ASAMBLEA PARA EL PROGRESO DE LAS CIENCIAS
Una vida sin investigación no es
vividera para el hombre.
(Platón-Sócrates, en la Apología).
I
MUCHOS años hace que se viene hablando en España de «europeización»: no hay palabra que considere más respetable y fecunda que ésta, ni la hay, en mi opinión, más acertada para formular el problema español. Si alguna duda cupiera de que así es, bastaría para obligarnos a meditar sobre ella haberla puesto en su enseña D. Joaquín Costa, el celtíbero cuya alma alcanza más vibraciones por segundo.
La necesidad de europeización me parece una verdad adquirida, y sólo un defecto hallo en los programas de europeísmo hasta ahora predicados, un olvido, probablemente involuntario, impuesto tal vez por la falta de precisión y de método, única herencia que nos han dejado nuestros mayores. ¿Cómo es posible si no que en un programa de europeización se olvide definir Europa? ¿Es que, por ventura, no cabe vacilación respecto a lo que es Europa? ¿No es esta vacilación secular, este no saber un siglo y otro qué cosa sea exactamente Europa, lo que ha mantenido a España en perenne decadencia y ha anulado tantos esfuerzos honrados, aunque miopes? ¿No comienza en el siglo XVII España a maldecir de España, a volver la mirada en busca de lo extraño, a proclamar la imitación de Italia, de Francia, de Inglaterra? ¿No ha ido pasando durante la última centuria, poco a poco, toda o casi toda la legislación extranjera por la Gaceta castiza?
Reconozco que una definición es siempre una pedantería, pero es menester, una vez agotadas por nuestra raza todas las demás petulancias, ensayar esta nueva de las definiciones. Perderemos con ella la elegancia nativa y el desgaire de buen tono, pero ganaremos, probablemente, todo lo demás. «¿Qué necesidad hay de explicar lo que entendemos por la palabra hombre? —se preguntaba Pascal—. ¿No se sabe suficientemente cuál es la cosa que queremos designar por este término?» Los místicos y los mixtificadores han tenido siempre horror hacia las definiciones porque una definición introducida en un libro místico produce el mismo efecto que el canto del gallo en un aquelarre: todo se desvanece.
¿Es cosa tan clara lo que entendemos por hombre? Bien sabe el lector que las disputas sobre lo que es el hombre han sido el motor de todas las grandes guerras y revoluciones; bien sabe que no nos hemos puesto de acuerdo. Según el Antonio de «Le mariage de Figaro», beber sin sed y hacer el amor en todo tiempo es lo único que distingue al hombre de los animales. Según Leibniz, es el hombre, más bien, un «petit Dieu». Entre una y otra fórmula cabe un sinnúmero de ellas. En tiempo de Varrón se contaban ya doscientas ochenta opiniones acerca del Bien: esto supone otras tantas acerca del hombre, que es el sujeto de la bondad.
Lo propio acontece con Europa. Para unos Europa es el ferrocarril y la buena policía; para otros es la parte del mundo donde hay mejores hoteles; para aquéllos él Estado que goza de empleados más leales y expertos; para otros el conjunto de pueblos que exportan más e importan menos. Todas estas imágenes de Europa coinciden en un error de perspectiva; toman lo que se ve en un viaje rápido, lo que salta a los ojos y, sobre todo, la apariencia externa de la Europa de hoy, por la Europa verdadera y perenne. No nos ocurre preguntarnos cómo ha llegado a poseer semejantes bienaventuranzas, olvidamos que para tener ferrocarriles, policía, hoteles, comercios, industria, todo eso, en fin, que podemos llamar civilización, mejoramiento físico de la vida, ha sido preciso inventarlos antes, porque del cielo no caen las máquinas de vapor ni la economía política, ni los «policemen», que si cayeran, en casa tenemos la Pilarica que nos hubiera donado tan bellas y útiles sustancias, y sin trabajo alguno por nuestra parte las habríamos piadosamente recibido en medio de esta regocijada danza de la Muerte, que España va danzando siglos hace, donde todos servimos de gigantes y algunos de cabezudos.
¿Cómo lograr convencernos de que Europa no es realmente nada de eso? ¿Cómo convencernos de que la diferencia entre Europa y España —el desnivel que tratamos de rectificar por medio de la europeización— no está en que tenga mejores ferrocarriles ni más florida industria que nosotros? ¿No podemos consultar estadísticas que miden y ponderan matemáticamente ese desnivel? Debíamos desconfiar de esos hombres que halagan nuestros vicios diciéndonos cosas que ya se nos habían ocurrido a nosotros, y que, por tanto, no son superiores a nuestra distraída comprensión. Debíamos preferir hombres que nos digan cosas menos claras, cosas que nos parezcan menos evidentes y nos obliguen a fruncir con el ceño la atención. No ha de olvidarse que la verdad no es nunca lo que vemos, sino precisamente lo que no vemos: la verdad de la luz no son los colores que vemos, sino la vibración sutil del éter, la cual no vemos.
