PRÓLOGO

VAN en este volumen reunidos los trabajos menos imperfectos de entre los que he publicado durante la corriente de nueve años. El primero de ellos —Las ermitas de Córdoba— es tal vez el primero que he dirigido al público desde un periódico notorio. Era en 1904: tenía yo veinte años e innumerables inquietudes. El más reciente de los artículos aquí coleccionados es de 1912.

Al dar este tomo a la imprenta me ha parecido, pues, que me despedía de mi mocedad. Y en esa hora patética ha habido un instante peligroso: toda mi juventud se ha adelantado turbulenta en mi memoria, como legionarios de Roma en el día de su licenciamiento. He necesitado algún esfuerzo para que este prólogo no cayera en la tentación de dar solemnidad a la despedida, concediendo así injustificada importancia a esta escena vulgar del hombre que dice «adiós» a sus primeros fervores y dolores.

Había, sin embargo, un motivo que podía hacer tolerable la prosopopeya: mi mocedad no ha sido mía, ha sido de mi raza. Mi juventud se ha quemado entera, como la retama mosaica, al borde del camino que España lleva por la historia. Hoy puedo decirlo con orgullo y con verdad. Esos mis diez años jóvenes son místicas trojes henchidas sólo de angustias y esperanzas españolas.

En todo lo esencial puedo hacerme actualmente solidario de los pensamientos que este volumen transporta. Sólo hallo una excepción grave, a que responden dos o tres advertencias por mí desligadas al pie de otras tantas páginas: me refiero al valor de lo individual y subjetivo. Hoy más que nunca tengo la convicción de haber sido el subjetivismo la enfermedad del siglo XIX, y en grado superlativo, la enfermedad de España. Pero el ardor polémico me ha hecho cometer frecuentemente un error de táctica, que es a la ve% un error substancial. Vara mover guerra al subjetivismo negaba al sujeto, a lo personal, a lo individual todos sus derechos. Hoy me parecería más ajustado a la verdad V aun a la táctica reconocérselos en toda su amplitud y dotar a lo subjetivo de un puesto y una tarea en la colmena universal.

Y nada más.

He tomado la mano de mi mocedad como la de un amigo fiel. He mirado al fondo de sus ojos, y he visto que no se turbaba. He empujado su espalda hacia el pretérito, y he dicho: «Adiós, puedes irte tranquila».

El premio único, el premio suficiente, el premio máximo a que cabe aspirar es éste: poder irse tranquilo.

El Escorial, enero, 1916.