OBSERVACIONES

Bajo el título «Costa, rectificado», leo en el Heraldo, del viernes, 10, unos párrafos de D. Julio Cejador, dentro de los cuales vienen algunas piedras para mi tejado. Séame permitido, puesto que se trata de la grande cuestión española, recoger esas piedras y ordenar con ellas una pequeña construcción.

Es D. Julio Cejador uno de los hombres que más amo y respeto entre mis compatriotas: fue mi maestro de griego en la triste fecha del 1898 y luego lo ha seguido siendo de muchas e importantes materias durante los largos años de nuestro común trato. Yo siento hacia él esa emoción de amorosa distancia que conviene a un discípulo frente a su maestro. Además admiro altamente su colosal saber, y aun cuando carezco de las nociones más elementales para poder valorar sus descubrimientos lingüísticos, es tal la masa bruta de noticias acumulada en el Sr. Cejador, que me parece .bochornoso no haberse hallado ningún Gobierno que le llevara a nuestra Universidad, donde en derecho tiene un puesto conquistado por méritos de harto más quilates que los equívocos de una oposición.

Me complazco en manifestar todo esto, como asimismo me complace que el Sr. Cejador piense de distinta suerte que yo acerca de Costa y de la europeización de España. Es preciso que enriquezcamos la conciencia nacional ofreciéndole una fecunda diversidad de motivos culturales. Cualquiera cosa es preferible al monoideísmo que se ha inveterado en los usos intelectivos españoles.

Sin embargo de todo ello, me es forzoso declarar un defecto que suelo hallar en el Sr. Cejador; un defecto que, a no ser yo tan enemigo de esas presuntas psicologías de los pueblos, me atrevería a reconocer como característico de nuestra raza, por lo menos de los pensadores españoles más castizos, hoy y otro tiempo. ¿Cómo llamaríamos ese defecto con un vocablo no muy enojoso? ¿Qué diríamos que le falta al Sr. Cejador?… Le falta altruismo intelectual. Un hombre posee altruismo intelectual cuando piadoso hace peregrinar su inteligencia hacia el corazón de las cosas de modo que pasajeramente se funda con ellas, cuando procura transustanciarse siquiera unos instantes en el prójimo para asimilarse la opinión de éste con toda su complejidad original. Altruismo intelectual es, pues, un salir del propio recinto para hacer mansión en el recinto de las cosas o del prójimo. Así, cuando Budha Gautama nació y quinientos príncipes Sakyas le rogaron que viniera a demorar en sus palacios, no pudiendo simplemente satisfacer a todos, acertó a multiplicarse quinientas veces y fue a habitar los quinientos alcázares para no herir a ninguno en sus deseos. Las cosas todas, y entre ellas estas cosas animadas que llamamos los prójimos, son otras tantas invitaciones a que emigremos de nosotros mismos y vivamos fuera, de posada. El Sr. Cejador no suele aceptar estas invitaciones.

Sin esta virtud, es difícil el ejercicio de la comprensión, porque, a la postre, no es altruismo intelectual más que la costumbre de enterarse de las cosas. He hallado qué es frecuente tropezar en la historia del pensamiento hispánico temperamentos poderosos, como el Sr. Cejador, aptos para edificar según propios planes grandiosas obras, pero incapaces de comprender a los demás. Tal vez proceda esto de una excesiva virilidad mental que les hace inhábiles para este otro menester, un tanto pasivo y femíneo de la comprensión.

De todos modos, en esta ocasión el Sr. Cejador no sabe bien de qué estamos hablando. Pretende que volvamos a contraponer europeísmo y españolismo, censura a Maeztu por muy aficionado al extranjero y, al través de Maeztu —¡D. Julio es una /ardida lanza que atraviesa a pares los enemigos!— me cuelga a mí algunas opiniones extravagantes. Vamos a intentar deshacer el equívoco.

Según parece, me atribuye Ramiro de Maeztu, en un artículo que no ha llegado a mis ojos, la observación de que las dos palabras reconstitución y europeización propuestas por Costa a su política son antagónicas: reconstituir es volver a ser lo que se ha sido, andar hacia atrás; europeización es dar un paso «hacia adelante»… En realidad, yo no he hecho nunca esta observación, tal y como aquí se expresa. Sólo recuerdo haber escrito algo parecido en una carta privada a nuestro común amigo Luis Bello, y claro está que no hallo inconveniente en repetirlo públicamente.

