ARTE DE ESTE MUNDO Y DEL OTRO

I

YO soy un hombre español, es decir, un hombre sin imaginación. No os enojéis, no me llaméis antipatriota. Todos venían a decir lo mismo. El arte español, dice Alcántara, dice Cossío, es realista. El pensamiento español, dice Menéndez Pelayo, dice Unamuno, es realista. La poesía española, la épica castiza, dice Menéndez Pidal, se atiene más que ninguna otra a la realidad histórica. Los pensadores políticos españoles, según Costa, fueron realistas. ¿Qué voy a hacer yo, discípulo de estos egregios compatriotas, sino tirar una raya y hacer la suma? Yo soy un hombre español que ama las cosas en su pureza natural, que gusta de recibirlas tal y como son, con claridad, recortadas por el mediodía, sin que se confundan unas con otras, sin que yo ponga nada sobre ellas; soy un hombre que quiere ante todo ver y tocar las cosas y que no se place imaginándolas: soy un hombre sin imaginación.

Y lo peor es que el otro día entré en una catedral gótica… Yo no sabía que dentro de una catedral gótica habita siempre un torbellino; ello es que apenas puse el pie en el interior fui arrebatado de mi propia pesantez sobre la tierra —esta buena tierra donde todo es firme y claro y se puede palpar las cosas y se ve dónde comienzan y dónde acaban—. Súbitamente, de mil lugares, de los altos rincones oscuros, de los vidrios confusos de los ventanales, de los capiteles, de las claves remotas, de las aristas interminables, se descolgaron sobre mí miríadas de seres fantásticos, como animales imaginarios y excesivos, grifos, gárgolas, canes monstruosos, aves triangulares; otros, figuras inorgánicas, pero que en sus acentuadas contorsiones, en su fisonomía zigzagueante se tomarían por animales incipientes. Y todo esto vino sobre mí rapidísimamente, como si habiendo sabido que yo iba a entrar en aquel minuto de aquella tarde se hubiera puesto a aguardarme cada cosa en su rincón o en su ángulo, la mirada alerta, el cuello alargado, los músculos tensos, preparados para el salto en el vacío. Puedo dar un detalle más común a aquella algarabía, a aquel pandemonium movilizado, a aquella irrealidad semoviente y agresiva; cada cosa, en efecto, llegaba a mí en aérea carrera desaforada, jadeante, perentoria, como para darme la noticia en frases veloces, entrecortadas, anhelosas, de no sé qué suceso terrible, inconmensurable, único, decisivo, que había acontecido momentos antes allá arriba. Y al punto, con la misma rapidez, como cumplida su misión, desaparecía, tal vez tornaba a su cubil, a su alcándara, a su rincón, cada bestia inverosímil, cada imposible pajarraco, cada línea angulosa viviente. Todo se esfumaba como si hubiera agotado su vida en un acto mímico.

Hombre sin imaginación, a quien no gusta andar en tratos con criaturas de condición equívoca, movediza y vertiginosa, tuve un movimiento instintivo, deshice el paso dado, cerré la puerta tras de mí y volví a hallarme sentado fuera, mirando la tierra, la dulce tierra quieta y áurea de sol, que resiste a las plantas de los pies, que no va y viene, que está ahí y no hace gestos ni dice nada. Y entonces recordé que, obedeciendo un instante no más a la locura de toda aquella inquieta población interior del templo, había mirado arriba, allá, a lo altísimo, curioso de conocer el acontecimiento supremo que me era anunciado, y había visto los nervios de los pilares lanzarse hacia lo sublime con una decisión de suicidas, y en el camino trabarse con otros, atravesarlos, enlazarlos y continuar más allá sin reposo, sin miramientos, arriba, arriba, sin acabar nunca de concretarse; arriba, arriba, hasta perderse en una confusión última que se parecería a vina nada donde se hallara fermentando todo. A esto atribuyo haber perdido la serenidad.

Tal aventura acontece siempre a un hombre sin imaginación, para quien sólo lo finito existe, cuando comete el desliz de ingresar en una cárcel gótica, que es una trampa armada por la fantasía para cazar el infinito, la terrible bestia rauda del infinito.

Sin embargo, estas conmociones son oportunas; aprendemos en ellas nuestra limitación, es decir, nuestro destino. Con la limitación que ha puesto en nuestros nervios una herencia secular, aprendemos la existencia de otros universos espirituales que nos limitan, en cuyo interior no podemos penetrar, pero que resistiendo a nuestra presión nos revelan que están ahí, que empiezan ahí donde nosotros acabamos. De esta manera, a fuerza de tropezones con no sospechados mundos colindantes, aprendemos nuestro lugar en el planeta y fijamos los confines de nuestro ámbito espiritual, que en la primera mocedad aspiraba a henchir el universo.

Sí; donde concluye el español con su sensibilidad ardiente para las llamadas cosas reales, para lo circunscripto, para lo concreto y material; donde concluye el hombre sin imaginación, empieza un hombre de ambiciones fugitivas, para quien la forma estática no existe, que busca lo expresivo, lo dinámico, lo aspirante, lo transcendente, lo infinito. Es el hombre gótico que vive de una atmósfera imaginaria.

He aquí los dos polos del hombre europeo, las dos formas extremas de la patética continental: el pathos materialista o del Sur, el pathos transcendental o del Norte.

Ahora bien: la salud es la liberación de todo pathosy la superación de todas las fórmulas inestables y excéntricas. Hace algún tiempo he hablado del pathos del Sur, he fustigado el énfasis del gesto español. Mal se me entendió si se me disputaba encarecedor del énfasis contrario, del pathos gótico.

