VIAJE DE ESPAÑA
JULIUS Meier-Graefe es un alemán, crítico de pintura. Hace un año recorrió nuestra tierra, solicitado por menesteres de su oficio, y tuve el gusto de presentar su nombre ante los lectores de este periódico. Ahora publica un diario de sus jornadas españolas, que titula simplemente Viaje de España.
Libros de esta clase han solido dividir en dos grupos los lectores indígenas, y estos dos grupos corresponden a dos formas radicales e irreductibles de patriotismo. Unos se acercan, con instintos policíacos, al volumen en que el viajero ha puesto decantadas sus emociones vagabundas: sólo les interesa averiguar si el autor habla, según ellos dicen, «bien» o «mal» dé España. Otros, que ejercitan un patriotismo más complicado y conforme a mi paladar, para quienes la patria no es nunca una cosa hecha, cumplida, histórica, hieratizada y perfecta, sino un perpetuo problema, una tarea nunca acabada, una futura realidad, un conflicto entre posibilidades presentes, se sienten atraídos con vehemencia hacia esas páginas ágiles, generalmente ni respetuosas ni profundas, en que hombres de otras razas describen la nuestra. Para ellos estos libros son motivos de hondas excitaciones: los viajeros buscan siempre en el viaje una renovación espiritual, en el pleno sentido de la palabra. Un viaje a países extraños, y cuanto más extraños mejor, es un artificio espiritual por el cual se hace posible un renacimiento de nuestra personalidad; por tanto, una nueva niñez, una nueva juventud, una renovada madurez, una nueva vida con su ciclo completo. Allá donde nacimos, las cosas y los hombres han gastado sus fisonomías, y sus rostros no hieren suficientemente nuestra sensibilidad. Lo habitual es siempre insignificante e imperceptible: en árabe, lo castizo se dice «baladí».
Ante objetos nuevos para nosotros o heridos por un sol de diferente intensidad, nuestros nervios vuelven a su frescura originaria y en la novedad del panorama renovamos nuestro espíritu. Con esta niñez artificial recobramos ciertas virtudes infantiles, por ejemplo, la sinceridad. ¡Cuántos viajeros han viajado y escrito de su viaje únicamente para proporcionarse una ocasión de ser sinceros, la cual no hallaban en su ciudad! La lista es larga y habría que comenzarla con Herodoto; ni habría de extrañarnos que la fermentación política de las ciudades griegas fuera iniciada por libros de viajes y que la democracia francesa del siglo XVIII procediera de obras como la de Bougainville, que lanzó estilizada a la moda la vida naturalista y cándida de O’Taiti, iniciación del movimiento «rous seauniano».
Meier-Graefe aprovecha ampliamente sus andanzas por España para expresar algunos juicios graves sobre la ruta política y cultural de sus compatriotas, y se da cuenta perfecta de ello. «España entera —dice— es, como la planicie en torno a El Escorial, una balaustrada o loggia para gentes que ansían espacio libre para sus pensamientos».
Esta sinceridad del viajero buscan los que no ven en la patria un sistema de tradiciones, es decir, de cómodas soluciones almacenadas por el pasado, sino un sistema de acciones problemáticas, de deberes inciertos y peligrosos, fundadores de porvenir, que sienten, en suma, el patriotismo de admiración, no el patriotismo de admiración y de recuerdo. Los indígenas tejidos en la urdimbre inmensa de nuestra raza, no vemos ésta sino empastada, fundida en su resultado total y de xana pieza. Nada puede sernos más interesante que ver cómo esa nuestra realidad étnica se descompone en sus elementos al atravesar la retina enérgica del viajero, del mismo modo que la blanca luz del sol revela los misterios de su composición al penetrar un prisma cristalino.
En lugar de indignarnos, aprovechemos, pues estos libros son siempre ingenuos en su fondo, tanto que los árabes los han llamado, delicadamente, «libros de andar y ver». En las retinas de los viajeros estudiamos experimentalmente la confusa sustancia de nuestro pueblo.
Para nosotros lo humano corre peligro de limitarse en los confines de lo español, y lo español, a su vez, se expone a perder todo su sentido si no lo consideramos como un gesto peculiar de lo humano. El yo no adquiere su perfil genuino sin un tú que lo limite y un nosotros que le sirva de fondo. En las pupilas de los otros hallamos el logaritmo de nuestras virtudes y nuestros vicios. Tropezando con el prójimo aprendemos nuestro puesto en el mundo.
Así, para la inteligencia de la misión española sobre el planeta soy más deudor a Maurice Barrés que a Ganivet, porque éste no logró elevarse a un punto de vista sobrenacional y sus opiniones adolecen de una visión provinciana del universo.
