EL POETA DEL MISTERIO
SI se ha de ir a escuchar y a ver un drama de Maeterlinck con el mismo estado de alma que llevamos de ordinario al teatro, más vale quedarse en casa: las palabras de esos personajes pasarían escurriendo sobre nosotros, marmorizados, endurecidos por los choques groseros de la vida. Es preciso prepararse para oír «Joycelle», «Aglavaine et Selysette» y «La intrusa», recoger el espíritu disperso y debilitado, colocarse más allá de la vida momentánea: acaso cierto refinado gustador de las bellezas leería antes algunos capítulos de Santa Teresa, Novalis, Taulero o Ruysbrocho, algunas de esas páginas que hacen vibrar el cerebro y nos recluyen dentro de nosotros mismos.
Vamos a visitar un mundo desconocido, del cual, en ocasiones, hemos logrado atisbos; en los momentos de angustia o de alegría ingente, cuando los nervios aguzan su sensibilidad y percibiríamos el ruido de una hoja que cae de un árbol a gran distancia de nosotros.
La ciencia moderna habla de telepatía, de sugestión, de fluido simpático, de fakirismo, de fenómenos histéricos… Todos esos son nombres desgarbados de fuerzas y de acciones extrañas que, a lo mejor, se muestran en la vida rodeadas de la incomprensibilidad del milagro. Hay quien las llama algunas veces «corazonadas». Vamos por la calle y súbitamente se encarama entre nuestros pensamientos el recuerdo de alguien a quien no hemos visto hace mucho y cuya existencia no nos preocupó jamás. ¿Por qué ese salto inmotivado de un recuerdo? Seguimos andando y a los pocos pasos nos detenemos: ese «alguien» ha aparecido frente a nosotros, al volver una esquina. ¿Quién no se ha dicho en alguna ocasión: «Hoy me va a ocurrir algo triste? ¿Qué? No sé qué ni de dónde vendrá, pero algo triste me amenaza».
A veces nos hallamos inquietos, con exceso de clarividencia y una agudeza de la fantasía que es como pesadilla a ojos abiertos de formas absolutamente inconcretas; sentimos excitaciones que responden a choques de nuestra alma con los «cuerpos» de las ideas más vagas, de manera muy semejante a las excitaciones físicas: hay en nuestro espíritu turbación inmotivada, ansiedad, que es como la espera de «algo» grande que va a llegar, que ya llega, que se acerca trepidando… «Algo, algo»: es la única palabra para decir esta cosa ignota e indeterminada que flota sobre nosotros, porque es la única palabra que afirma existencia, sin marcar límites, sin poner un nombre.
Mil cosas pasan en nuestro derredor que no acertamos a explicar: nos envuelve lo desconocido. Podrá la agitación y el ruido de la vida cotidiana acallar esas voces indistintas que nos llegan no se sabe de dónde, porque en esa existencia atropellada y resonante hasta nos olvidamos de nosotros mismos y no oímos nuestras más íntimas ideaciones; pero en cuanto nos quedamos solos se erguirá a nuestro lado el «misterio», como un compañero sombrío, mudo, que ignoramos de dónde viene y hace camino con nosotros. Aunque cultivemos el escepticismo más perfecto, aunque empapemos los sentidos en todos los placeres, aunque cerremos a fuerza de razonamiento las ventanas de nuestro interior, el «misterio» nos acosará, nos atormentará, murmurará en derredor como un enjambre de abejas invisibles, y en el paroxismo del sufrimiento o del gocé notaremos una llamada, una sugestión que nos da una noticia, que nos recuerda, que nos previene que va a pasar algo.
¿Quién podrá negar la existencia de ese misterio que va dentro de nosotros, a nuestro lado? Mérimée, tal vez el hombre más frío, más pausado, menos propenso por su alma rígida y su materialismo a admitir este más allá de la conciencia, si bien sonriendo, pregunta: «¿Qué demonio de lengua se habla en sueños cuando se habla una lengua que no entiende uno?» Existen provincias de misterio en nuestra alma y en nuestro derredor, que apenas advertimos, semejantes a tapices maravillosos de los que sólo podemos ver el revés de grotesca hilaza.
Y es que existe una vida que está bajo la conciencia: en ese oscuro recinto inexplorable alientan instintos que no conocemos; allí llegan sensaciones de que no nos damos cuenta: en él se realiza todo género de operaciones fisiológicas y psíquicas de las que únicamente percibimos los resultados. Tratamos de hallar la solución de un problema y vanamente torturamos el entendimiento: desesperanzados abandonamos el trabajo y divertimos la imaginación. Cuando menos podríamos suponerlo, la luz se hace y el problema se halla resuelto. ¿Puede tener otra explicación esto, que admitir la existencia de una labor análoga a la intelectual, a la consciente, verificándose callada, bajo la conciencia?
Esta es la teoría de Maeterlinck. «Cuando tenemos algo que decirnos realmente importante, nos hallamos obligados a callarnos». La palabra sólo puede expresar cosas limitadas, conocidas, es decir, muy poco interesantes. Nuestros más hondos sentimientos y deseos, nuestras más admirables concepciones al ser dichas con vocablos pierden toda su sinceridad, su fuerza y su verdad. ¡Por qué otro camino Maeterlinck confirma la frase maligna de Harel! «La palabra ha sido dada al hombre para ocultar sus pensamientos».
