NUEVO LIBRO DE AZORÍN
UNO de los libros mejores que yo he leído en castellano es este que Azorín publica llamándole Lecturas españolas. El volumen se presenta con un talle tan elegante, tan sobrio, que antes de comenzar a leerlo se siente uno invitado al recogimiento. Conforme vamos leyendo advertimos que el autor no emplea expresiones excesivas, frases gruesas y contundentes para dar patencia a su intención. Esto me parece tan grato como ejemplar. En la hora de ahora mueven las plumas gentes mejor dotadas de fuerza física que de inspiración. Todo se dice a garrotazos y se corta de los fresnos de la literatura. Ahora bien, las cosas son difíciles, las cosas son fugaces y no se dejan tratar con turbulencia, ni a grandes voces ante la muchedumbre triunfante, la de arriba, la de los ricos o simplemente soberbios, la que ocupa los altos oficios de la vida nacional, la que cree saber y no sabe en política, en ciencia, en arte.
Es probable que este libro de Azorín no sea muy leído porque Azorín quiere aprisionar con dedos cuidadosos y someros de ademán, los pensamientos y las emociones como si fueran mariposas que no es bueno pierdan el polvillo irisado en sus alas levemente prendido.
En este libro resucita Azorín de sus cenizas parlamentarias y fluye por todo él como un severo arrepentimiento. Ha llevado el poeta cuatro años dé mala vida. No porque fuera conservador en política. Conservador es, por lo pronto, una palabra. Todos somos conservadores en el momento que alguien tenga la voluntad de llamarnos así. Pero la realidad política es esencialmente discontinua; es una sucesión de cuestiones concretas ante las cuales hemos de tomar posición. En algunas de éstas extremadamente graves, Azorín tomó una postura torpe, incompatible con ciertas normas superiores. No es lo malo ser conservador, ni es lo bueno ser liberal: ambos son de ordinario nada más que vocablos, vocablos flotantes y sin responsabilidad. Como se ha dicho: on est toujours le réactionnaire de quelqu’un. Pero decir que dos y dos son cinco y obrar en consecuencia, es lo que no se puede hacer. Y Azorín lo ha hecho y dedicó el arte divino, que en horas de ältisima pureza cordial había aprendido, a incitar las pasiones inertes de una muchedumbre compuesta de felices, de vanos, de bienhallados contra las inconscientes sacudidas del alma y dolor que retuerce a esta raza valetudinaria.
La perfección de Lecturas españolas —nota característica del libro— parece haber nacido de una sorda angustia que en el corazón del poeta dejara su error. Es la perfección de un espíritu noble que se incorpora de una falta. La estética de los griegos deriva la perfección de la obra bella, lo mismo en el creador que en el gozador, de una purificación precedente en los ánimos. Toda perfección estética es perfeccionamiento de sí mismo, Katharsis.
¡Qué páginas tan bellas y transparentes! Jardines de Castilla, La música, El caballero del verde gabán. La familia, Primavera, Melancolía. Suscitado tras de las líneas se levanta un mundo paralítico y moroso, pueblos que viven un éxtasis, campiñas inmovilizadas, charcos de agua que apenas ondula, circuidos de olmos próceres con hojas que apenas tiemblan. Es una vida quieta e idéntica, como la llevan sobre piedras verdinegras los sabios lagartos mirando la magnitud del sol con finos ojuelos de abalorio que brillan.
El arte de Azorín consiste en suspender el movimiento de las cosas haciendo que la postura en que las sorprende se perpetúe indefinidamente como en un perenne eco sentimental. De este modo, lo pasado no pasa totalmente. De este modo, se desvirtúa el poder corruptor del tiempo. Se trata, pues, de un artificio análogo al de la pintura. Este arte radica en una irónica operación a que se somete el espacio real. La tabla, el lienzo poseen solas dos dimensiones. A esta representación superficial son sometidos los cuerpos. Y ¿qué el espacio real? La tabla, el lienzo poseen solas dos dimensiones. A esta representación superficial son sometidos los cuerpos. Y ¿qué acontece con la tercera dimensión, con la profundidad? Ahí está, en el cuadro; pero reabsorbida por las otras dos; está y no está. Y todas las cosas dentro de ese irónico espacio comienzan una existencia virtual, viven sin vivir en sí y mueren porque no mueren, gozando de una vitalidad esencial y simbólica que les ha labrado el ingenioso triunfo del artista sobre la tercera dimensión. De análoga manera Azorín reduce pasado y futuro a la sola dimensión del presente y en ella los hace cohabitar: dentro del presente yace el pasado en condensación y se halla el futuro preformado.
