AL MARGEN DEL LIBRO «LOS IBEROS»

¿QUÉ otra cosa podemos hacer en este ambiente tórrido que oprime a Madrid durante la canícula sino ir por las tardes a contemplar desde el paseo de Rosales la cenefa roja que pone el sol decadente sobre la silueta del Guadarrama? Esta belleza madrileña es de todas la más pura y la más firme: no puede el Ayuntamiento ejercitar sobre ella su solicitud.

Hace unos días encontré en este paseo a Rubín de Cendoya: una enorme faja ardiente se extendía por los montes. Pero el místico español parecía ajeno al paisaje: dentro de él se agitaba una teoría. Y puestos a elegir entre una teoría y un paisaje, ni a él ni a mí nos es posible titubear. Por una idea diéramos nuestra escasa fortuna; por una teoría, nuestra vida; por un sistema, yo no sé qué diéramos por un sistema. De todos modos, el paisaje no excluye nunca la teoría: el paisaje es pedagogo.

—Estoy entusiasmado: ¿ve usted este volumen? —me dijo sacando uno del bolsillo.

Para un bibliófilo un libro es más bien un volumen. Aquél se titulaba Les ibères, por Edouard Philipon, París, 1909.

—Pues este volumen, aunque compuesto al parecer muy de prisa por un autor más aficionado que erudito, me ha traído un amplio motivo de exaltación que habrá de alimentar algunos días mi alma, vacía de esperanzas. Ya conoce usted mi tesis.

Para un pensador, una opinión es siempre una tesis.

—Las razas, no sólo son distintas, sino que tienen un valor sustancial diverso. Fuera lo de menos la variedad en el color de las teces, en la capacidad de los cráneos, en la posición de los ojos; tampoco es muy importante lo que los antropólogos llaman steatopygia, o sea la propensión notada en las mujeres de algunos pueblos salvajes a tener demasiado nutrida la rabadilla. Lo grave es que unas razas se muestran totalmente ineptas para las faenas de la cultura; que otras logran un desarrollo espiritual, a veces considerable, pero limitado, y que una sola es capaz de progreso indefinido: la indoeuropea. Los bosquimanos y los fueguinos van desapareciendo sin que haya sido posible enseñarles nada que merezca la pena. Los semitas han llegado a elaborar dos grandes fórmulas de civilización: el judaísmo y el islamismo, pero no han pasado de ahí. Ambas culturas alcanzan la perfección característica del círculo vicioso: son construcciones dogmáticas tan precisas y acabadas, que es imposible salir de ellas una vez en ellas iniciado. Un cerebro hecho en los moldes del fatalismo muslímico tiene de antemano resueltos todos los problemas, y nada le incitará a ensayar novedades.

Hasta ahora únicamente los pueblos oriundos de las mesetas centrales del Asia, los arios o indoeuropeos, ofrecen las garantías suficientes para que pueda la humanidad entregarse al optimismo: sólo ellos parecen inagotables en la invención de nuevas maneras de vivir. Porque, nótese bien, ¿de qué nos sirve todo el esplendor de la Córdoba musulmana, si fue una grandeza híbrida, condenada a morir totalmente, sin dejar germinaciones de porvenir? Córdoba sigue aromando melancólicamente nuestra memoria como una azucena mística; pero, ¡ay!, murió hasta el fondo, hasta la raíz: es sólo un recuerdo. En cambio, Grecia sigue viviendo dotada de virilidad ideal perenne, y siempre que la historia hace soplar el viento de la parte del mar Egeo, las razas de Occidente quedan encintas como yeguas de la Camarga, que fecundiza el mistral.

Tenemos, pues, que acudir a la etnografía para aprender a morir o a esperar. Esta ciencia, persiguiendo senderos apenas recognoscibles, nos lleva a profundidades pavorosas del tiempo, a siglos de la infancia del mundo, y allí, un poco a tientas, nos revela nuestra preparación.

—Pues bien —prosiguió Rubín de Cendoya—, los españoles tenemos un origen incierto. Si nos halláramos en días de prepotencia, enérgicos y productores, podríamos despreocuparnos de estas cuestiones étnicas. Pero no es así: parecemos caducos y orientados hacia la muerte; el presente que nos rodea es sórdido y el porvenir que nos aguarda se cierra angustiosamente sobre nuestras esperanzas como un portón infernal. Los menos inteligentes se consuelan con la gloria de nuestro pasado, como si todo pasado glorioso pudiera garantizar un solo día de vida futura. Fuimos sabios y vigorosos en el siglo XV, en el siglo XVI; pero ¿quién nos dice que no fue nuestra cultura clásica el último florecimiento de lo que se llama Edad Media? Las épocas en que la historia se divide significan variaciones del medio, cambios en las condiciones de la vida. ¿Y quién nos dice que nuestro espíritu, feraz bajo el clima de la Edad Media, no está condenado a consumirse en el ambiente moderno? Pues qué, ¿no refiere la historia con la voz de plata de las elegías, las últimas jornadas de pueblos, que se agotaron, que desaparecieron borrados de la existencia?

Lo que hasta ahora se sabía de nuestro origen no era muy halagüeño. Somos iberos. Bien; pero ¿qué eran los iberos? Ese estrato, el más profundo de nuestra vitalidad, ¿de dónde proviene? ¿Del Asia? ¿Del África?