Hace un año, por este tiempo, me hallaba yo en Sigüenza; una tierra muy roja, por la cual cabalgó Rodrigo, llamado Mi Señor, cuando venía de Atienza, una peña muy fuerte. Hay allí una vieja catedral de planta románica con dos torres foscas, almenadas, dos castillos guerreros, construidos para dominar en la tierra, llenos de pesadumbre, con sus cuatro paredes lisas, sin aspiraciones irrealizables. Posee aquel terreno un relieve tan rico de planos, que, a la luz temblorosa del amanecer, tomaba una ondulación de mar potente, y la catedral, toda oliveña y rosa, me parecía una nave que sobre aquel mar castizo venía a traerme la tradición religiosa de mi raza condensada en el viril de su tabernáculo.

La catedral de Sigüenza es contemporánea, aproximadamente, del venerable Cantar del mío Cid; mientras la hermana de piedra se alzaba sillar a sillar, el poema hermano organizaba sus broncos miembros, verso a verso, compuestos en recios ritmos de paso de andar. Ambos son hijos de una misma espiritualidad atenida a lo que se ve y se palpa. Ambas, religión y poesía, son aquí grávidas, terrenas, afirmadoras de este mundo. El otro mundo se hace en ellas presente de una manera humilde y simple, como rayico de sol que baja a iluminar las cosas mismas de este mundo y las acaricia y las hermosea y pone en ellas iridiscencias y un poco de esplendor. Uno y otro, templo y cantar, se contentan circunscribiendo un trozo de vida. La religión y la poesía no pretenden en ellas suplantar esa vida, sino que la sirven y diaconizan. ¿No es esto discreto? La religión y la poesía, son para la vida.

En las catedrales góticas, por el contrario, la religión se ha hecho sustantivo, niega la vida y este mundo, polemiza con ellos y se resiste a obedecer sus mínimas ordenanzas. Sobre la vida y contra la vida construye esta religión gótica un mundo que ella misma se imagina orgullosamente.

Hay en el gótico un exceso de preocupaciones ascendentes: el cuerpo del edificio se dilacera para subir, se desfilacha, se deja traspasar, y en sus flancos quedan abiertas las ojivas como ojales de llagas. Cuando el arte es sumo, consigue —¿qué no conseguirá el arte?— dar a la mole pétrea ilusión de levitación que perciben los estáticos: hay realmente iglesias dotadas de tal empuje pneumático ascendente, que las juzgamos capaces de ser asumptas al cielo, aun llevando a la rastra todo el peso de un cabildo gravitante.

Pero hay siempre en ellas, para un hombre sin imaginación, algo de petulante, un no querer hacerse cargo de las condiciones irrompibles del cosmos, una díscola huida de las leyes que sujetan al hombre a la tierra…

Prefiero la honrada pesadumbre románica, dice el hombre del Sur. Ese misticismo, esa suplantación de este mundo por otro me pone en sospechas. Unido a un gran respeto y a un fervor hacia la idea religiosa, hay en mí una suspicacia y una antipatía radicales hacia el misticismo, hacia el temperamento confusionario, que me impide encontrarle justificación dondequiera se presenta. Siempre me parece descubrir en él la intervención de la chifladura o de la mistificación.

Sin embargo, la arquitectura es un documento tan amplio del espíritu en ella expresado, que ofrece la posibilidad de orientarnos sobre lo que realmente haya de verecundo, de profundamente humano y significativo en el misticismo gótico. La arquitectura es un arte étnico y no se presta a caprichos. Su capacidad expresiva es poco compleja; sólo expresa, pues, amplios y simples estados de espíritu, los cuales no son los del carácter individual, sino los de un pueblo o de una época. Además, como obra material supera todas las fuerzas individuales: el tiempo y el coste que supone hacen de ella forzosamente una manufactura colectiva, una labor común, social.

Un libro reciente de Worringer, titulado «Problemas formales del arte gótico», plantea de una manera radical el problema estético de este arte y el estado de espíritu que lo crea. Hallo con satisfacción no pocos puntos de vista comunes entre el libro del doctor Worringer y lo que yo escribí hace algún tiempo en esta hoja bajo el epígrafe «Adán en el paraíso[3]». Según he oído no fue claro lo que entonces escribí, y esto me apena, porque se trataba de un ensayo de estética española y como una justificación teórica de nuestra peculiaridad artística. Ahora, siguiendo al doctor Worringer, voy a renovar en otra forma y con los conceptos que él presente aquella cuestión de naturalismo e idealismo, de alma mediterránea y alma gótica. Es asunto en que conviene ver claro si hemos de iniciar algún día la historia científica, es decir, filosófica de España.

El Imparcial, 24 julio 1911.

II
QUERER Y PODER ARTÍSTICOS

La historia del arte ha sido hasta ahora, según Worringer en sus «Problemas formales del arte gótico», la historia de la habilidad o poder artístico. Se partía de la suposición gratuita según la cual el arte ha de aspirar, consiste en aspirar a reproducir una cosa que se llama el natural, y consecuentemente la mayor o menor perfección estética, la progresiva evolución del arte se iba midiendo por la mayor o menor aproximación a ese natural, por la mayor o menor habilidad productiva. Pero ¿es serio creer que ha necesitado la humanidad millares de años para aprender a dibujar bien, es decir, conforme al natural? Por otro lado, épocas enteras del arte quedan, desde tal punto de vista, desprestigiadas e incomprensibles. ¿No nos moveremos dentro de un prejuicio tenaz? —ocurre preguntarse—. ¿No será ese arte preocupado de emular la vida en la naturaleza meramente una forma parcial del arte, la vigente en nuestra época y en aquellas que por asemejarse a la nuestra llamamos clásicas?

