UNA RESPUESTA A UNA PREGUNTA
Marburgo, 4 septiembre.
AMIGO Baroja: Recibo El Impartial y leo lo que escribe usted bajo el título «¿Con el latino o con el germano?» Por una curiosa coincidencia, al mismo tiempo que usted escribía sobre esa cuestión enviaba yo a Madrid unas cuartillas, que espero se hayan publicado a estas horas, tratando del mismo asunto. Pocas semanas hace Ramiro de Maeztu tocaba el mismo problema desde las columnas del Heraldo. No parece, pues, que se trate de un capricho o humorada personal, de un súbito enojo contra el imperialismo larvado de Francia; hace tiempo que con la imprecisión y lentitud características de nuestros movimientos nacionales prepara nuestra raza un cambio de orientación torpemente, como un ciego que orienta su faz hacia donde se derrama un poco de luminosidad.
Yo no sé si sería deseable una aproximación de España a Alemania en los temas de política internacional. La política es una ciencia experimental cuyas soluciones no puede anticipar nadie: es el reino de los problemas particulares y concretos y es la suma de las técnicas administrativas, cuyo conocimiento supone la vida de un hombre. Por tanto, me es cada vez menos soportable la política del à peu près que amenaza convertir la democracia en triunfo de la incompetencia. Quédese, pues, el aspecto político de la cuestión para el que entienda de ello.
De todos modos, conviene separar completamente la realidad política de la Alemania actual y la cultura germánica. Hay muchos alemanes cuya es la opinión de que el poderío imperial se ha logrado a costa del abandono de los grandes ideales, de la cultura germánica. Bismarck, dando a su raza aquella decisiva lección de agresividad, desvió hacia los músculos las energías que antes iban íntegras al corazón y a la cabeza. De suerte, que aunque en la política alemana resplandezcan algunas de las genuinas cualidades tudescas, aunque nos garantice mayor seriedad, menos ambición, no hay que hacerse ilusiones: el imperialismo alemán para sostenerse será duro, perentorio, exigente, como lo han sido todos los imperialismos habidos y por haber.
Mas lo importante para usted como para mí, es la aproximación cultural de España a Alemania. Con ello da usted muestras de una sensibilidad histórica que suele faltar a los universitarios españoles; no hablemos de los políticos.
Ya una vez se intentó cosa parecida. Por los años del 70 quisieron los krausistas, único refuerzo medular que ha gozado España en el último siglo, someter el intelecto y el corazón de sus compatriotas a la disciplina germánica. Mas el empeño no fructificó porque nuestro catolicismo, que asume la representación y la responsabilidad de la historia de España ante la historia universal, acertó a ver en él la declaración del fracaso de la cultura hispánica y, por tanto, del catolicismo como poder constructor de pueblos. Ambos fanatismos, el religioso y el casticista, reunidos pusieron en campaña aquella hueste de almogávares eruditos que tenía plantados sus Castros ante los desvanes de la memoria étnica. Entonces se publicaron volúmenes famosos donde se decía que España había poseído y aún poseía todas las ciencias en grado análogo a las demás naciones; se contaba el cuento, harto repetido, de supuestos inventos nuestros aprovechados y poco menos que robados por otros pueblos. En fin, se confirmaba la continuidad de nuestra producción cultural de modo que no había para qué ir a buscar fuera orientación y disciplina.
Yo espero que hoy hayan cambiado los ánimos de esas gentes ciegas que juzgaban de colores y sin tener conocimiento suficiente de las ciencias fundamentales osaban hacer el balance de la cultura universal. A este propósito quiero citarle una extraña página que hallé el otro día en un libro de propaganda en favor de los estudios clásicos, compuesto por un ilustre filólogo, profesor en San Petersburgo. Encomiando la veracidad de la historiografía greco-latina —nequid falsi audeat, nequid veri non audeat historia— contrapone a ella lo que él llama el hotentotismo, y mire usted por dónde se sirve de los españoles como ejemplo: «Cuando un español defiende con calor a los españoles oprimidos en Portugal, pero se enfurece ante una defensa análoga en pro de los portugueses perjudicados en España; cuando un mismo español, como republicano, se muestra agradecido al Gobierno por la prohibición de la propaganda carlista, pero al día siguiente insulta al Gobierno por la prohibición de demostraciones republicanas, parécele haber juzgado en todos estos casos sana y consecuentemente. Mas yo creo que ha obedecido en el primer caso al hotentotismo nacional; en el segundo, al de partido. Y, no obstante, tengo que añadir: mientras este hotentotismo dominara a las personas sólo en sus contiendas nacionales y de partido, sería mediano el perjuicio; se afirma que tiene que ocurrir así —no he de discutirlo—. Pero nuestros españoles no se contentan con esto: exigen que la historia íntegra, en cuanto es escrita por españoles y para españoles, manifieste un tal carácter que pueda verse, desde luego, que ha sido escrita por un español y no por un portugués. Yo recuerdo ante esto, con nostalgia, aquellas palabras con que inicia Tucídides su trabajo: “Tucídides de Atenas ha escrito esta historia de los peloponesios con los atenienses”; y está bien que haga esto, porque sin esas palabras nadie podría adivinar en el carácter y tendencia de su obra quién la había escrito: si un ateniense, un espartano, o un hombre de Corinto». No hay motivo para que nos enojemos con el sabio investigador de la prosa ciceroniana; porque luego añade: «Por lo demás, señores, habrán ustedes comprendido, desde luego, que si hablo aquí de los españoles, es porque viven muy lejos, y como no sabrán nunca lo que sobre ellos he dicho, no se sentirán ofendidos». (Th. Zielinski: «Los antiguos y nosotros», págs. 75-77).