Efectivamente, no es fácil leer el libro político de Costa sin advertir la dualidad contradictoria de su programa, y este antagonismo, quiera o no el Sr. Cejador, existe, y es debido a razones mucho más profundas de las que mi buen D. Julio parece sospechar.

La individualidad de los hombres, y mucho menos de los grandes hombres, no puede ser cazada a lazo, mientras recorremos al galope sus escritos o sus actos: eso se queda para los gauchos literarios. Es preciso primero disponer su fisonomía ideológica, situándolos, asentándolos sobre aquella corriente del pensamiento universal que los llevaba, y de que, en verdad, no son sino variaciones. Cuando Costa educaba sus broncos ideales juveniles, sus ciclópeas imaginaciones de Titán mozo, reinaba en Europa una manera de ver el mundo que, procedente de Herder, Schelling y Hegel, había adquirido entre juristas y filólogos el nombre de historicismo. Queríase ver en la historia el campo de la experiencia metafísica, el lugar donde daba sus revelaciones el Espíritu Universal. Estas revelaciones son lo que se llamó espíritus de los pueblos. En el siglo XVIII había la razón raciocinante verificando una nivelación de todas las diferencias en pro de una unidad radical: la idea del progreso, la declaración del poder hegemónico de la ciencia, sublime a toda fe —¡la fe es el pensamiento oscuro; tal vez un mal pensamiento!— hicieron posible la noción de Humanidad, de ese conjunto de valores normales a que todos los hombres pueden aspirar. Nada de este mundo ni del otro podrá movernos a perder esta clara conquista del siglo luciferino, del siglo claro y esclarecedor. No obstante, ocurre esta sospecha; cuando buscamos en el paisaje un altozano, no queremos sino ver mejor el valle. Buscar ante la variedad confusa que tenemos delante una unidad superior no tiene otro sentimiento que agenciarnos un instrumento de precisión, con el cual ver clara la diversidad misma de las cosas. El siglo XVIII, preocupado de la unificación, de lo que en las cosas hay de común, necesitó de otra edad complementaria, preocupada nuevamente de lo que en las cosas hay de diferente. La filosofía romántica amó lo diferencial, lo distintivo, lo peculiar: sobre el fondo Humanidad, que la edad anterior había preparado, hizo destacar en toda su fuerza las siluetas individuales de los pueblos.

Cada siglo al nacer trae consigo, según Renan, la enfermedad de que ha de morir, y se lanza a la carrera del tiempo llevando clavada en sus entrañas la saeta fatal. Cada siglo lleva en su virtud misma su limitación. El xviii, buscando lo «humano», exprimió de la historia sólo aquello que es normal y apto para que todos coincidamos: lo racional. Los románticos, buscando las diferencias, hallaron que eran debidas a principios irracionales. Y apartando su atención de los productos «reflexivos» del hombre, como la ciencia, fueron a buscar las extremas divergencias, los rasgos específicos en los productos «espontáneos», irracionales, como las religiones, las literaturas, las instituciones costumbreras. Pero aún más: en cada pueblo hay una minoría reflexiva y una muchedumbre espontánea. Los románticos se dirigen con preferencia a ésta, en cuya ingenuidad e irreflexión creen hallar una mayor energía originaria, pura de intenciones niveladoras, una mayor proximidad a los poderes elementales del universo. No de otro modo, según el Nuevo Testamento, Dios prefiere a los niños, a los enfermos, a los aldeanos para manifestarse. Los románticos llaman pueblo propiamente a la porción irreflexiva del pueblo.

Así fue suscitada aquella grandiosa labor de filólogos, de historiadores, de juristas que reconstruyeron las formas primitivas de las tradiciones culturales. Los pueblos cobraron, gracias a este impulso, la conciencia de su personalidad diferencial, y en un supremo arranque se organizaron en nacionalidades políticas.

A excepción de los krausistas, tomaron los españoles, sin meditarlos, como quien los compra en la botica, los dogmas de esa filosofía extranjera, y más o menos conscientemente se dejaron impregnar de su sustancia. Hace poco, con la malignidad que le es nativa, nos mostraba Ramón Pérez de Ayala un ejemplar de la «Estética», de Hegel, en cuyas márgenes había dejado Cánovas unos cuantos gestos poco decentes.