En realidad, esa pretendida estancialidad naturalista del arte es un supuesto gratuito. Y es un supuesto, además de gratuito, vanidoso y limitado creer que aquellos estilos desemejantes del nuestro son resultado de un no poder dibujar, pintar o esculpir mejor. Más vale pensar lo contrario, pensar que las diversas épocas tienen distinto querer, distinta voluntad estética, y que pudieron lo que quisieron, pero quisieron otra cosa que nosotros. Así se convertiría la historia del arte, que hasta ahora ha sido historia del poder artístico, de la técnica, en la historia del querer artístico, del Ideal. «El querer, no discutido hasta ahora, considerado como invariable y perenne, debe constituir el verdadero problema a investigar, pues las menudas divergencias entre querer y poder, que en la producción artística de pasados tiempos realmente existen, son valores mínimos y despreciables, sobre todo si atendemos a la enorme distancia entre nuestras intenciones artísticas y aquellas pretéritas».

El arte no es un juego ni una actividad suntuaria: es más bien, como dice Schmarsow, una explicación habida entre el hombre y el mundo, una operación espiritual tan necesaria como la reacción religiosa o la reacción científica. Ante una serie de hechos artísticos pertenecientes a una época o a un pueblo, hay que preguntarse: ¿Qué última exigencia de su espíritu satisfizo aquella época, aquel pueblo, en esos productos? De este modo, transformaríamos la historia del arte en «una historia del sentimiento, como tal equivalente a la historia de la religión. Por sentimiento cósmico entendemos el estado psíquico en que cada vez se encuentra la humanidad frente al cosmos, frente a los fenómenos del mundo exterior. Ese estado se revela en la cualidad de las necesidades psíquicas, en el carácter de la voluntad artística de que es impronta o sedimento la obra de arte, o mejor dicho, el estilo de ésta, cuya peculiaridad es justamente la peculiaridad de aquellas creadoras necesidades psíquicas. Así, en la evolución del estilo se manifestarían las diversas gradaciones del sentimiento cósmico tan espontáneamente como en las teogonías de los pueblos».

La estética alemana es sólo la justificación del arte clásico y del Renacimiento, la negación de otra manera de emoverse y temblar ante el universo.

Su propio arte nativo queda fuera de sus esquemas grecoitálicos hasta el punto de que, en opinión de Worringer, la palabra «belleza» se halla tan empapada de los valores clásicos que sólo nos entenderemos diciendo que el arte gótico no tiene nada que ver con la belleza. La espiritualidad gótica, solicitada por necesidades muy distintas de las que sintieron los pueblos mediterráneos, tiene asimismo una voluntad artística distinta, quiere otras formas. Por consiguiente, para forjar aquella voluntad formal gótica que en una simple orla de un traje se manifiesta tan fuerte e inequivocadamente como en las grandes catedrales del siglo XIV, es necesario ampliar el cauce del sistema estético.

III
SIMPATÍA Y ABSTRACCIÓN

Y lo fatal es, lector, que hoy por hoy no existe más que una estética: la alemana.

Pues bien, la estética alemana contemporánea gravita casi íntegramente en un concepto que se expresa en un término sin directa equivalencia castellana: la Einführung. Dejo a un lado mis particulares opiniones sobre la dudosa precisión de este concepto, como me inhibo de toda crítica frente al psicologismo estético de Worringer. Me limito a exponer.

Vamos a traducir provisionalmente ese endemoniado vocablo germánico por uno, ya que tampoco español, al menos españolizado: simpatía. Teodoro Lipps, profesor en Munich, una de las figuras más gloriosas, más nobles, más sugestivas y veraces de la Alemania actual, ha traído a madurez este concepto de la simpatía y ha hecho de él centro de su estética.

Un objeto que ante nosotros se presenta no es, por lo pronto, más que una solicitación múltiple a nuestra actividad: nos invita a que recorramos con nuestros ojos su silueta; a que nos percatemos de sus tonos, unos más fuertes, otros más suaves; a que palpemos su superficie. En tanto no hemos realizado estas operaciones, u otras análogas, no podemos decir que hemos percibido el objeto; éste es, pues, resultado de unas incitaciones que recibimos y de unas actividades que ponemos en obra por nuestra parte: movimientos musculares de los ojos, de las manos, etc.

Ahora bien, si el objeto es angosto y vertical,’ por ejemplo, nuestros músculos oculares verifican un esfuerzo de elevación; este esfuerzo está asociado en nuestra conciencia a otros movimientos incipientes de nuestro cuerpo, que tienden a levantarnos sobre el suelo y a las sensaciones musculares de peso, de resistencia, de gravitación. Se forma, pues, dentro de nosotros, en torno a la imagen bruta del objeto angosto y vertical, un como organismo de actividades, de relaciones vitales: sentimos como si nuestras fuerzas, que aspiran hacia arriba, vencieran la pesantez, por tanto, como si nuestro esfuerzo triunfara. Y como todo esto lo hemos ido sintiendo mientras percibíamos aquel objeto exterior, y precisamente para percibirlo, fundimos lo que en nosotros pasa con la existencia de él y proyectamos hacia fuera todo junto, compenetrado, en una única realidad. El resultado es que no ya nosotros, sino el objeto angosto y vertical nos parece dotado de energía, nos parece esforzarse por erguirse sobre la tierra, nos parece triunfar sobre las fuerzas contradictorias. Y aquello que acaso era un montón inerte de piedras, puestas las unas sobre las otras, se levanta ante nosotros como dotado de una vitalidad propia, de una energía orgánica que por ser triunfadora nos parece grata. Este es el placer estético elemental que hallamos en la contemplación de las columnas, de los obeliscos. En realidad, somos nosotros mismos quienes gozamos de nuestra actividad, de sentimos poseedores de poderes vitales triunfantes; pero lo atribuimos al objeto, volcamos sobre él nuestra emotividad interna, vivimos en él, simpatizamos.

