PSICOANÁLISIS, CIENCIA PROBLEMÁTICA

COMO el hilo rojo que va por dentro de todo cordaje usado en la escuadra inglesa, la continuidad de la verdad, la continuidad de la ciencia penetra por todas las épocas culturales, sirviéndoles de norma y señal de reconocimiento. Pero si en la evolución de la cultura realizamos por cualquiera parte una sección, es decir, si en lugar de considerarla en su génesis y continuación la tomamos estáticamente, en una de sus apariencias sucesivas y discretas, hallaremos sólo ante nosotros una superficie, una infinitud de pimíos donde la ciencia, la verdad, es uno de tantos, difícil de reconocer y destacar.

Si durante el siglo XIX parece la ciencia haber entrado en una mayor seguridad de sí misma, de modo que se juzga definitivamente libre de los peligros y errores que tantas veces la habían desviado y casi reducido a evanescencia, débese, no a este o el otro método particular de exactitud, no a ese fantasma trivial del experimento, nueva idolatría en nada superior a las más antiguas, sino al hábito, por fin maduro, de considerar la verdad en su perspectiva histórica y no en su momentánea actualidad. Merced a esta proyección del ser de la ciencia sobre su continuidad temporal, evitamos el riesgo de confundirla con cualquiera de sus fisonomías transitorias y descubrimos que la corriente de la verdad no progresa en línea recta, sino que avanza con ruta sinuosa, rodeando obstáculos, volviendo a veces sobre sí misma, tornando a cauces arcaicos que parecía haber abandonado para siempre.

La razón de este sinuoso destino es clara; la ciencia no vive de sí misma, sino precisamente de lo que no es ella. Con respecto a la vida total del espíritu, la ciencia es una reflexión sobre las otras porciones espirituales; es un régimen que se establece sobre el material espontáneo y salvaje de la conciencia. Ahora bien: este material —afectos, sensaciones y sentimientos— varía según regularidades inasequibles y trascendentales, o lo que es lo mismo, según franca irregularidad. Podemos, pues, anticipar la esencia del régimen a que el contenido de la mente humana se hallará sometido dentro de los siglos mil; pero no podremos saber nunca cuáles serán las afirmaciones científicas de una conciencia futura. Dicho de otro modo: sabemos qué cosa ha sido, es y será la ciencia; pero, justamente porque sabemos esto, ignoramos cuál será la ciencia de mañana. La ciencia de mañana es distinta a la de hoy y la de ayer; por tanto, no es la ciencia.

¿Qué es, pues, lo que operando sobre la ciencia esencial le impone tales variaciones y diferencias? Son los otros productos de la conciencia: la moralidad, el arte, los apetitos inferiores y superiores, las reacciones íntimas ante los cambios del escenario humano. De modo que lo que llamamos ciencia real, la ciencia de cada época, de cada amplia agrupación humana, no es una realidad unívoca y que tolere la circunscripción. Hay ciertas disciplinas centrales donde, sin grave dificultad, podrían fijarse los confines de lo científico —por ejemplo, matemáticas, física—; pero las ciencias periféricas viven en contacto inmediato con aquellos otros elementos extracientíficos de la conciencia, que actúan sobre ellas, les imponen nuevos problemas, solicitan su admisión en el régimen de la ciencia, unas, con más reserva y mesura; otras, bravíamente; de suerte, que a la ciencia científica rodea en cada momento histórico una como atmósfera o halo de formaciones espirituales intermedias que ni son ciencia ni absolutamente son material salvaje del ánimo.

Muchos de estos productos epicenos, son, a poco, repelidos definitivamente fuera de la posibilidad científica; pero otros colaboran durante algún tiempo desde fuera de la ciencia estricta en la evolución de ésta —ejemplo: el socialismo en nuestros días— y otros, en fin, después de leve modificación, ingresan en la plenitud de la certidumbre científica.

A esos resultados semi-informes de nuestra conciencia corresponde el nombre de mitos. Porque no otra cosa es mito que un contenido mental indiferenciado que aspira a ejercer la función de concepto o explicación teórica de un problema, pero que no se ha libertado suficientemente del empirismo sensitivo ni de la tonalidad afectiva y sentimental de todo lo que en nosotros es espontáneo. Reflexión, ciencia es purificación de lo espontáneo, psíquico. Históricamente la ciencia procede del mito, o como ha dicho Cohen, es «el desenvolvimiento de lo que hay de serio en el mito mediante la remoción del momento subjetivo emocional».

De esta consideración deducimos que la evolución de la ciencia se verifica en dos dimensiones: una es la dirección en que la ciencia de hoy influye inmediatamente sobre la de mañana; otra es la influencia difusa que sobre la ciencia de hoy van ejerciendo los mitos flotantes en la conciencia actual. La rigidez metódica del pensar científico, que debe constituir el eje de nuestra mentalidad, ha de ejercitarse sin cesar, alerta y solícita, contra la vida mítica circundante; pero no ha de traspasar su misión pretendiendo suprimir a mano airada, mecánica y externamente el resto de nuestra vida interior, que no es sólo el más extenso, sino el que encierra la potencialidad del porvenir mismo de la ciencia. El amor de la verdad, suprema energía del ánimo, no debe llegar a convertirse en odio al error, pues de él vive la verdad; gracias a que él existe se sabe que es verdad. Si el error se suprimiera mágicamente la verdad dejaría de ser verdad y se convertiría en dogma. Del mismo modo, la virtud, recluida en cenobios suntuosos, se alimenta de los vicios colindantes.

Esta interpretación de la génesis cultural me ha movido siempre, cuando del aumento espiritual de nuestra raza he escrito, a sostener estos dos imperativos en apariencia contradictorios: hay que centrar la vida del intelecto español en los hábitos críticos, metódicos de la ciencia más exacta, rígida e integérrima: hay que enriquecer la conciencia nacional con el mayor número posible de motivos culturales. En primer término, crítica científica; en segundo, sobrealimentación ideológica: esta terapéutica paradójica es la única oportuna para el paradójico enfermo: España.

