NUEVA REVISTA

Hace poco tiempo apareció en los puestos de periódicos una nueva revista: Europa. El título no podía ser más agresivo: esa palabra sola equivale a la negación prolija de cuanto compone la España actual.

Decir Europa es gritar a los organismos universitarios españoles que son moldes troglodíticos para perpetuar la barbarie, para empujar los restos de una antigua raza enérgica a todos los extremos de la desespiritualización.

Decir Europa es gritar al Parlamento que su Constitución es inmoral, que quien compra un voto es en mayor grado criminal que quien mata a su padre, que los partidos gubernamentales son instituciones kabileñas, que tolerar las leyes tributarias vigentes es hacerse reo de inauditas depredaciones.

Decir Europa es detenerse ante un cuadro de Sorolla respetuosamente —Europa es, ante todo, una incitación a la respetuosidad— y exclamar: Verdaderamente, el arte, la emoción trascendente empieza donde el pintor acaba. Y es tomar con análogo respeto un libro eruditísimo del grande Menéndez y Pelayo y ponerle al margen del último folio:

«¡Non multa sed multum!»

Sin embargo, Europa no es una negación; tal fuera, y carecería por completo de interés el hecho de haber aparecido esta revista. Por el contrario; nos hallamos ante el caso, nuevo en nuestro país desde hace pocos años, de que algunos escritores se reúnan en verdadera colaboración. Las revistas usuales entre nosotros se forman por mera yuxtaposición de original, como los muros se elevan situando un ladrillo junto a otro; de esta manera, el conjunto llega a ser un centón, sin más unidad que la unidad editorial del espacio en que se imprimen y el tiempo en que se publican.

Europa tiende a realizar una verdadera colaboración: quienes escriben en ella asiduamente han coincidido, movidos por una previa comunidad intelectual: la unidad de la labor a hacer les ha unido en colaboración. Esto es de suyo un síntoma inmejorable: la colaboración es la manera de vivir que caracteriza a los europeos.

España es, en cambio, el país donde no se colabora: cuando se forma una agrupación de españoles podemos asegurar que se trata de una complicación; el origen del aunamiento no habrá de buscarse en un HACER, sino en un cometer: los colaboradores no pasan de cómplices. Dos ejemplos notables: las leyes de conquistadores de Indias en el siglo XVI y los partidos gubernamentales en el que corre.

Una verdadera colaboración es posible cuando se ha formado en el ambiente moral e intelectual de un pueblo un sistema de opiniones serias, veraces, impersonales y relativamente profundas. La unidad de la labor a cumplir que une a los colaboradores es, en realidad, la unidad del punto de vista. Así parecerá explicado el hecho de que en España tropecemos raramente con casos de colaboración. No tengo ningún deseo de abrir los ojos cuando se me propone mirar algo que me había pasado inadvertido; mas… ¿no puede afirmarse que de veinticinco años a esta parte no se ha levantado sobre la planicie mental de nuestro pueblo nada que merezca ser llamado un punto de vista? No es bastante citar nombres que suenan con una imprecisa magnificencia: hoy mismo leo unas faltas de discreción y de finura moral que un hombre dejado de la mano de Dios comete a propósito de Balmes. Este hombre dice que Balines está injustamente olvidado, que es un pensador fecundo y demás palabrería del viejo y peor periodismo. Y me pregunto: ¿Qué idea determinada, qué hallazgo, qué invención, qué algo concreto podíamos hallar los españoles en Balmes con lo cual enriquecernos la vida interior? El aludido periodista no lo dice: mientras no lo diga, lo que hoy escribe permanecerá en la ridícula posición de haber como dicho algo que no es nada a la postre. Conviene ser en esta materia veraz consigo mismo, y ante las glorias nacionales pasadas o presentes demandarse estrictamente: ¿Qué idea, qué emoción, qué molécula viva de mi alma debo yo a este hombre?

A mi manera de ver, patriotas españoles serán los que opongan a la realidad nacional presente más profundas negaciones. El patriotismo afirmativo suele ser pecaminoso y grosero, y sólo le hallo fecundidad cuando se trata de defender el territorio invadido por barbaries enemigas. En tiempos de paz, que son sazón de trabajo, amar la patria es querer que sea de otra manera que como es. Los éxtasis ante el vino de Jerez, ante el cielo bruñido de Castilla, ante las pupilas febriles de una andaluza, ante el Museo de Pinturas, ante D. Antonio Maura, no rinden beneficio alguno al aumento económico o moral de la raza. En general, el éxtasis es el pecado, la máxima concupiscencia: es la disposición que toma el espíritu para fruir. En el patriotismo extático gozamos de nuestra patria, la hacemos un objeto de placer.

Frente a este patriotismo extático conviene suscitar el patriotismo enérgico: amar la patria es hacerla y mejorarla. Un problema a resolver, una tarea a cumplir, un edificio a levantar: esto es patria. La conocida frase de Nietzsche lo ha formulado exactamente: Patria no es la tierra de los padres —«Vaterland»—, sino tierra de los hijos —«Kinderland».

Mas la negación ha de ser seria: en serio no puede negarse una cosa sino en virtud de otra que se afirma. La negación monda y lironda es también una forma de éxtasis y, por consiguiente, estéril. Este espíritu meramente negativo ha neutralizado y hecho vana agitación ensayo cuantitativamente tan poderoso como el movimiento catalanista. A posteriori de haber negado la patria española se afanaron los pensadores catalanistas en llenar el vacío que habían hecho en sus propios corazones: la vieja forma de España y el montón inorgánico, pero enorme, de sus pretéritas jornadas eran, al cabo, un principio de orientación espiritual, de equilibrio pedagógico y político. Para negar ese principio hubiera sido menester otro: un sistema de negaciones necesita también de un principio en virtud del cual organicemos nuestras acciones negativas, y ese principio no puede ser, a su vez, una negación. Esto han buscado trabajosamente y tarde ya, los pensadores catalanistas.

Europa no es una negación solamente: es un principio de agresión metódica al achabacanamiento nacional. Como Descartes empleó la duda metódica para fundamentar la certidumbre, emplean los escritores de esta revista el símbolo Europa como metódica agresión, como fermento renovador que suscite la única España posible.

La europeización es el método para hacer esa España, para purificarla de todo exotismo, de toda imitación. Europa ha de salvarnos del extranjero.

Hoy estamos afrancesados, anglizados, alemanizados: trozos exánimes de otras civilizaciones van siendo traídos a nuestro cuerpo por un fatal aluvión de inconsciencia. El hecho de que importemos más que exportamos es sólo la concreción comercial del hecho mucho más amplio y grave de nuestra extranjerización. Somos cisterna y debiéramos ser manantial. Tráennos productos de la cultura; pero la cultura, que es cultivo, que es trabajo, que es actividad personalísima y consciente, que no es cosa —microscopio, ferrocarril o ley—, queda fuera de nosotros. Seremos españoles cuando segreguemos al vibrar de nuestros nervios celtibéricas sustancias humanas, de significado universal —mecánica, economía, democracia y emociones trascendentes.

Tal es el sentido en que trabajan los escritores que colaboran en la nueva revista. ¿Quiere esto decir que ellos mismos se crean europeos, es decir, sabios, justos y artistas? Ciertamente que no: la enérgica modestia es el esqueleto que sustenta el resto de las virtudes europeas. Son, pues, gente que sabe poco, que se apasiona mucho y, sólo en ocasiones, se hallan dotados de sensibilidad. Son españoles. De ser europeos no hubieran fundado una revista, sino más bien una colonia.

El Imparcial, 27 abril 1910.