Esta es la simpatía: «Sólo cuando existe esta simpatía —dice Lipps— son bellas las formas, y su belleza no es otra cosa que este sentirse idealmente vivir una vida libre». «Goce estético es, por tanto, goce de sí mismo objetivado».

Según esta teoría, el arte vendría a ser la fabricación de formas tales que susciten en nosotros esa vitalidad orgánica potenciada, esa expansión virtual de energías, esa liberación ilimitada e imaginaria. La consecuencia es obvia: el arte, entendido así, propenderá siempre a presentarnos las formas orgánicas vivas en toda su riqueza y libertad, el arte buscará constantemente la captación de la vida animal real, que es la que más puede favorecer esa otra vida virtual; el arte, en suma, será esencialmente naturalista.

Frente a esa teoría se presentan masas enormes de hechos artísticos. Los pueblos salvajes, las épocas de arte primitivo, ciertas razas orientales practican un arte que niega la vida orgánica, que huye de ella, que la repele. Los dibujos y ornamentos del salvaje, el estilo geométrico de los pueblos arios al comienzo de su historia, la decoración árabe y persa, china y en parte la japonesa, son otras tantas contradicciones de esa supuesta tendencia simpática que se atribuye a todo arte. Los iconoclastas caen sobre la estética de la simpatía, y al romper las imágenes de seres vivos obedeciendo a un instinto indiferenciado, a un tiempo estético y religioso, la hacen imposible.

Worringer propone que al lado de la voluntad artística que quiere las formas vivas, se abra otro registro en la estética para la voluntad artística que quiere lo no vivo, lo no orgánico e inserto en el movimiento universal, que, por el contrario, aspira a formas rígidas, sometidas a una ley de hierro, regulares y exentas de los influjos infinitos e inaprensibles de la vitalidad universal. En una palabra, frente a la simpatía propone la abstracción como motor estético.

En un dibujo geométrico el goce estético no procede de que transfiera a él los esfuerzos imprecisos, innumerables, los movimientos cambiantes de mi vida interior que fluye constantemente sin orden, sin compás, sin regla, que es un caos omnímodo, irreductible a cauce donde no damos pie, donde todo va y viene y claudica, sin nada en reposo, fijo, inequívoco. No gozo yo, pues, de mí mismo en el dibujo geométrico, sino, al contrario, me salvo del naufragio interior, olvidándome de mí en aquella realidad regulada, clara, precisa, sustraída a la mudanza y a la confusión. Me salvo en ella de la vida, de mi vida.

La voluntad simpática y la voluntad abstractiva son el carácter distintivo de dos posturas diversas que toma el hombre ante el mundo, de dos épocas, en cierto modo, de dos razas. Veamos cómo nos muestra Worringer impreso en los estilos artísticos el carácter diferencial del hombre primitivo, del hombre clásico, del hombre oriental, del hombre mediterráneo, del hombre gótico.

El Imparcial, 31 julio 1911.

IV
EL HOMBRE PRIMITIVO

La agorafobia, el terror que experimenta el neurasténico cuando tiene que atravesar una plaza vacía, nos puede servir de metáfora para comprender la postura inicial del hombre ante el mundo. Aquella fobia hace pensar en un como resurgimiento atávico, en un como resto superviviente de las formas animales primitivas que, después de larga evolución, han madurado en la forma humana. Hacen pensar en aquellos seres dotados de una vida elemental que disponían solamente del tacto para guiarse en la existencia. Los demás sentidos fueron más tarde apareciendo a modo de complicaciones y artificios sobre aquel sentido fundamental. Largas edades de aprendizaje fueron precisas para que la orientación visual alcanzara la seguridad que al animal ofrecía originariamente el tacto. Tan pronto como el hombre, dice Worringer en su primer libro «Abstracción y simpatía», se hizo bípedo, tuvo que confiarse a sus ojos y debió padecer una época de vacilación e inseguridad. El espacio visual es más abstracto, más ideal, menos cualificado que el espacio táctil. Así el neurasténico no se atreve a lanzarse en línea recta por medio de la plaza, sino que se escurre junto a las paredes, y palpándolas afirma su orientación.

Es curioso, prosigue, que en la arquitectura egipcia perdura este terror al espacio. «Por medio de las innumerables columnas, innecesarias para la función constructiva, evitaban la impresión del espacio vacío, ofreciendo a la mirada puntos de apoyo».