Un ejemplo de lo que he llamado mito y motivo cultural trato de dar en las siguientes páginas, donde expongo una serie de doctrinas a mi modo de ver, más que falsas, no verdaderas, pero científicamente sugestivas. De las dos dimensiones en que, según he dicho, procede el desarrollo cultural, la una, la científica, va movida por el razonamiento; la otra, por la sugestión. En un país de ánimo flojo, muy pocos temperamentos son atraídos a la actividad científica directamente por el influjo racional. Alabado sea Dios que proveyó el defecto poniendo junto a éste el influjo sugestivo.

I

El Dr. Sigmundo Freud es un judío profesor de Psiquiatría en Viena. Esto es ya bastante. Pero, según un número considerable de gentes, de médicos jóvenes sobre todo, es mucho más que eso: es un profeta, un descubridor de ciertos secretos humanos, cuya patentización ha de ejercer una profunda influencia reformadora no sólo en la terapéutica de los neuróticos, sino en la psicología general, en la pedagogía, en la moral pública, en la metodología histórica, en la crítica artística, en la estética, en los procedimientos judiciales, etcétera, etc. Según otros, el doctor Freud no es, en realidad, nada de esto, sino meramente un hombre ingenioso, un hombre charlatán, un hombre ocupado en desmoralizar la especie adamita. «¿Qué puede esperarse, dicen, de un ciudadano que, entre otras cosas, se dedica a interpretar los sueños de los neurasténicos acaudalados, como aquel mancebo de la Biblia solía hacer con las pesadillas de Faraón?».

Y, sin embargo, los discípulos de Freud aumentan de día en día en Austria, en Alemania, en Italia, en Estados Unidos y forman una compleja asociación con numerosos centros particulares, con varias revistas y series de publicaciones. Conforme progresa la expansión de las teorías freudianas los enemigos se encrespan con mayor brío, acometen con censuras más agrias, protestan con más fuerza en los Congresos científicos, en las revistas especiales, en los tratados y mueven, entre sus pacientes y los amigos de sus pacientes, una propaganda activa contra el profesor Freud y su escuela.

No se trata, pues, de un acontecimiento indiferente. Freud pretende haber llegado, partiendo de ensayos anteriores, a establecer una nueva ciencia, por lo menos un nuevo método científico, la psicoanálisis, merced al cual se lleva luz a vertiginosas profundidades de la humana condición.

La psicoanálisis no es un sistema, sino una serie de generalizaciones a que ha conducido el interés práctico inmediato de sanar ciertas enfermedades ante las cuales tenía la medicina que cruzarse de brazos. Es, pues, un doctrinal en génesis espontánea al cual se agregarán nuevas teorías parciales conforme el número de los investigadores aumente y se especialicen sus esfuerzos. Este origen discontinuo de la psicoanálisis, cuya unidad es meramente externa —la finalidad terapéutica— obliga a que intentemos primero una descripción general de su contenido, volviendo después con algún detenimiento a aquellos problemas que son más interesantes desde el punto de vista psicológico o filosófico. Porque no es propiamente una cuestión de medicina la que plantean las ideas de Freud; a ser tal yo no podría ocuparme de ellas, sino un tema de discusión psicológica, más exactamente aún, de lógica. Lo característico de la psicoanálisis es que, oriunda de una necesidad terapéutica, trasciende, desde luego, los límites de la consideración psicológica y se planta, de un salto, si no en la metafísica, en los confines metafísicos de la psicología[4].

Al mismo tiempo que Charcot definía la histeria como una enfermedad mental, un médico de Viena, con quien pronto había de colaborar Freud, el Dr. Breuer, comenzaba el tratamiento de una enferma, una mujer joven, a quien las angustias sufridas mientras cuidaba a su padre en la enfermedad última habían dejado graves trastornos funcionales. Padecía la parálisis de ambas extremidades dextrales complicada con insensibilidad de las mismas; a veces esta afección se extendía al lado izquierdo, perturbaciones en los movimientos oculares, múltiples entorpecimientos de la visión, dificultades en la sustentación de la cabeza, intensa tos nerviosa, asco ante la alimentación y una vez, durante semanas, total incapacidad de beber a pesar de sed torturante, disminución de la palabra, que llegó hasta la incapacidad de hablar la lengua materna; en fin, estados de ausencia, confusión, delirio y alteración de la personalidad[5].

Observóse que durante estos estados de transposición la enferma pronunciaba algunas palabras que parecían como si procedieran de un conjunto de pensamientos activo en su conciencia. El médico la redujo a una especie de sueño hipnótico y le repetía aquellas palabras para darle ocasión a que, partiendo de ellas, revelara sus preocupaciones. La enferma no tardaba en reproducir ante el médico las fantasías que durante sus absentismos la dominaban y que en aquellas palabras aisladas se habían revelado. Eran tristísimas ensoñaciones, a veces de contenido bellamente poético, en que ordinariamente se trataba de la situación de una muchacha junto al lecho de su padre enfermo. Una vez que había referido cierto número de análogas fantasías sentíase como libertada y tornaba a la vida psíquica normal. Pocas horas después, empero, volvía el ataque y era menester repetir la operación, volver a hacerle contar sus cuentos, tras de los cuales reaparecía la calma. Ella misma, que había olvidado su idioma nativo, el alemán, solía llamar a este tratamiento talking cure.

De esta manera se obtuvo la desaparición, no sólo pasajera, sino definitiva, de muchos de los síntomas que padecía. Así una vez, en sazón de extremo calor, mientras la enferma era atormentada cruelmente por la sed, tomó un vaso de agua, pero al llevarlo a los labios lo arrojó como un hidrófobo. Esto se repitió por espacio de mes y medio hasta que un día, sometida a la hipnosis, se puso a hablar de la señorita de compañía manifestando su antipatía y refirió con vivas muestras de terror, que en cierta ocasión, al entrar en el cuarto de aquélla, había visto que le daba de beber en un vaso a un perrito que tenía, una alimaña asquerosa. Ella no había dicho nada por no ser descortés. Después que hubo dado expansión a aquel enojo que llevaba como corrompido dentro, pidió de beber y bebió, vuelta de la hipnosis, con toda tranquilidad. La perturbación desapareció para siempre.

Este hecho fue como una luz que condujo a Breuer por nuevos senderos a establecer una teoría original sobre el mecanismo de la histeria. Los síntomas era restos, residuos de acontecimientos emocionales que el paciente había experimentado, y la peculiaridad del síntoma mostraba siempre su conexión con la escena originaria. A veces un síntoma no procedía de una sola escena, sino de toda una serie que era menester ir descubriendo y libertando por orden cronológico.