Pero esto no es más que el mecanismo estético de Azorín. Lecturas españolas no son exclusivamente un estilo literario. Constituyen un libro en la plena y rara acepción de la palabra. Que ¿qué es un libro? Lo que un hombre hace cuando tiene un estilo y ve un problema. Sin lo uno y sin lo otro no hay libro. Exento de estilo, un libro es un borrador. Exento de problema, papel impreso. El problema es la víscera cordial del libro.
Por eso viven sólo con vida propia aquellos en cuyo interior late un problema que verdaderamente lo sea. Los volúmenes que nacen sin él no viven por sí mismos, sino que necesitan consumir la vida de un erudito para no fenecer completamente ingurgitados por las fauces del enorme olvido, y se alimentan como vampiros del hombre virtuoso que les sacrificó su memoria. El corazón es el órgano problemático; su forma es interrogante; sístole y diástole, el abrirse y el cerrarse de una anhelante interrogación. ¿Viviremos? ¿No viviremos? ¿Qué somos? ¿Qué no somos? Y este ansia rítmica que contrae y dilata nuestro pecho se propaga en halos vibrantes hasta coincidir con el horizonte y obligarlo a latir con él, y si llega la noche envía como un compás a las estrellas remotas hermanicas nuestras, celestes entrañudas que se consumen de temblor e incandescente inquietud. La sensibilidad para un problema nos centra en el universo.
Azorín se pregunta aquí con palabras de Larra: «¿Dónde está España?» Y Larra se preguntaba: «¿Dónde está España?» Y así se preguntaba Costa, y antes Cadalso y Mor de Fuentes, y antes Saavedra Fajardo. Y es esta pregunta como un corazón sucesivo que fuera pasando por una fila de pechos egregios; como un dolor, siempre el mismo, que proporcionara a esos individuos, tras de sus particularidades, una identidad profunda y seria. El autor ha intentado reconstruir esa unidad de pensamientos en torno a un problema radical y mostrarnos su evolución.
Con ello ha iniciado Azorín un ensayo histórico de trascendencia. No se trata de una obra con muchas notas al pie ni con un imponente escuadrón de datos. Sin embargo, representa una jugosa contribución a la nueva manera de entender la historia de España.
Sabido es que la historia científica de un pueblo no puede hacerse derribando sobre un archivo una carga de buena voluntad. Con estos ingredientes se obtiene simplemente lo que suele llamarse erudición, cosa tan ajena a la ciencia como, según el doctor Lutero, lo era al credo el arte de cantar.
¿Cómo es posible hacer la historia de algo sin saber previamente, de alguna manera, qué es ese algo? Cuando se hace la historia de Roma, ¿de quién se hace la historia? ¿De la palabra Roma? Ciertamente que no; de algo más sustancial. ¿De qué, si aún no tenemos su historia? Algunas centurias han vivido los filólogos ensayando la historia de Roma, sin conseguir lograrla. Se componían trabajos eruditos sobre ella, pero no se arribaba nunca a la ciencia histórica de Roma. Hasta que un día Mommsen tuvo cierta idea feliz: suponer que la historia de Roma había de ser sustancialmente la historia de las variaciones del Derecho romano. Desde entonces hay historia de Roma.
Del mismo modo escribía hace pocos días la más alta autoridad en la filología helénica que aún no existen ni atisbos de la historia griega, y que no existirán mientras no se emprenda ésta suponiendo que el nervio de la vitalidad helénica ha sido el movimiento de su filosofía.
Así acontece con todas las cosas, sean materiales, sean espirituales: cada cual tiene un lado débil, y sólo uno, por el cual puede ser aprehendida intelectualmente y reducida a la domesticidad científica. Dar con este secreto es la verdadera ciencia, aunque los gestos y la forma en que se descubra parezcan frívolos y ligeros.
La historia de España, según todos reconocen y yo he oído a los maestros de ella, no ha llegado aún a ese estadio. Salvo en cuestiones parciales de derecho y de lingüística, es el pasado de España tierra incógnita, de topografía insospechada. No obstante, se ha acumulado, libro sobre libro, una gran biblioteca de historiografía nacional. En general, las obras que la componen se hallan totalmente remotas del carácter científico. Padecen una noción de la historia sobremanera anticuada: entienden la historia como panegírico. Sus autores han sido llevados a tan ímproba y benemérita labor por un heroico amor a la patria. ¡Cosa más triste! No han conseguido su propósito. Y es que para construir la historia de España es más conveniente un amor a España modesto y sin pretensiones, y luego un heroico amor a la ciencia histórica. ¿Quiere decírsenos, en otro caso, qué se le había perdido a Mommsen en Roma?