El hombre primitivo es, por decirlo así, el hombre táctil: aún no posee el órgano intelectual merced al cual es reducida la pavorosa confusión de los fenómenos a las leyes y relaciones fijas. El mundo es para él la absoluta confusión, el capricho omnímodo, la tremebunda presencia de lo que no se sabe qué es. La emoción radical del hombre primitivo es el espanto, el miedo a la realidad. Camina agarrándose a las paredes del universo; es decir, conducido por sus instintos. «Desconcertado, aterrorizado por la vida, busca lo inanimado, en que se halla eliminada la inquietud del devenir y donde encuentra fijeza permanente. Creación artística significa para él evitar la vida y sus caprichos, fijar intuitivamente, tras la mudanza de las cosas presentes, un más allá firme en que el cambio y la caprichosidad son superados». De aquí el estilo geométrico. Todo su afán consiste en arrancar los objetos de la conexión natural en que viven, de la infinita variabilidad caótica. Privando a lo vivo de sus formas orgánicas, lo eleva a una regularidad inorgánica superior, lo aísla del desorden y de la condicionalidad, lo hace absoluto, necesario.

La primera consecuencia técnica a que esta voluntad artística conduce es la negación de la masa, del color, del claroscuro, y el invento de algo que no hay en la realidad, que en su rigidez y precisión repele lo vital: la línea.

El arte primitivo burla la ferocidad del caos ambiente, traduciendo las formas orgánicas en formas geométricas, es decir, matando aquéllas. La obra artística, «en lugar de ser la copia de algo real, condicionado, es el símbolo de lo incondicional y necesario».

Otras consecuencias derivan de esta primera. Así el arte primitivo se mantiene en la reproducción superficial, suprime la tercera dimensión del espacio porque la forma cúbica es la que presta vitalidad a los objetos. Cuando Rodin, típico representante del naturalismo clásico, quiere formular su fe artística de una manera breve y decisiva, exclama: «La razón cúbica es la soberana de las cosas». Además de la representación superficial, caracteriza la ornamentación primitiva, la figura singular; cada cosa, aislada en sí misma, libertada de su conexión difusa con las demás. En fin, el espacio entre ellas no es jamás reproducido. Recuérdese que el arte contemporáneo nada pretende con tanto afán como reproducir el espacio neutro, que habita entre las cosas, hasta el punto de que los objetos mismos se consideran como motivos secundarios y pretextos para un ambiente.

V
EL HOMBRE CLÁSICO

El intelecto, como hábil ingeniero que por medio de diques gana al mar terreno y lo aleja, va reduciendo el desorden a orden, el caos a cosmos. Lo que llamamos Naturaleza es la porción de caos sometida a fijeza y regularidad, lo urbanizado por la ciencia. Dentro de ella resplandece la armonía y la conveniencia, todo marcha con buen compás siguiendo las normas predispuestas que el intelecto descubre.

Según Worringer, en el hombre clásico entendimiento e instinto llegan a un equilibrio; ni éste sobrepasa a aquél en sus exigencias, ni aquél responde a éste con negaciones. Las cosas exteriores aparecen tan gratamente organizadas como nuestros propios pensamientos, y entre ambos mundos, el de las ideas y el de las cosas, hay una perfecta correspondencia. Diríase que la Naturaleza es un hombre más grande y el hombre un pequeño mundo.

La postura del hombre clásico ante el universo tiene, consecuentemente, que ser de confianza. El griego racionaliza al mundo, le hace antropomorfo, semejante a sí mismo. De suerte que es un placer sumirse en la contemplación de las cosas vivas que, en su aparente mutabilidad, no hacen sino repetir ampliadas, potenciadas, las reglas mismas con que se mueven dentro de nosotros los sentimientos, los afectos, las ideas ¡Qué divina, qué humana complacencia hallarse repetido en las formas infinitas de la vitalidad universal!

Nuestro autor caracteriza, pues, al hombre clásico por el racionalismo, por la falta de sensibilidad y de interés para ese «más allá», que limita la porción del mundo acotado por nuestra razón. Dejemos a un lado toda discusión sobre si esta característica es o no acertada, y prosigamos.

Este hombre, para quien sólo este mundo existe, el mundo de lo real, que es el mundo de lo racional, sentirá dondequiera mire, la voluptuosidad de la armonía que rige las formas corporales, es decir, la belleza, la buena proporción. En la antología del monje Planudio, donde se ha almacenado todo el menudo erotismo helénico, se dice del talle de una mujer que era «armonioso y divino». Para el griego que escribió aquel meloso epigrama, lo divino, lo bello y cumplido es lo que guarda ciertas buenas proporciones. Ahora bien; lo que en nuestras matemáticas se llama proporción, se llamaba en las antiguas razón. Esta razón o regularidad de lo viviente, ese ritmo placentero de lo orgánico, esa razón que hay en la planta como en el hombre, constituye el lema del arte clásico, del arte simpático propio de un temperamento confiado, amigo y afirmador de la vida. El griego busca en la plástica ese placer causado «por el misterioso poder de la forma orgánica, en que se puede gozar del propio organismo potenciado». Con el mismo fin, el Renacimiento estudia afanosamente las formas reales, no para lograr copias, sino para aprender en ella los tesoros de armonía que su optimismo triunfante le hace sospechar desparramados por la vitalidad cósmica.

Conviene, sin embargo, subrayar que el hombre clásico no es naturalista al modo que el español. No le interesan las cosas tal y como se presentan, en su rudeza concreta, en su áspera individualidad, sino lo que de normal, jocundo y bien adobado se halle en cada objeto, en cada ser.

VI
EL HOMBRE ORIENTAL

Worringer, dejándose llevar por Schopenhauer, admite una tercera postura del hombre ante el mundo. Ya ha sido superado el terror primitivo, ya los griegos han tendido sobre los fenómenos naturales sus retículas científicas; ya el conocimiento ha puesto como un ordnen en la originaria confusión. El hombre oriental, empero, no es tan fácil de contentar como el griego o el italiano: acepta la labor urbanizadora del intelecto, reconoce que hay como ritmos y como leyes, según los cuales se verifican las transformaciones naturales; pero su instinto es más profundo, supera y trasciende la razón, y al través de ese velo bien urdido de la lógica y de la física palpa una ultrarealidad de quien las cosas presentes son como vagos ensueños y apariencias. Según él, lo que el hombre clásico llamaba Naturaleza es sólo el velo de Maia prendido sobre una incognoscible realidad trasmundana.