Breuer y Freud llegaron, pues, a esta conclusión: los histéricos padecen de reminiscencias. Situaciones enojosas, emociones que por una causa o por otra no llegaron a una resolución libre y pacífica en el ánimo de los enfermos, desaparecen de la memoria de éstos dejando en su lugar como símbolos y recordatorios los síntomas patológicos.

Como se advierte, ambos médicos se decidieron a tomar al pie de la letra el nombre de enfermedades mentales que a ciertas manifestaciones anormales de los hijos de Dios se viene dando. Se decidieron a buscar la causa directamente en el alma y a curar ésta sin intermediarios de ningún género. La resolución, desde el punto de vista de la medicina como del de la psicología misma, no puede ser más grave. La reducción a lo fisiológico de todas las preocupaciones médicas, el imperativo de la nueva psicología que declara ilícito buscar fuera del cuerpo el principio de las variaciones psíquicas, así normales como heteróclitas, no son ciertamente caprichos de una ideología materialista ni infundadas limitaciones del campo de lo real, como acontece con otros principios positivistas. Se trata de la unidad de la experiencia; es decir, de la condición que hace posible el carácter decisivo de las determinaciones científicas: que sean inequívocas. Si junto al cuerpo de la carne hay un cuerpo de material psíquico donde también acontecen sucesos reales, como se trata de dos mundos sin comunicación, de dos mundos verdaderamente, nos encontramos con dos series de sucesos en el tiempo compenetradas, confundidas. Y como sólo la fijación inequívoca en la serie temporal mantiene un fenómeno distinto de los demás, determinado, eso de que ocurran en un mismo tiempo dos variaciones equivale a la indistinción de éstas, a su inexactitud o valor equívoco. Pero, dejemos para más tarde la crítica y estimación de las afirmaciones de Freud. Ahora prosigamos su exposición.

«La interpretación que dábamos al proceso de la enfermedad • y del restablecimiento —dice Freud— puede verse claramente en otros dos datos que la observación de la enferma de Breuer nos ofrece. Por lo que hace a la etiología de la enfermedad, es de advertir que la enferma, en casi todas las situaciones patógenas, tuvo que reprimir una fuerte excitación, en lugar de darle expansión en los correspondientes signos afectivos, palabras y acciones. En la sencilla escena a propósito del perro de su acompañante, reprimió, por consideración a ésta la expresión de su asco; mientras velaba junto al lecho de su padre, tuvo cuidado constante de que éste no percibiera sus temores y dolorosas impresiones. Cuando más tarde reprodujo estas escenas ante el médico, se presentó la emoción entonces retenida con gran fuerza, como si se hubiera conservado íntegra. Más aún, el síntoma que de esta escena le había quedado alcanzaba su intensidad máxima cuando el descubrimiento de su causa andaba más cerca, y una vez hecha ésta patente, desaparecía. Por otra parte, pudo observarse que la recordación de la escena ante el médico no producía su efecto salvador cuando por cualquier razón se verificaba sin expansión emotiva. Los destinos de estas emociones que pueden ser representadas como cantidades transmutables eran, por tanto, lo decisivo tanto en el origen de la enfermedad como en la curación. Fuimos llevados consiguientemente a la opinión de que la enfermedad se producía porque los efectos desarrollados en la situación patógena hallaban obstruidos sus normales cauces y que la esencia de la enfermedad consistía en que estos afectos “estrangulados” sufrían una desviación. En parte, permanecían en la psique como perenne vejamen de la vida espiritual y fuente de constantes irritaciones: en parte experimentaron una transposición en enervaciones e inhibiciones corporales extraordinarias que se manifestaban en los síntomas corporales del enfermo. A este último fenómeno hemos dado el nombre de “conversión histérica”. Una porción determinada de nuestra excitación espiritual es normalmente conducida por medio de la inervación corporal a lo que conocemos como “expresión de las emociones”. La conversión histérica exagera este proceso normal de la afectividad, porque cuando una corriente fluye por dos canales, rebasa el uno si en el otro el líquido tropieza con un obstáculo.

»Se trata, pues, de una teoría puramente psicológica de la histeria en que atribuimos a los procesos emocionales el papel principal. Una segunda observación de Breuer nos obliga a conceder gran importancia a los estados de conciencia en la caracterización del hecho patológico. La enferma de Breuer experimentaba una mudable constitución espiritual, estados de ausencia, delirio, etc. En su estado normal, empero, no recordaba nada de aquellas escenas patógenas y de su conexión con los síntomas que padecía. Sometida al sueño hipnótico las remembraba, bien que costara gran trabajo conseguirlo. Daría lugar a gran perplejidad interpretar estos hechos si las experiencias del hipnotismo no nos hubieran enseñado el camino. Gracias al estudio de los fenómenos hipnóticos nos hemos acostumbrado a la concepción, sorprendente en un principio, de que son posibles en un mismo individuo varias agrupaciones espirituales que viven con bastante independencia unas de otras, se ignoran mutuamente y alternativamente se apoderan de la conciencia. Casos de esta especie, designados como “conciencia doble”, se presentan a veces espontáneamente a la observación. Cuando en tales escisiones de la personalidad permanece la conciencia ligada a uno de entrambos estados, se llama a éste el estado psíquico consciente; al aislado de él, inconsciente. En los conocidos fenómenos de la sugestión post hipnótica, donde un encargo recibido en la hipnosis se realiza incontrastable en el estado normal, se tiene un buen modelo de los influjos que puede ejercer, sobre el estado consciente el inconsciente, y, de todos modos, las experiencias sobre el histerismo son susceptibles de que se las disponga según esta pauta. Breuer se decidió a la hipótesis de que los síntomas histéricos se originan en ciertos estados de irregularidad psíquica, que él llamó estados hipnoides. Irritaciones que coinciden con tales estados son fácilmente patógenas, porque esos estados no ofrecen buenas condiciones para la resolución normal de los procesos afectivos, de modo que se origina un producto extraordinario, el síntoma, y éste penetra como un cuerpo extraño en el estado normal a quien en cambio falta el conocimiento de la situación patógena hipnoide. Donde hay un síntoma hay siempre una amnesia, un vacío en la memoria y el hinchamiento de ese vacío incluye la supresión de las condiciones engendradoras del síntoma[6]».

