de hablar de aquello que le preocupa.

—El coronel Andrade, por ejemplo.

—Por ejemplo.

—No tengo por qué mentirle: me preocupa. Además, no lo entiendo.

—No le va a ser fácil.

El teniente Quesada se puso de pie y comenzó a caminar nerviosamente a través de la habitación. Impávido, el cigarro entre los dientes, la línea del humo dividiéndole en dos mitades la cara, el doctor Forrest lo observaba.

—No me recibe. ¿Cómo es posible que haga una cosa así? ¿Usted lo entiende?

—Hace apenas unos minutos, dijo usted que no interpretaría las órdenes del coronel. Era una decisión sensata.

—No soy sensato. He atravesado un desierto para ver a este coronel. Vengo de Buenos Aires. Él lo sabe. Sabe que esa carta es necesariamente insuficiente. Que nunca podrá transmitirle lo que yo puedo. El clima de Buenos Aires, los pequeños rumores, los silencios, las amenazas, los miedos y el odio que crece entre la gente. ¿Puede todo eso estar en una carta, en un pedazo de papel?

—Todo eso lo tendrá el coronel Andrade —dijo Forrest, sobreponiendo su voz a la del teniente, como conteniéndolo—. Sólo tiene que esperar. Por ahora, se ha limitado a desairarlo a usted. Una muestra de su autoridad, de su poder. Entretanto, espera.

—Espera, ¿qué?

—El regreso del teniente Santiago Velazco.

—Su mano derecha.

—¿Ya lo sabe?

—Me lo dijo el sargento Castro.

—Le gusta hablar al sargento. Pero no le mintió. Si en alguien deposita su confianza el coronel Andrade, es en Velazco. Y ahora, teniente, deje de dar vueltas por esta habitación. Siéntese, por Dios, y cálmese. —El teniente obedeció. Volvió a sentarse frente al doctor y el tablero de ajedrez quedó entre ambos, separándolos. El doctor dijo—: Hace cuatro días que partió Velazco. Como verá, si hemos de esperarlo antes de emprender cualquier acción, tenemos para rato. Lo mejor será dominar los nervios y hacer de la paciencia un culto.

Hubo un silencio. El teniente, vuelto sobre sí, parecía hurgar entre sus pensamientos, tratando de darles algún orden. Finalmente dijo:

—No sólo de Velazco me habló el sargento.

El doctor Forrest volvió a encender su cigarro, que se había apagado una vez más. Lo cubrió una bruma con aroma a tabaco inglés.

—No me sorprende —dijo—. Se lo acabo de decir: le gusta hablar al sargento. ¿Qué más le contó?

—Que el coronel Andrade hace un mes que no sale de su habitación. ¿Es cierto?

—Así es. Se ha encerrado allí y sólo Velazco podía entrar a verlo. Ahora es Ocampo. Pero no es distinta la situación: nuestro jefe se ha tornado invisible. No me pregunte por qué. Nadie lo sabe. Sólo es posible conjeturarlo. Si uno, claro está, es capaz de hacerlo. O se atreve.

—¿Cuál es su caso?

—Tengo algunas ideas. Usted parece un hombre culto, teniente.

—Estudié un par de años en Chuquisaca.

—Honor al mérito. Merece, entonces, mi opinión. —Depositó su cigarro sobre un borde de la mesa. Alguna ceniza cayó al suelo. Se estregó las manos e inclinó su cuerpo hacia el teniente, como quien se dispone a narrar un secreto que no debe ser confesado. Dijo—: Según pude saber, el coronel Andrade ha estado siete años preso en las mazmorras del Callao. Terrible historia, teniente. Cuando a un hombre le ocurre algo así, la reclusión se le vuelve una necesidad. La necesita para meditar, para buscarse, para ocultar un dolor o para provocarlo. En esta oportunidad, el coronel Andrade se ha encerrado para prepararse. Ha sido un héroe, un guerrero. Y sólo en la guerra puede vivir. Ha enviado a su teniente Velazco a Buenos Aires porque sospecha algo. ¿Quiere saber qué? Sospecha que se está agitando la historia. Y la historia es la gran aliada del coronel. Porque la historia es la guerra. Se prepara, entonces. Se ha encerrado y espera. De Buenos Aires le traerán la gran nueva: la guerra se ha despertado. Y la historia, una vez más, reclama a su guerrero. —Volvió a tomar su cigarro, lo chupó largamente, con delectación. Volvió a cubrirlo una bruma espesa. Luego dijo—: No obstante, su reclusión no ha alterado la disciplina del Fuerte. Tal es su autoridad. Sólo en las tiendas de afuera hay algún alboroto, alguna inexplicable alegría. Pero no más. Todos saben que el coronel Andrade se ha encerrado. Pero también saben que saldrá. Y temen.

El teniente Quesada se pasó una mano por la frente y sacudió los hombros, aliviándose la tensión.

—Doctor Forrest —dijo señalando con un gesto el tablero de ajedrez—, esto nos va a ayudar. Ya que no somos dioses de la guerra, esperemos el destino sin solemnidad ni aburrimiento. Vamos, enséñeme a mover las piezas de este juego endiablado. Puedo resultarle un adversario más temible que el teniente Ocampo.

El doctor Forrest sonrió y empezó a alinear las piezas.

—No me sorprendería —dijo.