Y esto le lleva a una emoción de desdén y despego hacia la vitalidad aparente, análoga a la que experimenta el cristiano. El arte oriental es, como el primitivo, abstracto, geométrico, irreal, trascendente; pero no oriundo como aquél del miedo, sino de extrema sutileza mental.

Worringer prepara de esta manera su defensa del misticismo gótico. Porque eso es misticismo: suponer que podemos aproximarnos a la verdad por medios más perfectos que el conocimiento.

Mas, aparte de esa insoportable metafísica schopenhaueriana exenta de claridad y de interés, hay en las ideas de Worringer no pocas dificultades. Una de ellas será preciso mentar, porque nos atañe muy de cerca a los españoles.

La teoría de nuestro autor exige que el arte haya comenzado históricamente con el estilo abstracto y geométrico. Mas he aquí que las pinturas descubiertas en Dordogne, La Madelaine, Thüngen y más recientemente en Kom-el-Ajmar (Egipto) y en la cueva de Altamira (Santander), vienen a esa teoría como pedrada en ojo de boticario. Los artistas españoles que hace tres mil años cubrieron las paredes de una caverna con figuras de bisontes —propiamente urus o toros de Europa— aspiran a abrir la historia del arte. Y el caso es que su obra rezuma al través de los milenios un realismo agresivo y vencedor. Los toros magníficos, de hinchada cerviz y testuz crinada, aquellos soberbios cuadrúpedos cuya vista maravilló a César cuando entró en Aquitania, y de que hoy subsisten sólo unos cuantos centenares recluidos en dos fincas del zar ruso, perviven inmortalizados por manos certeras, guiados por corazones amantes desaforados de lo real en el fresco prehistórico de Altamira. Goya, en sus dibujos tauromáquicos, es un mísero discípulo de aquellos iberos pintores. ¡Eso no es arte! —prorrumpe Worringer—, eso es instinto de imitación. Los pintores de Altamira no hacen cosa distinta de lo que hoy siguen haciendo los negros de África.

Worringer, que tan buenas intenciones mostraba de corregir la estrechez de ánimo de los profesores alemanes que quieren reducir el arte al módulo greco-latino, peca en este caso del mismo vicio. Esos restos de un arte mediterráneo prehistórico no son manifestaciones del imitativismo infantil: una poderosa voluntad artística se revela en aquellas enérgicas líneas y manchas; más todavía, una postura genuina ante el mundo, una metafísica que no es la abstractiva del indoeuropeo, ni el naturalismo racionalista clásico, ni el misticismo oriental.

VII
EL HOMBRE MEDITERRÁNEO

Yo llamo este fondo último de nuestra alma mediterranismo, y solicito para el hombre mediterráneo, cuyo representante más puro es el español, un puesto en la galería de los tipos culturales. El hombre español se caracteriza por su antipatía hacia todo lo trascendente; es un materialista extremo. Las cosas, las hermanas cosas, en su rudeza material, en su individualidad, en su miseria y sordidez, no quintaesenciadas y traducidas y estilizadas, no como símbolo de valores superiores…, eso ama el hombre español. Cuando Murillo pinta junto a la Sagrada Familia un puchero, diríase que prefiere la grosera realidad de éste a toda la corte celestial; sin espiritualizarlo lo mete en el cielo con su olor mezquino de olla recalentada y grasienta.

¿No puede afirmarse que bajo los influjos superficiales, aunque incesantes, de razas más imaginativas o más inteligentes, hay en nuestro arte una corriente de subsuelo que busca siempre lo trivial, lo intrascendente?

Este arte quiere salvar las cosas en cuanto cosas, en cuanto materia individualizada. Así, hace poco, en un rapto bellísimo de brutal materialismo, el rector de la Universidad de Salamanca componía unos versos declarando su inequívoca decisión de no salvarse si no se salva su perro, si no le acompaña el empíreo y corre con él de nube en nube lamiéndole la mano de su alma, ¡Amor a lo trivial, a lo vulgar! Alcántara llama al arte español «vulgarismo». ¡Cuán exacto! Lo mejor que ha traído la literatura española en los últimos diez años ha sido los ensayos de salvación de los casinos triviales de los pueblos, de las viejas inútiles, de los provincianos anónimos, de los zaguanes, de las posadas, de los caminos polvorientos —que compuso un admirable escritor, desaparecido hace cuatro años, y que se firmaba con el pseudónimo Azorín.

La emoción española ante el mundo no es miedo, ni es jocunda admiración, ni es Fugitivo desdén que se aparta de lo real, es de agresión y desafío hacia todo lo supra-sensible y afirmación malgré tout de las cosas pequeñas, momentáneas, míseras, desconsideradas, insignificantes, groseras. No; no es casual que la primera obra poética importante de un español, la Farsalia de Lucano, cantara un Vencido. Y aunque Cervantes es más que español, hay en su libro una atmósfera de trivialismo empedernido que nos hace pensar si el poeta se sirve de Don Quijote, del bueno y amoroso Don Quijote, que es un ardor y una llamarada infinita, como de un fondo refulgente sobre el cual se salve el grosero Sancho, el necio cura, el fanfarrón barbero, la puerca Maritornes y hasta el Caballero del Verde Gabán, que ni siquiera es grosero, ni sucio, ni pobre; que vive inmortalmente por haber poseído lo menos que cabe poseer: un gabán verde.