Hasta aquí llega la investigación de Breuer. Freud prosiguió algún tiempo usando del mismo procedimiento para purgar el ánima de sus pacientes. Pero no todos, ni mucho menos, podían ser traídos al sueño hipnótico. Entonces Freud dio el paso decisivo. Resolvió dirigirse al enfermo en estado normal. Recordó que, según Bernheim, el olvido de lo experimentado durante la hipnosis es sólo aparente: si se insiste, el enfermo recobra la memoria de lo que dormido ha hecho y dicho. De esta manera pudo Freud sacar a luz de las profundidades de la psique valetudinaria aquellos elementos que eran necesarios para recomponer su normal consistencia.

Pero el alma individual es una selva virgen, toda profusión e infinitud de formas, surcada por senderos incalculables donde Freud penetraba a la buena de Dios en busca de aquel minúsculo detalle abismado en la vida consciente del individuo, perteneciente en ocasiones a épocas muy retiradas, a la juventud, a la infancia del enfermo. En verdad, el hallazgo del tema espiritual lesivo era siempre una casualidad. Una vez comprobado que el olvido de éste es sólo relativo, que, más o menos traspuesto y oculto, perdura sin embargo, ¿no habría medio de organizar metódicamente su captura y construir una técnica de orientación que lleve al médico por caminos rectos al través del alma enferma hasta el lugar donde el elemento patógeno se halla enquistado?

Ni más ni menos que esto es la psicoanálisis: la técnica de la purgación o Katharsis espiritual. Esto era y es, en el orden religioso, la confesión; ya veremos cómo no es la menor objeción que a la psicoanálisis puede hacerse considerarla como una justificación científica del confesonario.

II

Llegamos ahora a la exposición del concepto principal de todo este organismo ideológico, al término que como el muelle real de un reloj pone en movimiento todo el mecanismo de la psicoanálisis.

¿Cómo es posible que representaciones cuyo contenido es tan importante para la vida del enfermo hayan sido arrancadas de los primeros planos de su memoria y permanezcan tan ocultas que sean menester grandes esfuerzos para sacarlas de nuevo a la superficie?

Fijemos los hechos dados: 1.º, el olvido de la representación; 2.º, su recordación después de; 3,º, vencer grandes resistencias que el enfermo mismo opone, sin darse cuenta, a la reproducción de la escena en la memoria. Entre los dos primeros hechos, el tercero equivale a un puente, es decir, a una explicación. En efecto: la «resistencia» que ofrece la conciencia del individuo a que en ella penetre, en forma de recuerdo, aquella representación o serie de ellas sugirió a Freud la siguiente hipótesis, centro de todas sus doctrinas: Las mismas fuerzas que hoy oponen resistencia a que lo olvidado vuelva a ser hecho consciente tuvieron que ser las que en otro tiempo produjeron el olvido y que expulsaron las representaciones patógenas fuera de la conciencia.

He aquí una nueva idea que, armada de todas armas, salta a la arena ideológica: la expulsión o remoción (Verdrängung).

Según Freud, en el centro de todos los acontecimientos emocionales que originan la histeria hay un deseo, una fuerte exigencia emergente, que siendo incompatible con el resto de las ideas, convicciones y deseos dominantes en el individuo, son las fuerzas eyectoras. El deseo que irrumpe en el equilibrio de la conciencia es en sí una petición de placer, de una situación grata, pero frente al resto de nuestros deseos y pensamientos se convierte en motivo de enojo y descontento. Da lugar, pues, su aparición, a un breve conflicto que se resuelve con la expulsión de la imagen levantisca e intrusa. Con la expulsión fuera de la conciencia: bien, pero ¿dónde cae? ¿En qué territorio, en qué mazmorra del ánimo viene a ser recluida? Simplemente, opina Freud, fuera de la conciencia, en lo inconsciente.

Bien, ocurrirá al lector: pero lo inconsciente, lo no consciente es lo fisiológico. Una imagen como tal es algo perteneciente a la conciencia: una imagen fuera de la conciencia equivale, por tanto, a una imagen que deja de ser imagen, que se disgrega en sus elementos sensoriales y deja de existir. Ahí está el error de la gran mayoría de los psicólogos —repone Freud—: emplean los conceptos de consciente y de psíquico como valores idénticos, no admiten lo que parece forzoso admitir, la subsunción de ambos términos de modo que psíquico sea un género bajo el que caben toda una continuidad de conceptos específicos: psíquico consciente, psíquico inconsciente, psíquico preconsciente, etc… Como se advierte, lo inconsciente en el sentido que Freud le da es una de las opiniones psicoanalíticas que mayor superficie ofrecen a la crítica. Cuando lleguemos a la hora de ésta trataremos de poner en claro esta cuestión, la más enojosa y grave de toda la moderna psicología.

Por el pronto, basta con acotar bien el valor del término freudiano: inconsciente es el contenido psíquico que, no sólo no está en la conciencia ahora o en el otro instante, sino que no puede volver a ella porque ha sido expulsado y se le han cerrado las puertas. Reducido a este valor queda este término provisionalmente aceptable, simple nombre de una determinación descriptiva distinto de las suposiciones metafísicas que en la terminología filosófica ha llevado a cuestas (Hartmann).

Constantemente se suscitan en nuestro interior deseos y con gran frecuencia verificamos su expulsión. Sin embargo, no trae ésta consigo el desarreglo histérico o neurótico. En primer lugar, aquellos deseos son de ordinario compatibles de alguna manera con nuestras prescripciones éticas y estéticas fundamentales, de modo que, aunque resulten parcialmente incompatibles, nuestra relación con ellos es de pacto y contrato. Los expulsamos persuasivamente; mejor aún, hacemos que ellos mismos se resuelvan e inserten en la vida general de nuestra conciencia; la expulsión no es, pues, tal expulsión. Otras veces el deseo es perentorio y a la par incomportable radicalmente con nuestras normas íntimas: entonces el conflicto surge y con él el enojo, el sufrimiento espiritual que mueve a la expulsión. Mas, en lugar de realizar ésta sumaria y automáticamente, dejamos que el conflicto perdure, soportamos la desazón y damos al afecto intruso espacio y coyuntura para que se desarrolle y gaste su energía. La conclusión en este caso, como en el anterior, es que se disuelve en la corriente principal de la conciencia.