Como usted sabe, existe una tesis muy arraigada dentro de España: la de que los vascos actuales representan la última supervivencia relativamente pura de aquellos iberos. Masdeu creía que los iberos hablaban vascuence; Larramendi y Astarloa procedieron del mismo modo. Humboldt, que estuvo aprendiendo euskera con este último, se infectó de su entusiasmo y compuso una obra famosa demostrando que muchos nombres de pueblos, ríos y lugares repartidos por toda España eran palabras euskéricas. Creerá usted que en ello no hay malicia, que no trae consigo consecuencia desagradable. Pues no, señor: si los iberos hablaban euskera, como el euskera no es idioma indoeuropeo, resultaríamos excluidos, de la comunidad gobernante aria. Esto sería deplorable. Todo pueblo no ario está condenado a perecer o a servir a la raza indoeuropea. Los arios, hombres divinos, de ánimos ágiles y curiosos, de inexhaustas riquezas espirituales, únicos seres capaces de ironía y de matemáticas, adoradores de Dios Padre, Zeus Pater, Jupiter, Dyauspitar, inventores del régimen parlamentario, están preparados desde la eternidad para hacerse señores del mundo.

En tanto iba escuchando de labios del místico español estas poetizaciones, consideraba la elegancia de una mujer que caminaba delante de nosotros. Sus jóvenes líneas eran dócilmente respetadas por el vestido. Las modas de este año conceden sumo honor a las mujeres que conservan una mocedad ágil y fuerte. Tal vez acentúan demasiado la venusta agresividad que insinúa en la dama un busto floreciente. Aparte de esto, las modas nuevas son bellísimas y se fundan en el principio del calado, con la intención, sin duda, de hacer más visibles las virtudes.

—El idioma euskérico es no poco absurdo: nadie sabe a punto fijo de dónde viene. Según Humboldt, procede del Asia Menor; según Boudard es pariente del tuareng; Von Gabelentz sostiene que se trata de una lengua berebere; para Eichoff es, asimismo, cosa africana, y Giacomino le halla semejanza con el kopto y el egipcio. Philips, en cambio, cree que los iberos son gente de América, y el ilustre celtista d’Arbois de Jubainville, inclinado en toda ocasión a las soluciones poéticas, piensa que nuestros antepasados son los hijos de aquellos diez millones de hombres gigantes que según Teopompo y Platón, salieron de la Atlántida nueve mil años antes de Jesucristo y emprendieron la conquista de la Europa Occidental.

Como usted ve, la tesis más generalmente aceptada pone nuestra cuna en África: nuestros padres fueron kabilas. Según esto, la guerra que ahora movemos en los alrededores de Mar Chica sería una guerra civil.

Mas la etnografía no se vale sólo, para clasificar las razas históricas, de la semejanza en la configuración craneana o de la analogía lingüística. Indaga, asimismo, las costumbres y halla tipos de formas sociales, de usos elementales que le sirven, donde encuentra raras coincidencias, para afianzar aquellas otras clasificaciones. Así ha llegado el agudísimo Oliveira Martins, comparando la organización de la kabila y la del castizo municipio español, a confirmar la identidad étnica entre nosotros y los oscuros bereberes.

Todo esto es horroroso: dentro de la máxima probabilidad histórica las razas africanas no pueden sino decaer; cada día menguará su energía social; las virtudes públicas serán más raras y el alma de cada individuo perderá un grado más de intensidad humana, hasta apagarse, como una bujía, hasta sumirse en la modorra de la fisiología animal.

De tal amargura metafísica se propone aliviarnos este libro del señor Philipon. Sostiénese en él una tesis nueva, sumamente osada, pero que nos sería muy favorable. Sabíamos que acá por el siglo VII antes de Jesucristo, dos grandes pueblos se repartían la posesión de España: al Sur y Sudoeste, los Libio-Tartesios, en el resto, los iberos. Otros nombres sonaban de razas menos poderosas: los kempses, sefes, ártabros, cántabros, etc. Pues bien, según Philipon los Libio-Tartesios son hombres del Asia, que corriéndose sobre el Norte de África, llegaron a las columnas de Hércules y entraron en nuestra tierra por Gibraltar, fundando a Calpe. Los kempses, sefes, ártabros y cántabros, tienen el mismo origen. Toda esta avalancha indoeuropea desalojó, más aún, desarraigó de España un pueblo ignoto originario, que huyendo y feneciendo acabó por reducirse al golfo cantábrico; este pueblo, desdeñable según el señor Philipon, hablaba euskera, y luego, mucho más tarde, llamóse vasco. Este puede que fuera africano.

En cuanto a los iberos, intenta el Sr. Philipon dar nueva vida a una antiquísima opinión. Allá en el Cáucaso había una casta llamada ibera, que dio a un río su nombre de Ibero. Ebro. De pura cepa aria, los iberos poseían la agricultura y fundían el bronce: eran buenos mozos, de cabellos rizados, «torti crines», dice Tácito. Caminaron hacia Occidente empujados por la invasión frigia; llevaron consigo una parte de la nación de los «bebruces»; atravesaron la Tracia y la Iliria, e ingresaron en Italia, cuyos campos luminosos conquistaron bajo el nombre de «sicanos». Los que no se detuvieron en Italia, llegaron a] Pirineo, y por ambos extremos de él vinieron a pisar esta tierra doliente. Tropezando allí con los Libio-Tartesios hiciéronles retroceder al otro lado del Tajo.

Resueltos como estamos a aceptar todas las vislumbres de buenas nuevas, la opinión del Sr. Philipon deberá ser admitida por lo menos temporalmente, mientras estén suspendidas las garantías constitucionales. ¿Cómo hablar si no libremente, filosóficamente de la raza berebere? Además, ¿es por ventura lícito, mientras una nación moderna, organizada según el régimen contemporáneo, pelea fuera de su territorio con algunas gentes semisalvajes, seguir realizando las demás funciones sociales, la política, la económica, la de la libertad, la del sentido común y la de la filología, como si tal cosa?

Calló el místico español, y sobre los montes, a lo largo de la faja encendida, se hizo más intenso el rubor atmosférico.

Agosto 1909.