Jurista y filólogo, como hombre científico; oriundo, como hombre instintivo, de una comarca española que conserva más acusados que otra alguna ciertos rasgos irreductibles de la raza, Costa se saturó de la atmósfera historicista, de los dogmas románticos, y dejando ir su corazón y su cerebro hacia donde naturalmente tendían, dedicó su vida austera y solícita al estudio del pueblo español, de las masas irracionales hispánicas. Conforme con los principios extranjeros, que sin detenerse a discutirlos había aceptado, pensaba que cada Pueblo tiene su misión histórica, su carácter metafísico irrompible y su absoluta justificación. Porque ha de notarse que aquel amor hacia lo peculiar, sugerido por el hegelianismo, degeneró en un empirismo histórico que se afanaba exclusivamente por dotar a lo transitorio e individual de una importancia eterna.

La opinión que Costa, bajo tal influencia, se formará del problema español es fácil de anticipar: en rigor no hada falta leer sus libros para conocerla, porque él mismo no la adquirió estudiando en España, sino que, al contrario, estudió a España bajo el prejuicio —en el mejor sentido de esta palabra— que la filosofía extranjera le había imbuido. Pensó de España lo que de sus países pensaron Renan, Taine, Treitschke, etc.

Los historicistas no aciertan a mirar las cosas en una perspectiva de historia universal. Interesados en los aspectos diferenciales quedaron siempre reducidos dentro de los límites de historias particulares. Yendo a la caza de las peculiaridades se olvidan de la unidad superior que pone a éstas un orden, un sentido y una valoración. Lo que es sólo una variación de lo sustancial, se convierte para ellos en la sustancia, y lo que diferencia a España de Francia y Alemania, eso es para ellos España.

Costa creyó, consecuentemente, que la decadencia nacional era un problema interior de la historia de España. Enamorado de las formas instintivas de reacción propias del pueblo —literatura anónima o autores castizos, prudencia parenética, instituciones consuetudinarias— le pareció descubrir en ellas una serie de necesidades históricas que constituían la espontaneidad metafísica de la raza. Pero una minoría reflexiva se había encargado de desviar tenazmente esa espontaneidad sometiéndola a influjos inorgánicos.

La decadencia española es, pues, el resultado de la inadecuación entre la espontaneidad de la masa y la reflexión de la minoría gobernante. Líbrese a aquélla de estas pegadizas influencias, vuélvase a la espontaneidad étnica, reconstitúyase la unidad espontánea de las reacciones castizas y España volverá a la ruta que un destino previo le ha designado.

Como se ve, diagnóstico y terapéutica no trascienden de los términos españoles. El error histórico nuestro no consiste en el desequilibrio de España entera con Europa, sino en la inadecuación de los gobernados y de los gobernantes dentro de la vida española. De aquí la atención que Costa dedica a las formas administrativas antiguas y actuales; de aquí su pesquisa sobre el colectivismo; de aquí, estoy por decir, el torso íntegro de su programa, en el cual no se habla de ideas políticas ni de lucha de clases, sino de las necesidades del pueblo campesino, del pueblo comerciante, de los procedimientos de justicia…; de aquí, en fin, su táctica de combate llamando al arma (?) los productores, al pueblo por antonomasia, la madre del tonel nacional, los poderes espontáneos de la casta.

Siempre que releo aquel programa, me parece Costa el símbolo del pensador romántico, una profética fisonomía que ungida de fervor histórico místico conjura sobre la ancha tierra patria el espíritu popular, el Volksgeist que pensaron Schelling y Hegel, el alma de la raza sumida en un sopor, cuatro veces centenario. Y claro está, no acudió, porque el espíritu popular no existe más que en los libros de una filosofía superada, supuesto que fuera alguna vez bien entendido.

Con lo escrito, bien que harto aprisa escrito, creo que basta para demostrar que, guste o no guste de ello mi buen D. Julio Cejador, no hay la menor extravagancia en simbolizar con la palabra reconstitución toda una parte, la más granada y henchida del programa de Costa, cuya tendencia es formular la decadencia de España como un apartamiento de sí misma e indicar como arbitrio de mejora la vuelta a lo más íntimo, a lo más espontáneo, a lo más nativo que pueda imaginarse, a las reacciones populares.

Veremos si la palabra europeización no significa, como visión del problema y como arbitrio, todo lo contrario. Veremos si la observación de que entre ambas subsiste antagonismo justifica la acometida del Sr. Cejador, cuya ingenuidad ideológica conserve Dios muchos años.

El Imparcial, 25 marzo 1911.