La expulsión engendradora de síntomas patológicos es, pues, la expulsión brutal y a la vez fracasada[7]: brutal, porque arroja a la representación concupiscente de una manera violenta y mecánica; fracasada, porque el deseo bien que en los aledaños de la conciencia, perdura con toda su integridad y desde fuera influye en la vida consciente enviando a ella como sustitutos que salvan la consigna, elementos extraños y subrepticios que perturban la policía y régimen normal de la psique. Estos últimos son los síntomas patológicos.

Para concluir de aclarar los hechos y la teoría que sobre ellos levanta Freud, reproduzco la breve relación de un caso y una feliz comparación que incluyó el ilustre médico en sus conferencias de Worcester: «Una joven que poco antes había perdido a su padre, después de haberle cuidado —una situación análoga a la de la paciente de Breuer— comenzó a sentir por su cuñado una particular simpatía que fácilmente pudo disfrazarse de afectuosidad familiar. Su hermana enfermó a poco y murió mientras ella y su madre se hallaban ausentes. A toda prisa fueron llamadas sin que se las pusiera en conocimiento el doloroso acontecimiento. Cuando la muchacha llegó al lecho de la hermana muerta, surgió momentáneamente en su conciencia una idea que podía, poco más o menos, ser expresada con estas palabras: Ahora es él libre y puede casarse conmigo. Podemos admitir, con toda seguridad, que esta idea en que le era revelado su intenso amor hacia el marido de su hermana, de que hasta entonces no se había dado cuenta, levantó en su interior una inmediata protesta sentimental y fue condenada a la expulsión. La muchacha enfermó con graves síntomas histéricos, y cuando me encargué de su tratamiento certifiqué que había por completo olvidado la escena junto al lecho de su hermana y el impulso feamente egoísta que provocara. Mediante el tratamiento llegó a cobrar el recuerdo, reprodujo la situación patógena con señales de vivísima emoción y sanó[8]».

«Tal vez consiga aclarar a ustedes —prosigue la conferencia— el proceso de la expulsión y su conexión necesaria con la resistencia echando mano de un símbolo grosero que me ofrece la presente situación. Supongan ustedes que en este aula, cuyo silencio ejemplar y cuya atención no puedo alabar bastante, se encontrara un individuo que se comportara de una manera perturbadora y con sus risas inciviles, su charla y el ruido que mueve con los pies distrae mi atención de mi asunto. Declaro que no puedo de este modo continuar y algunos de entre ustedes, dotados de gran robustez, se levantan y tras breve lucha ponen fuera al perturbador. Ha sido “expulsado” y puedo proseguir mi discurso. Mas para que la interrupción no se repita, si el expulsado pretende volver a entrar en la sala, los señores antedichos ponen sus sillas junto a la puerta y se establecen como “resistencia” después de haber realizado la expulsión. Si ahora trasladan ustedes el dentro y fuera de aquí al consciente e inconsciente psíquicos, tendrán ustedes una imagen bastante apropiada del proceso de la expulsión.

»Pero es posible que no concluya todo por haber puesto al impertinente del otro lado de la puerta. Es muy posible que éste, enojado y fuera de sí por el incidente, nos siga dando que hacer. Ya no se halla, ciertamente, entre nosotros, pero en cierto sentido la expulsión ha sido infructuosa porque fuera está dando el echado un espectáculo insoportable y sus gritos, sus puñetazos en la puerta perturban mi conferencia más aún que su anterior proceder. Algo así son los síntomas patológicos del enfermo. En tales circunstancias nos alegraríamos si, por ejemplo, nuestro presidente, el Dr. Stanley Hall, quisiera tomar sobre sí el papel de mediador pacificador: hablaría con el impertinente fuera y luego se dirigiría a nosotros proponiéndonos que le dejásemos entrar de nuevo, que él salía garante de que había de comportarse mejor. Apoyados en la autoridad del Dr. Hall nos decidiríamos a levantar la expulsión y tomaría entre nosotros la paz y la quietud. En verdad que no sería ésta una representación inadecuada de la misión que corresponde al médico en la terapia psicoanalítica de la neurosis».

De modo que el método freudiano ha de buscar el deseo enquistado y mostrárselo al enfermo. Si es de tal naturaleza que no va en contra de lo admisible dentro del orden social y moral propondrá a éste que le dé satisfacción; si, por el contrario, parece de todo punto irrealizable, procurará, por medio de acertadas sugestiones, llevar al paciente a que derive las energías de aquella concupiscencia hacia fines superiores —Freud llama a esto «sublimación»— y, cuando aún esto no es hacedero, le ayudará para que en una manera razonada, completa e inmanente, renueve la expulsión de aquella forma a que antes me refería, merced a la cual la emoción del contenido mental subversivo es disuelta y difundida por la masa íntegra de la conciencia.

Esta viene a ser la silueta general, el esquema dentro del cual se mueve la psicoanálisis. Sin embargo, el interés especulativo comienza cuando de ese esquema pasamos a los detalles de la técnica psicoanalítica y a las averiguaciones que Freud y su escuela pretenden haber hecho mediante aquélla en los rincones más ocultos y profundos del alma humana, en las sencillas respuestas de la psique, más allá de la consciencia del individuo donde sólo lo urbano y más o menos pulido existe. No, ahora vamos a chapuzarnos en los fondos perpetuamente tormentosos del verdadero individuo, del espontáneo ser de cada cual que, ignorado por la misma persona, rige los actos de ésta como un celado manipulador. La psicología ha sido hasta ahora —en opinión de los psicoanalistas— la geografía de la superficie espiritual: psicoanálisis, empero, es psicología de profundidad[9].

El capricho de la asociación de representaciones, el trabucarse en la conversación, el olvido de nombres propios y palabras que debían sernos familiares y, sobre todo, los sueños van a permitirnos el ingreso en esta morada secreta donde vive lo más nuestro de cada uno de nosotros. Entremos en lo inconsciente.

Cuando un naturalista se ocupa en algún problema de los que hasta ahora habían sido tratados por la filosofía y que por tanto, se hallan envueltos en una larga tradición de complejos y sutiles tratamientos filosóficos, tienen sus manipulaciones un no sé qué de tosca ingenuidad y fresca osadía que podríamos expresar llamándolas robinsonadas. No sirva esto de enojo a los susodichos cuya ejemplar labor científica no sólo merece respeto, sino hasta un poco de envidia. Ser robinsón no es cosa absolutamente mala ni tiene por fuerza un sentido peyorativo.