¿Cabe más trivialismo? Sí; aún cabe más. Recordad que Diego Velázquez de Silva, obligado a pintar reyes y Papas y héroes, no pudo vencer la voluntad artística que la raza puso en sus venas, y va y pinta el aire, el hermano aire, que anda por dondequiera sin que nadie se fije en él, última y suprema insignificancia.

El Imparcial ,13 agosto 1911.

VIII
EL HOMBRE GÓTICO

Con objeto de no alargar indefinidamente estas notas, dejo a un lado todas las cuestiones que sugiere ese tipo de hombre amante acérrimo de las cosas sensibles, enemigo de todo lo trascendente a la materia, incluso de la razón, que sirvió al griego de mediadora con el mundo. Baste indicar que ese por mí llamado hombre mediterráneo, y especialmente español, es el polo opuesto del artista abstractivo y geométrico. El término medio es el hombre clásico que busca la regularidad como éste; pero la busca en las cosas de la tierra, como aquél.

La historia del arte señala con plena claridad el momento en que esas dos corrientes elementales —el estilo geométrico, que viene con los dorios del Norte, y el estilo vitalista, de incontinente simpatía hacia lo real, que llega del Sur— se dan la batalla, y, sin vencidos ni vencedores, se funden en una divina tregua ejemplar, que es el clasicismo griego. Primero es el estilo de Mykena y el estilo de Dipylon quienes combaten; luego, el dórico y el jónico.

Sin embargo, aquella fusión es pasajera, como todo lo razonable que suele durar poco. Tras de Grecia y de Roma vienen pueblos dentro de bosques incultos, tropeles humanos que conservan no domada su originalidad espiritual. Son los germanos, que, según Worringer, constituyen la conditio sine qua non del arte gótico. No se piense, pues, cuando de goticismo hablemos, en los alemanes actuales. Recuérdese que aquellos germanos cayeron sobre los imperios mediterráneos y, haciendo que su sangre corriera por dentro de las venas grecolatinas, perviven en nosotros los españoles, franceses e italianos. Los germanos no poseían originariamente más arte que la ornamentación. «No hay en ésta —dice Haupt— representación alguna de lo natural, ni del hombre, ni del animal, ni de la planta. Todo se ha convertido en un adorno superficial, sin que intente jamás la imitación de cosa alguna presente ante los ojos». En las épocas más antiguas no se distingue del estilo geométrico primitivo «que hemos llamado bien mostrenco» de todos los pueblos arios. Poco a poco, no obstante, se va desenvolviendo sobre la base de esta gramática lineal aria, un peculiar idioma de líneas que claramente se caracteriza como el idioma propiamente germánico. Este nuevo arte es la ornamentación de lazos. Lamprecht, el famoso autor de la «Historia de Alemania» lo describe así: «El carácter de esta ornamentación está determinado por la penetración y complicación de unos pocos motivos simplicísimos. Primero es sólo el punto, la línea, el lazo; luego, ya la ojiva, el círculo, la espiral, el zigzag, y un adorno en forma de S. En verdad, no es un tesoro de motivos. Pero ¡qué diversidad no se logra en su aplicación! Unas veces corren paralelamente, otras entre paréntesis, otras en enrejado, otras anudados, otras entretejidos en confusa complicación. Así resultan fantasías inextricables, cuyos enigmas hacen cavilar, que en su fluencia parecen evitarse y buscarse, cuyos elementos, dotados, por decirlo así, de sensibilidad, poseídos de un movimiento apasionadamente vital, sujetan la mirada y la atención».

En este producto primero y rudo se revela, con plena energía, la peculiaridad del alma gótica, que andando el tiempo va a poblar el mundo de enormes y sabios monumentos. El mérito principal del libro de Worringer consiste en la definición de esa voluntad gótica; copiemos:

«Se nos presenta aquí una fantasía lineal cuyo carácter tenemos que analizar. Como en la ornamentación del hombre primitivo, en la germánica es portadora de la voluntad artística la línea geométrica, abstracta, incapaz por sí misma de expresión orgánica. Pero al tiempo que inexpresiva, en sentido orgánico, muestra ahora la vivacidad extrema. Las palabras de Lamprecht señalan explícitamente en aquella maraña lineal una impresión de vida y movilidad apasionadas; una inquietud que va sin descanso buscando algo. Ahora bien; como la línea por sí misma carece de todo matiz orgánico, esa expresión de vida tiene que ser la expresión de algo diferente de la vida orgánica. Tratemos de comprender en su peculiaridad esa expresión superorgánica.

