LA TEOLOGÍA DE RENAN
EL libro de Gastón Strauss, «La política de Renan», nos ofrece la ocasión de observar cómo un intelectual se aproxima a la política.
Lo primero que advertimos es que Renan no llega a la acción social en estado de inocencia. La política no se daba en él —como en ningún pensador— en estado de inocencia. Los programas que en 1869 y 1878 proponía a sus lectores eran corolarios de su filosofía de la historia.
Este es un dato que deben meditar los jefes de partidos españoles si, como parece, han creído que llega la oportunidad para solicitar el auxilio de los intelectuales. Para un intelectual, la operación de ingresar en un partido no es tarea fácil; un cuerpo y aún una conciencia hallan dondequiera acomodo; pero ¿y una filosofía? Buena o mala, laxa o prieta, todo publicista que vive honradamente de su pensar tiene una filosofía. ¿Cómo adecuar ésta a los discursos parlamentarios de un jefe de partido? ¿Hasta qué punto es compatible una filosofía con el Sr. Maura, con el Sr. Moret o con el señor Lerroux?
* * *
Nadie podrá acusar a Renan de falta de atención al presente. No sólo se ocupó de política, sino que apenas escribió una línea que no fuera una toma de posición en las luchas morales y sociales de su tiempo. Mientras reconstruye la remota imagen de Jesús, procura conducir las citas del Antiguo y del Nuevo Testamento hacia las urnas electorales, y al caer en un éxtasis radiante frente a la egregia blancura del Partenón, compone su famosa plegaria, que es, acaso, la única revancha hasta ahora conseguida por los franceses sobre el espíritu alemán. Por otra parte, nadie se ha preocupado más de preparar el porvenir; acaso podamos echarle en cara no haber percibido las infinitas posibilidades de nuevas formas de vida que trae consigo el socialismo, mas pocos escritores han consagrado tantas páginas, tan ágiles, tan sutiles, a la humanidad futura. Sin embargo, éste es el hombre que, según propia confesión, no podía viajar por tierra que no tuviera archivos. Fue un filósofo; vivió entre las cosas que se dice que han muerto.
Renan miraba todas las cosas bajo la especie de lo histórico, mas como para él lo histórico es lo divino, lo que tiene en sí mismo su valor y su perenne justificación, su filosofía de la historia es, en realidad, una teología.
Veamos cómo lo histórico puede ser lo divino.
Spinoza decía que todo es Dios, porque Dios llamamos al Ser sin limitación, al Ser infinito: el Ser infinito es la Naturaleza; materia o espíritu, cuanto existe es natural, luego cuanto existe es una modificación, una limitación de Dios. En este sentido no podía Renan ser panteísta. El siglo XVIII, el siglo de Leibniz, Newton, Hume y Kant, ha hecho imposible el trato mano a mano con nada que, siendo real, pretenda ser ilimitado y absoluto. Hoy sólo pueden hacer esto los místicos que son, por decirlo así, apaches de la divina sustancia, gente que atraca en la soledad de un éxtasis al buen Dios transeúnte.
Para Renan es Dios «la categoría del ideal», o, lo que es lo mismo, toda cosa elevada al colmo de su perfección e integridad. ¿Qué hay, pues, que no sea capaz de haber sido o de poder ser Dios algún día? Ambrosía llamaban los griegos a la bebida ideal; los dioses eran los bebedores de ambrosía, «hombres inmortales», que decía Heráclito, participantes de una eterna borrachera. Mas, si se advierte, la ambrosía era sólo la bebida mejor. Un espartano estaría, pues, en lo cierto, si afirmaba que la ambrosía no era otra cosa que su castiza hidromiel; ¿conocía él, por ventura, nada mejor? Asimismo no podía censurarse al jerezano que se obstinara en identificar la ambrosía con el «Tres Palos Cortados»; ¿no es este vino para él la felicidad en su forma potable?