En los dramas de Maeterlinck —excepción hecha de «Monna Vanna», que nos pertenece a la manera genuina del autor belga— los personajes salmodian frases cadenciosas, tenues y sencillas hasta parecer infantiles: lo que estas frases dicen no tiene importancia: son esbozos de ideas, razonamientos vagos expresados en forma primitiva. Las visiones magníficas están al margen. Cada palabra es una sugestión, cada diálogo es una llave de oro que abre el jardín de los sueños, el reino del misterio ante nuestros ojos medrosos.
«Hablemos —dice Aglavina— como seres humanos, como pobres seres humanos que hablan como pueden, con sus manos, con sus ojos, con sus almas, cuando quieren decir cosas más reales que las que las palabras pueden alcanzar…» Esas cosas que están más allá de la palabra y acaso más allá del pensamiento, esos vagos instintos inexpresables, esas suposiciones imprecisas de que está acaeciendo en derredor nuestro algo que no conocemos, que en vano intentaríamos conocer, esas esperas de advenimientos misteriosos, todas esas fuerzas, en fin, que echan sus sombras por encima de nuestras vidas, permaneciendo ellas ocultas, con la materia de los dramas de Maeterlinck. El amor, el dolor, el misterio, la muerte, el porvenir, la fatalidad, mueven directamente sus figuras, y a veces, como en «La intrusa», cruzan la escena, oprimen una puerta y van dejando a su paso mudos los seres. Poco tienen que hacer aquí el oído y las pupilas; para adormecerlos, este teatro les ofrece formas armoniosas y blancas, charlas de ritmo soñoliento. Esta vida, que no se realiza en el tiempo ni en el espacio, no es percibida por los sentidos: las entrañas, los músculos y sobre todo los nervios, son quienes la entienden y reciben. Por eso puede hablarse de los dramas de Maeterlinck como de obras musicales. El portador estético de la impresión ha sido, como en la música, reducido a la menor cantidad de materia. «Delante de la música estoy como un desollado vivo» —exclamaba Maupassant—. Malena, Aglavina, Selyseta, Meleandro, Isalina, Tuitágiles… Estos son los nombres de los personajes: nombres sonoros, aéreos, sin patria ni edad, que, a lo sumo, traen una débil recordación de héroes caballerescos del ciclo carolingio o del rey Artús. Bajo esos nombres hablan, gimen y se besan, hombres, mujeres y niños de almas primitivas, criaturas simplificadas que tienen el espíritu a flor der piel y vibran al ser rozados por las alas milagrosas del placer, del dolor, de la fatalidad. Para darnos a conocer a Aglavina, nos dice sólo Meleandro que es «uno de esos seres que saben reunir las almas en su origen y cuando se habla con ella no siente uno nada entre sí y lo que es la verdad». Si dos de estas criaturas hablan, fuerzas invisibles saturan sus palabras ingenuas de profecías, de amenazas, de oráculos. Maeterlinck, intentando la expresión de esas fuerzas primarias, latentes en la materia, ha tenido que ir a buscar su procedimiento artístico en la poesía más antigua, en los eddas tremendos de los sajones y, principalmente, en el teatro indio, en esa raza abuela, cuya «vieja alma se ha aproximado a la superficie de la vida mejor que ninguna otra».
Si tuviera espacio trataría de mostrar cuánto hay de español en este misticismo de Maeterlinck. El escritor belga es nieto de los ardientes españoles que compusieron «Las moradas», «La cuna y la sepultura» y «Tratados de amor divino». Al entrar en los Países Bajos dejamos caer sobre las amplias carnes blancas de los flamencos la melancolía de nuestro misticismo, que es el poso íntimo del alma española. Cuando en la lucha por la vida era éste una fuerza, fuimos los primeros; cuando fue inútil, nos paramos; cuando ha sido perjudicial, nos hemos dormido, sin lograr arrancarlo de nosotros.
Los místicos han estado durante todos los tiempos de pie en la frontera de lo desconocido: han sido los vigías de la humanidad que, izados en el ensueño o en el éxtasis, dan las voces de alerta al divisar las brumas rosadas que anuncian costa. Los sabios, con toda su impedimenta y sus andares de camellos cansados, llegan a las tierras prometidas siglos más tarde que los videntes. Y esto es una amarga burla del hado, porque sabio podrá serlo quien quiera, y vidente sólo el que lo sea desde la eternidad. Todas esas campiñas florecidas bajo nuestra conciencia que hoy, con maravilla nuestra, columbramos vagamente, las ha visto de seguro desde su asiento de clavos un buen mahatma indio que vivió hace diez siglos o una virgen asceta que hace seis centurias hallara en una región más alta, más noble y más limpia, todos los placeres de la carne intensificados; los místicos creen que fuerzas supremas juegan con nosotros y nos mueven. ¿Quién podrá sinceramente negar la existencia de estos poderes fatales? «Nuestra ilusión del libre albedrío —según Spinoza— no es más que nuestra ignorancia de las causas que nos hacen obrar».
Esto debió pensarlo Spinoza, ese hombre tan bueno y tranquilo, cierto día en que sintiendo como si los vidrios que estaba puliendo huyeran de sus manos, alzó los ojos involuntariamente y vio cruzar el patio de la casa a Clara María, aquella muchacha fea, angelical, amor de sus días.
Algunas de estas consideraciones podrían dar a nuestras almas el tono de las creaciones de Maeterlinck. Con esta preparación se gustarán sus bellísimos diálogos, abiertos como claraboyas sobre lo desconocido. Pero una vez satisfecha esa curiosidad estética, conviene olvidarse de todos esos misterios, de todas esas vaguedades, sugestiones y formas imprecisas, conviene guardarse, en fin, de lo que un pobre loco de Sils María llamaba «alucinaciones de Tras-Mundo».
El Imparcial, 14 marzo 1904.