»Nos hallamos con que la ornamentación del Norte, a pesar de su carácter lineal abstracto, produce una impresión de vitalidad que nuestro sentimiento de la vida, ligado a la simpatía hacia lo real, suele hallar inmediatamente sólo en el mundo de lo orgánico. Parece, pues, que esta ornamentación es una síntesis de ambas tendencias artísticas. Sin embargo, más bien que síntesis, parece, por otra parte, un fenómeno híbrido. No se trata de una compenetración armónica de dos tendencias opuestas, sino de una mezcla impura y en cierto modo enojosa de las mismas, que intenta aplicar a un mundo abstracto y extraño nuestra simpatía naturalmente inclinada al ritmo orgánico real. Nuestro sentimiento vital se arredra ante esa furia expresiva; mas cuando, al cabo, obedeciendo a la presión, deja fluir sus fuerzas por aquellas líneas en sí mismas muertas, siéntese arrebatado de una manera incomparable e inducido como a una borrachera de movimiento que deja muy lejos tras de sí todas las posibilidades del movimiento orgánico. La pasión de movimiento que existe en esta geometría vitalizada —preludio a la matemática vitalizada de la arquitectura gótica— violenta nuestro ánimo y le obliga a un esfuerzo antinatural. Una vez rotos los límites naturales de la movilidad orgánica, no hay detención posible: la línea se quiebra de nuevo, de nuevo es impedida en su tendencia a un movimiento natural; nueva violencia la aparta de una conclusión tranquila y le impone nuevas complicaciones; de suerte que, potenciada por todos estos obstáculos, rinde el máximum de fuerza expresiva hasta que, privada de todo posible aquietamiento normal, acaba en locas convulsiones, o termina súbitamente en el vacío, o vuelve sin sentido sobre sí misma. En suma: la línea del Norte no vive de una impresión que nosotros de grado le otorgamos, sino que parece tener una expresión propia más fuerte que nuestra vida».

Worringer pone un ejemplo para fijar con perfecta claridad esa nota diferencial del gótico frente al arte clásico. Si tomamos un lápiz —dice— y dejamos a nuestra mano que trace líneas a su sabor, nuestro sentimiento íntimo acompaña involuntariamente los movimientos de los músculos manuales. Hallamos una cierta emoción de placer en ver cómo las líneas van naciendo de ese juego espontáneo de nuestra articulación. El movimiento que realizamos es fácil, grato, sin trabas, y una vez comenzado," cada impulso se prolonga sin esfuerzo. En este caso percibimos en la línea la expresión de una belleza orgánica precisamente porque la dirección de la línea correspondía a nuestros sentimientos orgánicos, y cuando hallamos aquella línea en alguna otra figura o dibujo, experimentamos lo mismo que si la hubiésemos trazado nosotros. Pero si bajo el poder de un profundo movimiento afectivo tomamos el lápiz, presos de la ira o del entusiasmo, en lugar de dejar a la mano ir sobre el papel, según su espontaneidad, y trazar bellas líneas curvas orgánicamente temperadas, la obligamos a dibujar figuras rígidas, angulosas, interrumpidas, zigzagueantes. «No es, pues, nuestra articulación quien espontáneamente crea las líneas, sino nuestra enérgica voluntad de agresión quien imperiosamente prescribe a la mano el movimiento». Cada impulso dado no llega a desarrollarse según su natural propensión, sino que es al plinto corregido por otro y por otro indefinidamente. «De modo que al hacernos cargo de aquella línea excitada, percibimos involuntariamente también el proceso de su origen, y en vez de experimentar un sentimiento de agrado, nos parece como si una voluntad imperiosa y extraña pasara sobre nosotros. Cada vez que la línea se quiebra, cada vez que cambia de dirección, sentimos que las fuerzas, interceptada su natural corriente, se represan, y que tras este momento de represión saltan en otra dirección con furia acrecida por el obstáculo. Y cuantas más sean las interrupciones, cuantos más numerosos los obstáculos que hallan en el camino, tanto más poderosas son las rompientes en cada recodo, tanto más furiosas las avalanchas en la nueva dirección; con otras palabras, tanto más potente y arrebatadora es la expresión de la línea».

Ahora bien; como en el primer caso la línea expresaba la voluntad fisiológica de nuestra mano, en el segundo expresa una voluntad puramente espiritual, afectiva e ideológica a la vez, contradictoria de cuanto place a nuestro organismo. Amplíese este caso individual a estado de alma colectiva, a efectividad de todo un pueblo, y se tendrá la voluntad gótica y el carácter del estilo que la expresa. Worringer formula así aquélla: deseo de perderse en una movilidad potenciada antinaturalmente; una movilidad suprasensible y espiritual, merced a la cual nuestro ánimo se liberte del sentimiento de la sujeción a lo real; en suma, lo que luego, «en el ardiente excelsior de las catedrales góticas, ha de aparecemos como trascendentalismo petrificado».

De aquí se derivan todas las cualidades particulares de este arte patético y excesivo, que huye de la materia tanto cuanto el trivialismo español la busca.

Como en la plástica —ese arte naturalista-racional, clásico por excelencia— llega a su adecuada expresión la voluntad formal de los griegos, y en la pintura de Rafael, la del Renacimiento, la voluntad gótica vive eminentemente en la ornamentación y la arquitectura: dos medios abstractos, inorgánicos.

No podemos seguir a Worringer en su delicado análisis de las formas góticas elementales, comparadas con las clásicas. Requeriría mucho espacio, y harto es el ya empleado, si se tienen en cuenta las condiciones de un periódico diario. Y, sin embargo, nada tan sugestivo y plausible como las fórmulas que va encontrando Worringer al recorrer los diversos problemas de la historia del arte gótico: «desgeometrización de la línea, desmaterialización de la piedra». «La expresión del soportar, del llevar, propia a la columna clásica, la expresión de la dinamicidad y del movimiento propio al sistema de aguas y arbotantes». Carácter multiplicativo del gótico, en oposición al carácter adictivo del edificio griego. «La repetición en el gótico y la simetría en el clásico». «La melodía infinita de la línea gótica», etcétera, etc.

Yo espero que algún editor facilite la lectura de este libro bellísimo a los aficionados españoles: ninguno mejor como manual e introducción a la «sublime historia medieval».

El Imparcial, 14 agosto 1911.