Pues bien, Azorín participa de una opinión que hoy comienza a ser aceptada por un grupo de jóvenes trabajadores en historia nacional. Yo no sé de estos asuntos, pero les he oído hablar y sostienen la idea de que la historia de España tiene que ser embocada partiendo de los defectos españoles, más bien que de sus virtudes. Es más: aseguran que lo que hoy suele considerarse como nuestras virtudes étnicas, no lo son realmente y que nuestras verdaderas virtudes hay que irlas a buscar junto allí mismo donde los defectos brotaron. Esta afirmación no debe hacerse con ojos apasionados. No tiene nada que ver con el mayor o menor defecto a la patria. En ella se discute sencillamente una cuestión instrumental y técnica para hacer posible el edificio dé nuestra historia verdadera. Pero aun en el plano de las consideraciones emocionales, yo creo que esa afirmación nos ofrece unas esperanzas de mejoría que aquella historia encomiástica acostumbrada no nos deja. Porque esta medida principalmente de alabanzas no contribuye a sanarnos, al paso que la nueva crítica es, a la vez que historia, terapéutica. Tal es, a mi modo de ver, la ventaja de considerar la historia de España como là historia de una enfermedad.
Azorín concluye su libro con esta fórmula: «No hay más aplanadora y abrumadora calamidad para un pueblo que la falta de curiosidad por las cosas del espíritu: se originan de ahí todos los males». Una parte de lecturas españolas está dedicada a mostrar cómo ésta no es una idea caprichosa y subversiva que se haya hoy ocurrido a unos cuantos; tiene también sus clásicos. Las gentes más finas del pasado la han pensado en su día. Ahora es menester que trascienda al vulgo y que se ensaye la reconstrucción de nuestra historia mirando los fenómenos españoles al través de ella.
Tal vez un día salte a los ojos del más ciego que los verdaderos patriotas han sido aquellos que se han preguntado, como Larra: «¿Dónde está España?» ¿Dónde está? Porque eso que se nos da como España no nos sirve para nada.
El azar me pone en este instante ante la vista un párrafo de un antiguo profesor de Historia de España en la Universidad Central. Dice así:
«Yo quiero ser español y sólo español; yo quiero hablar el idioma de Cervantes; quiero recitar los versos de Calderón; quiero teñir mi fantasía en los matices que llevan disueltos en sus paletas Murillo y Velázquez; quiero considerar como mis pergaminos de nobleza nacional la historia de Viriato y del Cid; quiero llevar en el escudo de mi patria las naves de los catalanes que conquistaron a Oriente y las naves que descubrieron el Occidente; quiero ser de toda esta tierra, que aún me parece estrecha, sí; de toda esta tierra tendida entre los riscos de los montes Pirineos y las olas del Gaditano mar; de toda esta tierra redimida, rescatada del extranjero y de sus codicias por el heroísmo y el martirio de nuestros inmortales abuelos. Y tenedlo entendido de ahora para siempre: yo amo con exaltación a mi patria, y antes que a la libertad, antes que a la república, antes que a la federación, antes que a la democracia, pertenezco a mi idolatrada España».
Esto decía Castelar. ¿Puede aplaudirse ese estado de espíritu? ¿Es aprovechable para labor alguna de alta cultura? ¿Aumentan esas palabras la densidad y pureza de la sangre española? ¿No son un poco grotescos esos sentimientos familiares con que Castelar se aproxima a Viriato? ¿No es un inconveniente preferir la patria a la libertad?
En cambio, Cadalso, según Azorín, escribía: «El patriotismo mal entendido, en lugar de ser virtud, viene a ser defecto ridículo».
Ytambién: «Aunque se ame y se estime a la patria, por juzgarla dignísima de todo cariño, tengamos por cosa muy accidental el haber nacido en esta parte del globo, o en sus antípodas, o en otra cualquiera».
¡Patria, patria! ¡Divino nombre, que cada cual aplica a su manera! Por la mañana, cuando nos levantamos, repasamos brevemente la serie de ocupaciones más elevadas en que vamos a emplear el día. Pues bien; para mí eso es patria: lo que por la mañana pensamos que tenemos que hacer por la tarde.
El Imparcial, 11 junio 1912.