«EL ROSTRO MARAVILLADO»

LA villégiature se lleva a los ciudadanos de las ciudades y los deja en lugares rientes donde el estío abre el arca de sus secretos. ¡Pobres habitantes de estas urbes opresoras, siniestramente mudas, que son para el alma como gigantescos plomos venecianos! Los misérrimos urbícolas encuentran al llegar al campo, a un campo lejano e ingenuo, desde donde no se oye el resoplido de la ciudad, con tantas cosas nuevas… Por ejemplo: una noche estrellada; esta grande alma de una noche limpia es un descubrimiento, un hallazgo desconcertante para quien vive diez meses prisionero en Madrid. Madrid no tiene noches ni estrellas y es en las horas nocturnas círculo trágico, como los dantescos, en que han cesado casualmente los quejidos de los eternos espíritus dolientes. No se mira en ellas al cielo: se echa a andar por las calles que con las torvas luces de los faroles parecen rodearnos de odio. En la sombra de un recodo se entrevé, acaso, la disputa de una pareja. La mujer desarrapada sacude nerviosamente unos brazos largos y escuálidos, como sarmientos. El hombre calla resignado e inmóvil; entre ellos, se supone, vibra algún drama horrible y sucio. Todas estas cosas son opacas a las sutiles influencias de la naturaleza: por eso se las llama prosaicas.

En el campo las noches tienen poder supremo, voces que halagan y estrellas engañadoras que parpadean como si hablaran con nosotros: las campiñas tiemblan de placer bajo la mano del vientecillo; las plantas se van muriendo con sus colores que se disipan y la luna se alza con suma delectación sobre ese abandono universal como un alto y plenario perdón por todo lo que está aconteciendo en la tierra.

Las vírgenes prudentes que han abandonado sus moradas seguras de la ciudad, deben precaverse no las sobrecoja el diablo del estío que corre por los campos al venir la noche y realiza mil picardías en los sótanos de las almas. Tened cuidado porque hay emboscadas de incitaciones en el aire y llegan caricias peligrosas en cada esquila que suene, en cada hoja que se estremece.

Y como las noches, las tardes y las mañanas son temibles en las huertas y en los jardines. Recordad a Justina la Santa, en «El Mágico Prodigioso», que siente una sublime quemazón interior contemplando los pámpanos retorcidos de las vides.

Todo conspira a quebrar el vidrio de serenidad en que tenemos prisionero el sentimentalismo, nosotros, hombres y mujeres ciudadanos; muchos deseos nuevos se desperezan en los corazones de las muchachas y nosotros mismos nos sorprendemos más niños y más exigentes.

He observado que yendo de la ciudad al campo, se gana en sinceridad, sobre todo las mujeres.

Ellas escuchan entonces las palabras que les dicen las cosas, y por encima de los remilgos de la educación y de las costumbres urbanas, van dejando aparecer las inquietudes, los ahogos, los tímidos clamores que llevan congelados en su pecho.

Si en España fuera la vida menos parduzca, menos severa y dolorosa, más sincera y ágil, en una palabra, más vida, veríamos los semblantes femeninos en estos días y estas noches exuberantes moverse de aquí para allá sobre los campos y las playas de veraneo con los ojos muy abiertos esparciendo sedientas miradas, con las bocas frescas hablando sensibleros enigmas, con las orejitas pidiendo oírte todo, temblando al menor ruido como las de las corzas que hay en la Casa de Campo.

Ayer, leyendo un nuevo libro francés, he pensado que en España no se podrá hacer vida noble e intensa mientras las mujeres españolas no tengan el valor de ir por todas partes con el «rostro maravillado».

* * *

Así se titula el libro: «El rostro maravillado». Su autor es la condesa Mathieu de Noailles. Sólo sé de ella cuatro noticias, y no es poco: que es mujer, que es joven, que es guapa y que es griega.

Actualmente, las mujeres van ganando en Francia a los hombres los primeros puestos como escritores; la razón es muy sencilla. En Francia, los varones tienen roído el espíritu por la decadencia: son casi todos neurasténicos, excesivamente complicados, y sus ánimos padecen una prolongada tensión dolorosa. ¿Cómo han de ser creadores? Además, el criticismo se ha apoderado de sus cerebros, y va descomponiendo sus pensamientos al tiempo que nacen, y analizando sus sensaciones, y rompiendo sus placeres, y disgustándolos de sí mismos. ¿Cómo han de ser creadores?

En cambio, las mujeres, en ésta como en otras edades de decadencia, se han conservado sanas: han recogido la herencia de civilización y cultura que pesa sobre los hombres, ominosa, cruelmente, y sólo han tomado de ella una visión libérrima, helénica de la vida y los instrumentos artísticos más perfeccionados. En su cabeza, que por dentro debe ser de nácar, o algo así, irisado, luminoso, exquisito, pero duro, por fortuna no ha podido anidar el ave oscura del criticismo ni ahincarse el termita del autoanálisis. ¿Cómo no han de ser creadoras? Sus obras no serán eternas, no se construirán en bronce o en materia más perenne que el bronce, pero son las únicas en que, a través de una forma modernísima, acicalada, preciosista si se quiere, se hallan voces sinceras, alguna que otra lágrima, algún que otro grito, pedazos jugosos de vida aceptados en bloque, sin discusión ni sequedades.