Mas es inevitable el robinsonismo siempre que alguien se coloca ante un problema sin haber recogido previamente en sí toda la tradición de meditaciones y hábitos mentales que en torno a él ha ido condensando la humanidad en esfuerzo milenario. Muy pocos problemas son ya islas deshabitadas. Muy pocos problemas son virginales curiosidades surgentes del profundo del espíritu. Los problemas tienen tras sí una larga historia de lucha con diversas soluciones, y esa lucha no los ha dejado intactos. Los problemas como tales evolucionan al hilo de la evolución de las soluciones, y pretender resolverlos tal y como espontáneamente se presentan es ir y levantarse una choza en la Puerta del Sol. Ante el problema de la naturaleza, de la fysis, por ejemplo, tiene el físico de hoy que hacer cursar a su mente de una manera esquemática y virtual todas las variaciones metódicas que de Tales a Julio Roberto Mayer ha atravesado la física. Y esto es la física: no sólo la de hoy, sino la integración de las físicas que se han construido desde las fisiologías jónicas hasta Lorentz, Poincaré y Minkovski.

Por otra parte, cuando un hombre de ingenio, llevado de una intensa y perentoria curiosidad, pero exento de la educación gremial, construye sobre un problema viejísimo una teoría espontánea, oriunda de sus hábitos mentales personalísimos, ajena a las teorías clásicas que han abierto a ese problema el camino real —en una palabra, el salteador de problemas, el robinsón—, tropieza a veces con suposiciones tan gallardas, con razonamientos tan transparentes, sencillos y plausibles, que bien puede perdonársele la falta de buena policía científica, la ausencia de maneras, las imprecisiones, los olvidos elementales y demás defectos comúnmente adheridos a esta esforzada condición de robinsones.

Pocas veces aparece ésta tan patente como en los libros de Freud que se refieren a cuestiones psicológicas. Y ahora mismo va el lector a tener de ello una noción inmediata.

Quedábamos en el punto de penetrar a través de la vida periférica de la conciencia, de lo psíquico consciente, en el antro repuesto de lo inconsciente. Esto que parece había de ser empresa circunstanciada y prolija, va a convertirse, merced a Freud, en una simple conversación.

En una colección de pequeños estudios reunidos bajo el título Psicopatología de la vida diaria[10] investiga aquellas menudas perturbaciones de la normalidad psíquica que a toda hora sufrimos todos sin que merezca nuestra atención reflexiva: el olvido de nombres propios, de palabras extranjeras que nos son familiares, de series de vocablos, el trabucarse, los errores que cometemos en la lectura y al escribir, el olvido de impresiones y propósitos, el coger una cosa por otra, etc., etc. Como estos fenómenos son la expresión más simple y abreviada del problema que Freud persigue, y su explicación el ejemplo elemental del método psicoanalítico, creo conveniente reproducir alguna de las páginas que Freud les dedica. Sólo así resultará luego fácil la comprensión de su complicada teoría de los sueños y de su concepción general de las neurosis e histerias.

«Durante el verano pasado —dice Freud[11]—, trabé conocimiento con un joven de educación académica que, según advertí pronto, tenía noticia dé algunas de mis publicaciones psicológicas. Hablamos de la situación social de nuestra raza (también era judío), y él, que es ambicioso, se extendió en lamentaciones sobre el fracaso a que su generación estaba condenada por no poder satisfacer sus necesidades ni desarrollar sus talentos. Concluyó su apasionado discurso con el conocido verso de Virgilio en que la infeliz Dido transfiere a la posteridad la venganza de Eneas: Exoriare…, mejor dicho, quiso concluir así; porque no logró reconstruir la cita y trató, mediante transposición en las palabras, de cubrir un vado evidente: Exoriar (e) ex nostris ossibus ultor! Al cabo, enojado, dijo:

»—Más valiera que en lugar de poner gesto burlón me ayudara usted a salir de esta perplejidad. En este verso me falta algo. ¿Cómo suena entero?

»Yo contesté citando exactamente el verso:

»—Exoriar (é) ALIQUIS nostris ex ossibus ultor!

»—¡Qué tontería, olvidar una palabra así! Por cierto que, según dicen, sustenta usted la opinión de que nada se olvida sin razón. Tendría verdadera curiosidad por saber —añadió con sorna—: cómo he venido yo a olvidar este pronombre indeterminado aliquis.

»Acepté gustoso la invitación, porque esperaba conseguir un dato más para mi colección. Díjele, pues:

»—Podemos averiguarlo al punto. Sólo tengo que pedirle a usted que me participe sinceramente y sin crítica previa cuanto se le ocurra al fijar su atención sin propósito determinado en la palabra olvidada.

»—Perfectamente.

»—Y resulta que me da la ridícula ocurrencia de partir la palabra: a y liquis.

»—¿Qué significa eso?

»—No sé.

»—¿Qué más se le ocurre a usted?

»—Pues continúo de este modo: Reliquias - Liquidación - Líquido[12] - Fluido. ¿Averigua usted ya algo?

»—Ni mucho menos. Pero siga usted.

»—Pienso —prosiguió— en Simón de Trento, cuyas reliquias vi dos años hace en una iglesia de Trento. Pienso en la acusación de beber sangre que ahora se renueva contra los judíos y en el escrito de Kleinpaul, que ve en todos estos supuestos sacrificios, encamaciones, por decirlo así, reproducciones del Salvador.

»Le hice observar que la ocurrencia no carecía de conexión con el tema sobre que hablábamos, antes de que se olvidara de la palabra latina.

»—Cierto. Y además pienso en un artículo de un periódico italiano que leí hace poco. Creo que se titulaba “Lo que dice San Agustín sobre las mujeres”. ¿Le sirve a usted esto de algo?

»—Espero.

»—Bueno; pues ahora viene algo que seguramente no tiene la menor conexión con nuestro lema.

»—Haga usted el favor de renunciar a toda crítica y…

»—Bien. Me acuerdo de un magnífico anciano que encontré de viaje la semana pasada. Un verdadero orignal. Parecía un ave de rapiña. Se llamaba, si quiere usted saberlo, Benito.