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La investigación del hombre a través de sus cristalizaciones particulares constituye el nervio del libro de viajes como género literario. Pero esto es lo que se echa muy de menos en la obra de Meier-Graefe. Sus páginas atestiguan que la impertinencia puede considerarse como género literario. Y no me enoja, ciertamente, que encontrara en Almería repugnante la leche de cabras, y que le pareciera Valencia «inefablemente fea», y la catedral de Burgos una arquitectura aparatosa, miserablemente moderna, digna de un «parvenu»…; nada de eso: ni soy de Almería ni sustento teorías respecto a los alimentos, ni pondría mi mano por salvar el honor estético de Valencia, ni me hallo dispuesto a darme de estocadas por ningún monumento gótico, arte, después de todo, un poco reaccionario. La impertinencia de este libro rezuma por todas sus páginas, y es algo más profundo que el humor de una, hora; es el síntoma de la modernidad, y, especialmente, de la modernidad parisiense y berlinesa, condensada ejemplarmente en este libro.
Yo llegaría a generalizar más: yo diría que, como fueron la tragedia y la comedia expresión genuina de los siglos V y IV en Atenas, y como en el drama conceptuoso da su confesión plenaria nuestro siglo XVII, es la impertinencia el género literario más espontáneo de la época actual. Pero esto necesita algún desarrollo que hoy no me es lícito.
Lo impertinente de la impertinencia no consiste en que alguien nos diga palabras enojosas, sino en que éstas sirven al impertinente como medio de demostrarnos que no existimos para él. La impertinencia es el desdén perfecto, el desdén que anonada al desdeñado y le suprime del mundo de las realidades.
El libro de Meier-Graefe es un ejemplo curiosísimo de esta absoluta impertinencia: se advierte en todos sus párrafos una cálida simpatía hacía cierta vaga y remota sustancia que él llama España; mas al punto que España pretende concretarse, realizarse en una ciudad, en un cuadro, en un monumento, en una costumbre, en una persona, Meier-Graefe se obstina en no preocuparse de ninguna de estas cosas. Este señor necesita de España como de un ancho hipódromo para sus pensamientos, que en Alemania viven comprimidos; por eso suprime todo lo español y amuebla el espacio vacío —la abstracción España— con sus meditaciones.
Meier-Graefe, que protesta, como Nietzsche, del filisteísmo universitario, de la cuistrerie frecuente en los eruditos, de la limitación dentro de los prejuicios gremiales… viene a España, a una raza viejísima, dotada de rasgos verdaderamente teratológicos, incomparable a toda otra porción europea; a un pueblo que se mantiene perseverando en una fisonomía arcaica, que no ha aceptado la conformación continental, y… no hace apenas otra cosa que ver cuadros, ni habla apenas sino de cuadros y temas pictóricos. Yo siento mucho haber de decir a mi amigo Meier-Graefe que éste es un gravísimo pecado de «universitarismo». Ante el problema supremo de un pueblo —de una categoría de lo humano—, no es lícito pasar inatento. En comparación con una raza, el cuadro más exquisito es un problema de retórica.
Meier-Graefe confiesa al cabo del libro esta falta suya: «A menudo —dice— siento como si no estuviera en España. Frecuentemente me parece que este viaje mío es pura ficción. Me encuentro un poco en Alemania, un poco en Londres, en Petersburgo, y Dios sabe dónde. Esto es, en los cuadros que en esos lugares se hallan colgados, y que me son amados. Cuanto más estoy aquí, más me hallo allá. No viajo por España, sino por Tiziano, Rubens, Greco, Tintoretto, Poussin: por hombres que son más grandes y dignos de consideración que la más grande y considerable España. Esos hombres son parte del mundo, mientras una tierra como España llega sólo desde aquí hasta allí. Yo me pregunto qué buscan y encuentran aquí gentes que no persiguen las huellas de grandes hombres».
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Este párrafo, que copiaba para justificar mi acusación, nos deja en suspenso, nos obliga a dudar de nuestro propio juicio. Con efecto, unos cuantos grandes hombres pueden pesar lo que un pueblo, más que un pueblo. En la historia de la cultura acaso pese más Cervantes que todo el continente africano. Y por otra parte, ¿hasta qué punto un pueblo sin grandes hombres sería verdaderamente un pueblo? Una raza —dice justamente Renan— es, ante todo, un molde de educación moral. Y ¿es ésta posible sin grandes hombres? Grandes educadores o grandes educados, ¿no son los grandes hombres síntomas de la capacidad moral necesaria a todo grupo humano para organizarse en esa unidad superior de cultura, en esa densa y potente animosidad colectiva que llamamos un pueblo? Cuando hacemos camino y peregrinamos en busca de la intimidad de una raza, ¿nos atrae sólo la frívola perspectiva de usos y trajes pintorescos? Visitar un pueblo ¿no es buscar el contacto espiritual con la mística comunión de sus grandes hombres?
Tal vez, tal vez tenga algún fecundo sentido cuando Meier-Graefe, sutil pensador, artista entusiasta, capaz de inagotables ardores, dice: «Mi viaje a España es más bien mi viaje a este hombre».
Y este hombre es Domenicos Theotocopuli, llamado el Greco.
Junio 1910.