Así es el libro de la condesa Mathieu de Noailles: después de leerlo nos queda la impresión de que hemos bebido una copa de leche blanquísima y burbujeante. Las frases se yerguen de sobre las páginas grácilmente, con la sencillez de las visiones primitivas, como las imágenes de Homero y de la Biblia, como espigas, como palomas, como columnistas de humo, como chorros de fuente.

El espíritu de esta mujer griega debe de ser valeroso, decidido, y tan hambriento de vivir que abre los brazos a la vida que llega, sin reservas, sin suspicacias, sin preguntarla si es buena o mala: se acercan a su alma las emociones, plácidas unas, otras repletas de sufrimientos, otras cargadas con fortunas de goces, y todas la encuentran agradecida, fácil y con el «rostro maravillado» de sorpresa y de gratitud. «Vivid —dice—, mi bien amado, que la vida os rodee, os bañe, os acaricie, que brille en vuestra aima y sobre vuestros cabellos, que esté en derredor de vuestras manos y encima de vuestra cabeza…»

Vivir, para ella, es sentir tal lujo de su propia vida que la pone entera sobre un momento, como aquellos gloriosos perdidos, de almas bien templadas, ponían toda su hacienda a una carta.

Y ese anhelo de vivir es tan ennoblecedor que eleva a las almas que lo sienten sobre sí mismas hacia todas las cosas mejores, delicadas y augustas, como el agua se apoya sobre sí misma y saca de sí misma esfuerzo para ascender hacia el cielo en los surtidores victoriosos de los jardines. Hay dolor en el esfuerzo, supone gran tensión en el alma, pero luego sobreviene un desfallecimiento delicioso y el agua cae dispersa en gotas alegres, habiendo sonreído al sol.

El libro de que hablo va delineando en sus páginas una figura de mujer mística a un tiempo y brava que irradia el regocijo.

Parece su corazón hecho de plata: siempre resuena jovialmente. Por el convento donde ella habita pasa octubre encorvado, con sus odres de melancolía a la espalda y haciendo que «sobre el techo la veleta se lamente como un pequeño búho». Y entonces es cuando piensa:

«Hay momentos en que tanta alegría reposa en derredor, sobre todas las cosas, que me detengo y las escucho.

»Los armarios en el convento dicen:

»Estoy lleno de ropa blanca y de tomillo y también estoy aquí para que amontonéis silencio y felicidad…»

«Los pozos del jardín dicen: “Estoy aquí redondo y profundo, para acoger felicidad…”

»Las puertecillas que chirrían y están recién barnizadas y la blanca escalera y las ventanas color de rocío y la clemátida, piensan: «Estamos nosotros aquí para que la paz circule, vaya y venga, suba y baje…» Y parece que hasta el menor clavo de la casa rebrilla al sol y dice: «Heme aquí para colgar felicidad, felicidad…»

¿Cuándo sentirá amargura esta mujer que arranca sonrisas de cuanto la rodea? Tal vez nunca: es invencible porque tiene el secreto de abrevar las angustias de su cuerpo en el torrente de su alma, nunca harta de existir y de soñar.

Ahora que hay tantas mujeres ciudadanas por las campiñas y por las playas; ahora que pueden algunos instantes permanecer arrebujadas en la soledad y en el silencio, deberían cultivar sus ensueños como flores de salvación, y al llegar el otoño y con el otoño el retornar, dejarlos caer sobre los rincones de sus hogares entre los pliegues de las cortinas y esparcirlos por las mesas y junto a los lechos.

Isabel de Baviera exclamaba: «Nuestras casas deben ser tales que no puedan destruir las ilusiones que de fuera llevamos a ellas».

Sé que muchos hombres sienten un frío de desolación al entrar en sus hogares porque allí escuchan con más claridad que en otras partes el ruido torpe, mohoso, chabacano, que hace la vida al girar sobre sus goznes.

Por eso ahora, mujeres, debéis cosechar los haces de anhelos en una existencia más libre, más alta, más intensa que el estío de los campos y las playas arrastrará por vuestras almas, turbándolas, como el viento riza un agua dormida. Desgranad bajo las estrellas cuentos prodigiosos, sin miedo, sin hipocresías, con decisión de conquistadores. Una tilde de imprudencia sazona la vida.

En España somos prudentes con exceso, y así tan tristemente nos va y así nos pastorea D. Joseph Prudhomme. El cual, volviendo su ancha faz paniega al cielo de la noche, sólo piensa que las estrellas se parecen mucho a las condecoraciones.

El Imparcial, 25 julio 1904.