»—Tenemos, por lo pronto, una serie de Santos y Padres de la Iglesia: Sail Simón, San Agustín, San Benito. Un Padre de la Iglesia se llama también Orígenes. Además, tres de estos nombres son nombres de uso corriente, como Paul en el nombre de Kleinpaul.

»—Ahora me recuerdo de San Enero y su milagro de la sangre…; me temo que esto sigue así mecánicamente hasta el infinito.

»—No importa. San Enero y San Agustín tiene que ver con el calendario. ¿Quisiera usted contarme qué es eso del milagro de la sangre?

»—¡Sin duda lo conoce usted! En una iglesia de Nápoles se conserva en una ampolla la sangre de San Enero, que milagrosamente cierto día del año se hace liquida (alemán, flüssig). El pueblo tiene gran fe en este milagro, y se excita cuando tarda en realizarse, como aconteció una vez durante la ocupación francesa. Entonces llamó el general comandante —o tal vez me equivoco, tal vez era Garibaldi— al obispo y le significó con un gesto expresivo, señalando los soldados dispuestos fuera, que esperaba que el milagro se verificara muy pronto. Y, efectivamente, se realizó…

»—Bueno; ¿y qué más? ¿Por qué se detiene usted?

»—Porque, la verdad, me ha ocurrido ahora algo…, pero es demasiado íntimo para que se lo participe… Por lo demás, no veo que tenga relación ninguna con lo que hablamos ni necesidad de contarlo.

»—De la relación cuidaré yo. No puedo obligarle a usted a contarme lo que sea a usted desagradable; pero entonces no pida usted que le descubra por qué caminos ha venido usted a olvidar aquella palabra aliquis.

»—¿Cree usted que sirva algo? Bueno, pues de pronto he pensado en una dama de quien tal vez reciba una noticia que a ambos nos es desagradable.

»—¿Que le ha faltado el período?

»—¿Cómo ha podido usted averiguarlo?

»—No es difícil. Me ha venido usted poco a poco preparando a ello. Piensa usted en los Santos del calendario, en la liquidación de la sangre en un día determinado, en la revolución si no acontece el hecho, en la clara amenaza para que el milagro acaezca forzosamente, si no… Ha empleado usted maravillosamente el milagro de San Enero para simbolizar el período de la mujer.

»—Pues yo no me he dado cuenta. ¿Y usted piensa realmente que por esta espera llena de temor no he podido reproducir la palabra aliquis?

»—Para mí es indudable. Acuérdese usted de su división en a-liquis y en las asociaciones reliquias, liquidación, líquido. Después fue usted a Simón de Trento. ¿Qué le parece a usted si complicamos en esta serie a San Simón, que fue sacrificado niño?

»—No, no; por nada del mundo. Espero que, aun suponiendo que yo haya tenido realmente tales pensamientos, no los tomará usted en serio. En cambio, le confesaré a usted que la dama es italiana y que en su compañía visité Nápoles. Pero ¿no es todo una serie de casualidades?

»—Al juicio de usted dejo si la suposición de una casualidad puede explicar todas estas conexiones. Pero sí le digo a usted que todo caso análogo que usted analice le llevará a “casualidades” igualmente extrañas e increíbles».

Este ejemplo encierra in nuce todo el aparato de la psicoanálisis. Ni siquiera le falta cierta nota general a todas las páginas psicoanalíticas: la de tener una dimensión común con el chascarrillo e invitar decididamente a la risa.

El síntoma cuya génesis hay que reconstruir es aquí la ausencia, al parecer fortuita, de la imagen idiomática aliquis. El análisis muestra que esa palabra inocente se halla en complicidad asociativa con toda una cadena de imágenes a cuyo extremo opuesto había un ovillo de representaciones desagradables y un deseo equívoco, nada ético, profundamente egoísta. La conciencia alerta, a fin de evitarse un desasosiego, impide que el extremo inocente de la cadena suba a flor de la percatación, porque con él ascenderían todos sus eslabones y al cabo de ellos aquel quiste o grumo de enojos.

Ahora se comprende por qué el análisis requiere que se disponga la conciencia en un estado de inatención y debilidad y que se le deje deslizarse por su propio peso. La atención, el pensar atento, es un pensar crítico, que procede según una intención fija, y en este caso, la intención de la conciencia plena había de ser apretar sus mallas contra los contenidos inconscientes, fastidiosos que constantemente merodean en su derredor como enemigos a la busca de un portillo, de una guarda débil, de un resquicio franco. La mera asociación representa frente al pensar, en estricto sentido, una menor intensidad de la energía específica de la conciencia, o sea, de la atención que tiene un carácter teleológico.

Otro tipo de faltas en la memoria está constituido por el falso recuerdo. Si en el caso anterior queda un vacío en la reminiscencia, en esta otra clase de perturbaciones mínimas ese vacío se llena, pero no con la representación debida, sino con otra. Hay, pues, una formación compensadora, lo que hace al síntoma mucho más característico.

Así refiere Freud un ejemplo que también es de viaje y de Italia. Hacía una jornada en coche, de Ragusa, en Dalmacia, a una estación de Herzegovina con un amigo. La conversación vino a dar sobre viajes por Italia, y preguntó a su acompañante si había estado en Orvieto y había visto los estupendos frescos del Domo pintados por… Un momento de vacilación. En lugar del nombre Signorelli, autor de aquellos frescos, se presentan otros dos nombres: Botticelli y Boltrafio, que al punto son reconocidos como falsos. ¿Por qué estos dos nombres, de los cuales uno de ellos es mucho menos familiar que Signorelli?

El análisis mostró que la serie de pensamientos correspondientes al tema de esta conversación había sido perturbado por un tema no satisfecho de otra conversación anterior. Momentos antes, en efecto, habían hablado de las costumbres turcas en Bosnia y Herzegovina; de la fe que tienen los turcos en el médico, y de su fatalismo. Cuando se les dice que el enfermo no tiene remedio exclaman: «Herr (Señor en alemán), ¿qué se le va a hacer? Bien sé que si tuviera salvación le habrías salvado». Resulta, pues, que entre Signorelli y Botticelli-Boltrafio, se había interpolado por asociación Herzegovina, Bosnia y Herr.