Yo creo que las cosas han cambiado bastante; que si se volvieran a publicar aquellos libros en que se vindicaba magníficamente para nuestra raza el invento del palo de campeche, no entusiasmarían al público. Pero fue fatal que entonces se les diera acogida; porque no hemos de olvidar que precisamente entonces fue cuando Francia e Italia, Francia la recién vencida, Italia la irredenta, se pusieron a la escuela de Alemania decididas a remozar el fondo de sus almas. Y lo que hay hoy en Francia de robusto y en Italia de medrado se debe a aquella ingerencia de «nieblas germánicas».
Es oportuno que esto conste, a fin de que no parezca que tratamos de hacer usos nuevos: el confrontamiento con la ciencia y la literatura alemanas, eso que yo llamaba el otro día reabsorción del germanismo, lo vienen realizando nuestras dos hermanas mayores sin alharacas, sin espantos, como cosa que se cae de su peso. Si alguien las incitó a germanizarse fueron los más grandes representantes de su tradición castiza: Renan implícitamente, cazurramente; Carducci con sonoro entusiasmo.
Un poco tarde es, pues, si es tarde alguna vez, para ponerse bien con Dios. Sobre las virtudes alemanas ha revestido su coraza el imperio; la riqueza industrial, los negocios coloniales, los hierros de Essen y Dusseldorf han americanizado una raza que vivía recogida en cien pequeños centros provinciales, simples, sobrios, cultivando su visión del infinito. Cierto que las nuevas necesidades les han traído a ejercitar sus maravillosas construcciones teóricas en la organización de la práctica social, sacando de sí la más perfecta, ingente y completa administración que ha existido nunca. Pero cada día van encareciéndose más sus virtudes esenciales.
Aunque no es bueno y es harto donjuanesco echar el todo a una carta, vengo repitiendo con meritoria insistencia que la decadencia española consiste pura y simplemente en falta de ciencia, en privación de teoría. Ya sé que con esto, no sólo contradigo excesivamente la opinión de aquellos eruditos almogávares del año 70, sino que tampoco encuentro eco simpático en el ánimo de casi ningún español mayor de cuarenta años. Es verdad moza que llega con nosotros y nos hace posible la esperanza; una verdad propia de quien siente un pesimismo creador, un pesimismo que acumula los males sobre el pasado, a fin de dejar francas las vías del porvenir. La generación de usted y la mía y la que se anuncia, participan de este temperamento, y cabe esperar que, aceptando aquella interpretación de la historia de España, comiencen la reforma. Después de todo, la política, los cambios de la emoción nacional, lo que se impone sobre los egoísmos individuales y familiares, ha salido siempre de los jóvenes. No sé si ha leído usted que, según los estudios más modernos y cuidadosos, ha de buscarse el origen de la política y de la ciudad, no tanto en la agrupación de familias, cuanto en la asociación de los muchachos solteros que, rompiendo el circuito doméstico, se reunían en un como club juvenil, germen de la plaza, del ágora, de la Universidad y del Parlamento.
Todavía el Sr. Sánchez Toca, en su reciente libro Reconstitución de España en vida de economía política actual —libro tan anacrónico, tan maniático y tan’ sin ventanas a parte alguna, que parece cavilado por un bonzo solícito en un convento tibetano—, sustenta la tesis de que nuestros atrasos en el siglo XIX proceden de la manía ideológica de nuestros políticos. ¿Qué le parece a usted este tópico, amigo Baroja? ¿Cree usted que Mendizábal y Narváez, el duque de la Torre y O’Donnell y Prim, Ruiz Zorrilla y Sagasta, Castelar y Cánovas fueron ideológicos? El único que pudiera justificar este título, Castelar, ¿no fue el inventor de la «política positiva»?; ¿no se pasó los veinte años últimos de su vida predicando la «política positiva»? Por el contrario, Gioberti y Mazzini dieron el primer impulso a la realización política de Italia, y Cobden defendía la Liga «Anti Corn Law», demostrando que era un corolario de los principios del Evangelio, y en el Parlamento inglés se escucharon frases como ésta, pronunciada por Canning: «Se ha iniciado un período en que los ministros tienen en su poder aplicar a la administración de esta tierra las rectas máximas de una profunda filosofía». Y, no obstante, la generación actual de Inglaterra, heredera de Meredith, prosigue, con Wells y Shaw a la cabeza, la crítica del empirismo, del costumbrismo inglés, y piden que la razón, que la idea gobierne al antiguo pueblo de los Robinsones.
Sería útil que de una vez abandonáramos este lugar común: las ideas no han estorbado todavía a nadie para hacer con discreción las cosas, y aunque ocurriera lo contrario, no podía servir España de ejemplo. Sólo de tiempo en tiempo han caído, como lluvia benéfica, sobre nosotros algunas rociadas de pensamientos, y siempre el efecto sobre el país ha resultado fecundo. Así aconteció con los hombres de las Cortes de Cádiz, de quienes dice muy graciosamente Oliveira Martins: «As ideas redopiaban doidamente en esses cerebros combatidos por seculos de atrofia».
En realidad, no hay práctica sin teoría ni pueblos sin ideólogos, a no ser que se entienda por ideólogo, un hombre que dice bernardinas, en cuyo caso es más bien un majadero. Teoría no es más que teoría de la práctica, como la práctica no es otra cosa que praxis de la teoría, o como Leonardo supo decir mejor: «La teórica è il capitano e la pratica sono i soldati».
El Imparcial, 13 septiembre 1911.