AL MARGEN DEL LIBRO «COLETTE BAUDOCHE», DE MAURICE BARRÈS

EL público español no conoce apenas el nombre de Maurice Barrés. Esto es una falta más de nuestra república literaria, privada completamente de espíritus críticos que se encarguen de orientar los débiles residuos de atención que aún pudieran hallarse entre los escombros de la conciencia nacional. Aparte de la significación que tiene Barrés en la literatura europea vigente, debiéramos los españoles haberle demostrado algún agradecimiento por sus páginas tituladas Sangre, placer y muerte, donde se nos ha enseñado a nosotros mismos una manera de mirar nuestra pintoresca barbarie, que no será probablemente exacta, pero que es muy fecunda en emociones y vale, por lo tanto, como una verdad provisoria. Mientras no tengamos presto el historial de nuestra ra2a —y necesitaríamos un siglo para ello—, habremos de contentarnos con poéticas interpretaciones de nuestro carácter, en las que no podremos creer sino a medias y entre sonrisas. Ésta que Barrés nos ofrece es grata al menos, y le ha inspirado tan bellos párrafos que sólo puede ocurrimos pensar: ¡Cuánto nos divertiríamos si fuésemos así!

De todos modos, los fondistas españoles se hallan en deuda con este escritor: nadie ha fomentado más en los últimos años los viajes por España: el lirismo denso, comprimido en el libro de Barrés, ha disparado como una catapulta romana sobre nuestros paisajes todo el snobismo de ambos mundos, y, gracias a él, las lindas mujeres de Montmartre han venido a los campos andaluces y castellanos para ver cómo mana la energía.

La figura literaria de Barrés exige, más que merece, un estudio detallado. Hágalo quien pueda y sepa. Acaso desde Chateaubriand, con quien tiene sumo parentesco, no haya alcanzado ningún escritor en Francia poderío tan fuerte, y, sobre todo, después de Chateaubriand, de Stendhal y de Flaubert, nadie como Barrés nos obliga a remover, en tanto le discutimos, las cenizas originales en el sacro altar del alma grecolatina. Esto es lo más que se puede decir de un escritor vivo; serán mejores o peores sus libros; será su nombre efímero o clásico en la historia literaria: tales cuestiones no pueden interesamos a los contemporáneos. Ai posteri l’ardua sentenza. La importancia de un poeta sólo puede precisarse midiendo la estela de excitaciones que va dejando su obra después de la muerte.

Pueblo tras pueblo, todos los que venimos a florecer y a morir en tomo de este mar nuestro, de lomos azules y reír innumerable, hemos hostigado nuestras multitudes étnicas hacia un ideal armonioso, hacia una fórmula que, siendo única, baste para resolver el problema inconmensurable de la vida. En tal afán, gallardo y sublime, se han consumido las almas mejores de Grecia, de Roma, de Italia, de Francia y de España. Estas naciones no admitían como verdadera una palabra que al mismo tiempo no fuese bella y que, además, no incitara a la actividad. Ahora, otros pueblos, tan llenos de virtudes que vienen encorvados como esclavos bajo su peso, quieren imponernos un ideal menos claro y, desde luego, menos armónico.

La cultura es, dondequiera, una: el griego y el escita, el francés y el prusiano trabajan ciertamente en una obra común. Pero hay una forma de la cultura peculiar al Sur de Europa, un modo mediterráneo de amar a Dios, de contar los cuentos, de andar por las calles, de mirar a las mujeres y de decir que dos y dos son cuatro. Sobre esta forma ríñese la batalla. La tarde muere y se acerca la hora decisiva; por todas partes se advierte la inminencia de una nueva organización política y moral del mundo. ¿Cuál será la forma en que se plasme el nuevo régimen de vida? Los pueblos mediterráneos llevamos las de perder: somos más viejos, estamos ya un poco cansados de educar salvajes, hemos consumido las reservas de ingenuidad que requiere toda acción tenaz y osada, nos falta economía y obediencia, virtudes inferiores que momentáneamente suplantan la verdadera superioridad. Somos un ejército donde cada soldado es un Ulises y las tretas son tantas que se inutilizan las unas a las otras. Además, sin mitología no hay conquistadores. Grecia vence al Asia mientras cree en sus propios mitos y es vencida en cuanto comienzan los filósofos a desmontar, como máquinas viejas, los oráculos. Los alemanes creen en el mito de su emperador, ¿quién podrá resistirlos? Entre nosotros el mal gusto del káiser Guillermo habría bastado para disolver el respeto al Imperio[65].

Es, pues, lo más probable que el mundo se ordene nuevamente según el compás germánico. Esto significaría, como en cierta ocasión Renan dijo, el advenimiento de una «panbeocia» universal: existir sería un oficio más higiénico, pero los nervios humanos darían menos vibraciones por segundo y las nueve musas, para no perecer, acabarían, unas después de otras, como señoritas de «comptoir». No extrañe, consecuentemente, que saludemos con entusiasmo en la obra de Barrés lo que acaso sea la última guerra que mueven al Norte las poblaciones del Sur. Aunque el mismo Barrés crea que el aticismo no puede revivir, muerta la Hélade, mucho hallamos en su literatura agresiva del aticismo decadente y desesperado que representa Alcibiades: cuando menos el desdén, la ironía, la impiedad, las ambiciones ágiles, y haber, como éste, en fin, cortado varias veces la cola al perro para que hablen de él.