Ahora falta buscar el punto en que la línea que va de Signorelli a Herr y la que asciende hasta Boltrafio y Botticcelli se unen en una representación expulsada.

Freud prosigue diciendo que la palabra Herr y las reminiscencias sobre las costumbres turcas que un colega suyo le había descrito le llevó a recordar la exasperación de la sexualidad que les caracteriza, y cómo resignados ante el destino, la menor dificultad para el goce erótico les subleva y les impele al suicidio. Un paciente de su colega había dicho a éste: «Herr, ¿tú sabes? Si esto se acaba, la vida no tiene valor». Estas representaciones de muerte y sexualidad despiertan de pronto en el ánimo de Freud el recuerdo de una noticia enojosísima que pocas semanas antes había recibido durante su estancia en Trafoi. «Un paciente —dice— con quien me había tomado mucho trabajo había puesto fin a sus días a causa de una perturbación sexual incurable. Sé con toda seguridad que durante mi viaje a Herzegovina, ni este triste suceso ni cuanto con él íntimamente se relaciona me había venido a la memoria consciente».

De este modo queda reconstruida la cadena: de la representación expulsada va una línea en prieta asociación hasta Signorelli, pasando por Herr. Otra línea va pasando por Trafoi a Boltrafio y Botticelli. Pero estos tres nombres se hallan unidos a su vez por una asociación superficial e inocente: Signorelli, Botticelli, Boltrafio, Trafoi, Bosnia. La asociación en profundidad arranca de la memoria a Signorelli y se lo lleva a la mazmorra de lo inconsciente, enviando en su lugar dos representantes indocumentados que al parecer en la conciencia no saben a qué han venido ni por qué están allí. En realidad, son símbolos del deseo expulsado y latente.

Pasemos ahora a otro punto de la Psicopatología de la vida diaria, que, como luego se verá, tiene estrecha relación con el mecanismo de los sueños[13].

Observa Freud el extraño fenómeno de que nuestros primeros recuerdos infantiles suelen conservar lo indiferente y accidental mientras que las impresiones importantes fuertemente emocionales no dejan a menudo huella alguna en la memoria del hombre maduro. ¿Cómo es esto posible? Así como en la clase de fenómenos anteriormente considerados nos sorprende el error cometido, así en ésta nos sorprende el hecho de que poseamos tales recuerdos anodinos mientras nuestra vida infantil casi íntegramente ha desaparecido.

«Me parece —dice Freud[14]— que tomamos con harta indiferencia el hecho de la amnesia infantil, de la desaparición de los recuerdos correspondientes a los primeros años de nuestra vida, en lugar de descubrir en él un extraño enigma. Olvidamos que un niño de cuatro años, por ejemplo, es capaz de actuaciones altamente intelectuales y de emotividad muy complicada; debiéramos, pues, admirarnos de que la memoria de años posteriores conserve tan poco de estos procesos espirituales cuando habíamos racionalmente de pensar que no han podido pasar sin dejar huella profunda en la evolución de la persona, antes bien, han debido ejercer un influjo decisivo sobre todo lo subsecuente».

Es de notar que los recuerdos infantiles que poseemos participan del carácter de reminiscencias visuales, aun en aquellas personas que no son del tipo visual en el resto de su complexión mental. Los recuerdos infantiles son, por decirlo así, escenas plásticamente compuestas, sólo comparables a las representaciones teatrales. En estas escenas vemos de ordinario nuestra propia persona en su figura infantil con su silueta y su traje. Esta circunstancia da que pensar, porque los adultos, aun siendo visuales, no suelen ver su propia persona al recordar escenas de épocas posteriores en que tomaron parte. Todo hace sospechar que estos recuerdos de nuestra infancia no son realmente sino combinaciones posteriores que ha impuesto al material de imágenes realmente infantiles el influjo de otros poderes psíquicos ulteriormente sobrevenidos. De modo que el compuesto que hallamos ante nuestra memoria es más bien un «recuerdo encubridor del recuerdo verdadero, algo así como lo que son los recuerdos de la infancia de los pueblos conservados en las leyendas y mitos[15]».

Aquí, pues, la perturbación del recuerdo es regresiva. Un elemento vivo e inconsciente de nuestra psique actual desarticula los agregados de imágenes infantiles y, como un artista, compone con ellos una escena original con que cubre el vacío dejado en la conciencia por un grupo de representaciones expulsadas.

Por qué tenga todo esto que ser así, no lo dice Freud: en general, la «psicología de profundidad», que acusa a toda otra psicología de limitarse a la descripción de los fenómenos psíquicos sin mostrar su mecanismo, suele olvidarse de comunicarnos por qué es necesario que las cosas acontezcan como, según sus suposiciones, acontecen. Ahora bien: si alguna diferencia esencial existe entre el método explicativo o de mecanismo y el método simplemente descriptivo, es que aquél revela el por qué de las variaciones fenoménicas y éste se contenta con fijar lo positivamente acaecido y clasificarlo según caracteres exteriores más o menos convencionales. Pero los psicoanalistas dicen meramente: «Los fenómenos dados tienen esta explicación». Y si se les pide que muestren por qué ésta y no otra cualquiera, responden: «Nosotros no buscamos causas a priori». Bien cabe pensar; pero no se trata de causas metafísicas; lo característico del por qué en la ciencia moderna no es ningún valor y entidad mística que se conceda a supuestos poderes ocultos, sino, más sencillamente, consiste en la fórmula de una conexión necesaria entre series de variaciones fenoménicas. Esta conexión es necesaria cuando es exacta, ni más ni menos; cuando a cada elemento de una serie corresponde en la otra serie uno y sólo uno; cuando, en una palabra, se puede establecer entre los hechos una función de expresión matemática más o menos conclusa. Cuando esto es imposible, la ciencia se contenta con ser descriptiva. Así la biología, cuando quiere levantarse de sus pasivas disciplinas descriptivas a ciencia explicativa procura convertirse en mecánica. Pero, entiéndase bien: en mecánica física, que es la única que hay[16], mecanismo que no es mecanismo físico, no es mecanismo, es una metáfora. En el fondo trata Freud de hacer desembocar la psicofisiología en la biología y a esta tendencia no hallo nada que oponer.

Pero entremos en el recinto maravilloso de los sueños.

La Lectura. Año 1911. Tomo III, págs. 139 y 391.