El pensamiento de Renan en este asunto me parece transparente. Dios es la categoría de la dignidad humana; la variedad riquísima de dogmas religiosos viene a confortar la opinión de que lo divino es como el lugar imaginario sobre que el hombre proyecta cuanto halla en sí de gran valor, cuanto le aparta de la bestia sutilizando su naturaleza y dignificando sus instintos. Esa proyección es inconsciente, no un acto deliberado. Un individuo se siente súbitamente impulsado a sacrificarse por el interés común, a decir, por ejemplo, la verdad, cuando decir la verdad cuesta la vida, a defender un derecho social no reconocido. Antes de inventarse la psicología, antes de que se descubriera una cosa que se llama voluntad, sentimiento del deber, etc., ¿cómo podía aquel individuo interpretar lo que en él, allá en su interior acontecía? Tenía que atribuirlo a una fuerza elemental, como el fuego o el Viento, a un poder externo superior a él, que le poseía y le obligaba a ser justo, a ser veraz. Recuérdese que, aun en Homero, las enfermedades son seres que se apoderan de los cuerpos. No era, pues, justo el hombre sin psicología, sino que un ser hipotético, al cual llama Justicia, le mueve y le fuerza a obrar de tal suerte. La Justicia, la Sabiduría, la Fortaleza son Dios.
La reflexión destruye esas personificaciones y las reduce a fuerzas interiores del espíritu humano. La Justicia queda descompuesta en la serie de actos justos realizados por los hombres; la Verdad suma hay que buscarla, en la historia de las matemáticas; el Bien queda convertido en el proceso doloroso de renunciamientos, de sacrificios, de generosidades, merced al cual ha llegado a madurar la constitución política y habitual de nuestra sociedad. Dios queda disuelto en la historia de la humanidad; es inmanente al hombre: es, en cierto modo, el hombre mismo padeciendo y esforzándose en servicio de lo ideal. Dios, en una palabra, es la cultura. «Tú eres mi mejor yo», canta una vez Shelley a la mujer que inspira sus canciones; podría decirse que Dios es el conjunto de las acciones mejores que han cumplido los hombres: el Partenón y el Evangelio, Don Quijote y la mecánica de Newton, la Revolución francesa y la «Historia Romana» de Mommsen, las cooperativas de consumo y el régimen parlamentario. Dios es lo mejor del hombre, lo que le enorgullece, lo que intensifica su energía espiritual, la herencia científica y moral acumulada lentamente en la historia.
Más, como decía paradójicamente Goethe: «Lo que se hereda de los mayores hay que conquistarlo para poseerlo». Esa herencia, ese almacén de dignidad poco a poco cosechada, está ahí, fuera de nosotros; un inglés, al nacer, no trae disuelto en la sangre el binomio de Newton, ni un alemán la Crítica de la razón práctica. Ambas cosas son, ciertamente, espíritu condensado; pero ningún espíritu individual puede atribuírselas: son lo que Hegel llama asimilárselo para que aquella riqueza latente adquiera vida actual.
No es lícito, por tanto, romper con el pasado; el pasado es nuestra dignidad. A un hombre sin ventura le parecía, no hace mucho, más bello un automóvil que la victoria de Samotracia. Es posible que así sea; pero no está sólo la estulticia en tal preferencia, sino en el gesto con que en esa frase grosera se pretende romper la comunión con la realidad helénica. Y sobre esto conviene que no haya duda; en condiciones intelectuales no muy disparejas, quien no haya meditado a Platón, tiene menos peso específico, dentro de la zoología, que quien lo haya glosado. No asimilarse la cultura griega equivale a ser menos hombre, y significa una mayor aproximación al kanguro.
Renan exclama imperativamente que no renunciemos al pasado, que lo conservemos, y su obra aparece como inmenso pebetero, del cual se eleva, ondeando, el incienso del respeto. Para este gran pensador-poeta es el recuerdo una de las virtudes teologales, la más honda, donde germina la fe y arranca a volar la esperanza. Las guerras y las emigraciones de los pueblos, los cambios de los imperios, las revoluciones, los azares de la humanidad al hilo del tiempo, representan las inquietudes de un Dios que se está haciendo. La historia es la embriogenia de Dios, y, por lo tanto, una especie de teología; recordar, hacer memoria del pasado, se transforma de este modo en un misterio religioso, y al Cuerpo de archiveros compete hoy las funciones encomendadas a los párrocos y sus coadjutores. La Filosofía, según Renan, «tiene curas de alma».
Europa, 20 febrero 1910.