Este es el problema en cuyo derredor escribe Barrés sus últimos libros. Un tiempo oscureciósele ante los ojos la cuestión hasta el punto de alistarse en la hueste del general Boulanger y de predicar un «chauvinismo» indelicado. Cierto que Francia ha recibido heridas en su gloria personal, y no sólo se ve amenazada como cultura, sino como Estado. Pero más tarde, en un viaje de Grecia, fontana materna de la cultura mediterránea, volvió a ver el noble sentido de la lucha, y ahora publica un libro tan sencillo y radiante que parece escrito en cristal.

La ciudad de Metz, incorporada a Alemania el año 70, presenta un caso especial de este antagonismo entre dos culturas. No sufre la imposición extraña purificada por la lejanía y bajo las especies del arte o de la ciencia, más sintéticas y faciles de repeler. Allí se pelea analíticamente en cada hora, en cada calle, en cada cuarto. El conquistador va haciendo huecos en la personalidad indígena, distendiendo sus poros, y los franceses mesinos, siéndoles imposible la gran táctica, se ven reducidos a cambiar su heroísmo en cuartos y a desgranarlo, como un rosario, para repartirlo entre todos los minutos.

La señora Baudoche y su nieta Colette viven con una renta modestísima, hasta el punto de verse obligadas a alquilar dos habitaciones a un huésped. Este huésped tarda en presentarse, y cuando llega, es un prusiano, el doctor Frederic Asmus, de veinticinco años, que llega de Koenigsberg con un sueldo de 2200 marcos en concepto de maestro del Liceo. Es el «alemán clásico, tocado de un sombrero verdoso y vestido, o mejor empaquetado, en un levitón universitario. Es el uniforme de la inmensa armada de los invasores pacíficos que se ha puesto en marcha tras los vencedores y desfila desde hace treinta y cinco años». El doctor Asmus recordaba «en cierto modo (con menos radiación, claro está), el memorable retrato, a la vez ridículo y bello, que se ve en el Museo de Francfort, del joven Goethe tendido en la campiña romana y parecido a un joven elefante».

Las Baudoche son dos francesas de la especie más sencilla: su educación no es noticiosa, no saben apenas nada, no han recibido de fuera ninguna erudición; pero la sangre que corre por sus venas ha heredado toda la riqueza anónima de inventos morales que se deben a la ilustre casta de Francia. La educación, en lugar de recibirla, trasciende de ellas, unge todos sus modales y espiritualiza los muebles de sus habitaciones.

El doctor Asmus, por el contrario, viene de una raza que necesita aprender las cosas por principios. No es pedante porque en él la pedantería es la manera natural y espontánea de tocar las cosas. Es leal y honrado, pero alguna vez se emborracha siguiendo la costumbre de su nación. «Pertenecía a la raza de los idealistas que sobre su colina sagrada de Bayreuth, después de haber oído a su profeta durante una hora, se lanzan sobre la cerveza y las salchichas y comienzan de nuevo a soñar y vuelven a ahitarse, alternativamente, de actos en entreactos, incapaces aún en estos días consagrados a lo sublime de depurar sus hábitos groseros».

Este invasor va entrando insensiblemente bajo el encanto de una vida más pulimentada. Todo va iniciándole en una civilización más suculenta, a la vez de mayor complejidad y de más graciosa unidad. Al sustituir la cerveza por el vino confiesa que se siente más ingenioso. La estufa sajona, mole enorme e idiota, le había acostumbrado a un fuego mudo, y por decirlo así, inorgánico. En Metz trabaja junto a una chimenea de leña que se consume charlando, gimiendo y riendo y mientras las llamas le componen rojas fantasmagorías. Y sobre todo Colette va y viene por la casa: es una muchacha profundamente serena, dotada de un buen gusto automático y sin vacilaciones.

El pobre doctor poseía una novia en Koenigsberg, «una hermosa walkyria» que le obsequia en Navidades con un almohadón, «sobre el cual arabescos de estilo moderno dibujan las palabras del: “Nur ein Viertelstundchen” —sólo un cuartito de hora—. Sin duda había querido con estas palabras fijarle la duración de la siesta. Y el profesor, con verdadera ternura, decía a las Baudoche: “Está relleno con sus cabellos”. Colette y su abuela parecieron estupefactas y preguntaron a una: “—¿Cómo, se ha cortado los cabellos?” —“¿Que piensan ustedes?”, dijo el profesor; son los que caen cuando se peina».

No era difícil la victoria de Colette. Sin proponérselo suscita el amor en el corazón erudito del joven doctor Asmus, que le propone poco después el matrimonio. Pero Colette, oyendo la gran misa de Requiem por los muertos en la defensa de Metz, comprende que el honor francés le impide casarse con un prusiano. Colette Baudoche es «una francesita de la línea corneliana».

Tal es la sencillísima trama de este nuevo libro con que Barrés incita a meditar sobre el problema moral «de una ilustre ciudad galo-romana y católica, puesta allí para hacer y padecer la guerra de Alemania eternamente». El problema es perpetuamente vivo: siempre habrá colisión entre el deber de ser pacífico y el deber de la agresividad. Tan viejo es el caso que forma desde antiguo un género literario. Podría incluirse la novelita de Barrés entre los romances fronterizos.

1910.