En el siglo XVIII no había ferrocarriles, y, sin embargo, era Europa tan Europa como hoy pueda serlo. En tiempos de Platón estaba Europa circunscrita al lindo rincón de la tierra helénica, pero si breve en extensión, alcanzó entonces lo europeo quilates de energía nunca después superados. Si a pesar de ello hubiera caminado hasta China Platón o alguno afinado en su escuela, habría hallado allí una serie de comodidades desconocidas para los elegantes de Atenas. Europa, pues, no es la civilización, no es el ferrocarril y el policía, no es la industria y el comercio. En Atenas apenas si había otra cosa que alfareros, al paso que Fenicia ensayabaj con un gesto incipiente, las campañas financieras de Cecil Rhodes y los Vanderbildt. Lo que había en Atenas de característico, de único, era Sócrates, que andaba moscardeando a las gentes por las calles, mal ceñido, hecho
un camuso
Pan boschereccio, un placido sileno
di viso arguto e grossi occhi di toro,
mordaz y profundo, severo y reidor, panza al trote y ascético, con aquella gran barriga inquieta de que habla Luciano en el «Filopseudes». Pero en cada hombre hay, como decía Montaigne, un ser maravillosamente vario y ondulante. Lo individual es inasible, no puede ser conocido. Podremos presentirlo, suponerlo, adivinarlo, pero nunca conocerlo estrictamente. La reconstrucción de un carácter personal no sufrirá jamás garantías de exactitud: por eso una biografía es siempre, al cabo, una labor estética en que el acierto permanece eternamente dudoso.
La historia universal no puede consistir en un centón de biografías, en una galería iconográfica de hombres ilustres. De aquí que si hacemos nacer la realidad europea de Sócrates, tengamos que descubrir tras la tornasolada y huidera fisionomía del hombre Sócrates algo menos entretenido, pero más preciso, más exacto: la cosa, el objeto Sócrates. Por higiene espiritual debiéramos los españoles relegar al último plano de nuestras preocupaciones cuanto atañe a los individuos, a las personalidades; salvémonos en las cosas, sometámonos durante un siglo, cuando menos, a la severa e inequívoca disciplina de las cosas. Corrijamos el perfil deteriorado e incierto de nuestros ánimos según la pauta ofrecida por las líneas más quietas y más firmes de lo que se halla fuera de nosotros. Y en este caso de ahora, prefiramos a un Sócrates pintoresco que honre ante el público nuestro poder de imaginar y nuestra literatura, el Sócrates verdadero, realmente activo y fecundo en la historia universal.
Sócrates nos ha traído —dice Aristóteles, y perdónese la cita, inevitable ahora— dos cosas: la definición y el método inductivo. Juntas ambas constituyen la ciencia.
Aquí tenemos, al fin, la novedad introducida en la economía del mundo oriental, gracias a la cual el mundo de Occidente significa algo más que una mera determinación geográfica. Si Europa trasciende en alguna manera del tipo asiático, del tipo africano, lo debe a la ciencia: el europeo no sería, de otro modo, sino una bestia rubia junto a las bestias más pálidas y de bruno pelo que pueblan el Asia, junto a la bestia negra y rizada de Goa y el Victoria-Nyanza. El color de las teces, la proporción del cráneo serán, tal vez, condiciones físicas forzosas para que dé el espíritu su peculiar vibración europea, como la tripa de una cabra es necesaria para que suene justamente la romanza en fa de Beethoven. Unas como otras no son, empero, más que condiciones.
Europa = ciencia; todo lo demás le es común con el resto del planeta.
Y ahora volvamos al asunto de la europeización. ¿Ha habido, de 1898 acá, programa alguno que considere la ciencia como la labor central de donde únicamente puede salir esta nueva España, moza idealmente garrida que abrazamos todos en nuestros más puros ensueños? Se ha hablado, y por fortuna se habla cada vez más, de educación: sólo a la insolencia irresponsable de alguno que quiera oficiar de necio representativo es lícita la duda sobre si puede correr un día más sin que iniciemos una magna acción pedagógica que restaure los últimos tejidos espirituales de nuestra raza. Pero esto no basta: el problema educativo persiste en todas las naciones con meras diferencias de intensidad. El problema español es, ciertamente, un problema pedagógico; pero lo genuino, lo característico de nuestro problema pedagógico, es que necesitamos primero educar irnos pocos de hombres de ciencia, suscitar siquiera una sombra de preocupaciones científicas y que: sin esta previa obra el resto de la acción pedagógica será vano, imposible, sin sentido. Creo que una cosa análoga a lo que voy diciendo podría ser la fórmula precisa de europeización.
Si queremos tener cosechas europeas es menester que nos procuremos simientes y gérmenes europeos. Si continuamos insertando en nuestra organización pedazos flamantes de legislaciones extrañas, empíricamente elegidos; si seguimos, en cada cuestión particular de nuestra política, alzándonos sobre las puntas de los pies para sorprender cómo otros pueblos, íntimamente heterogéneos del nuestro, las resuelven, pasará un siglo y otro e innumerables sin traernos mejoría, como ha transcurrido el XIX. Tiene en la «República», o mejor traducido, «Constitución civil», una burla Platón, austera y honda que conserva sempiterna actualidad. «Si no se acierta una vez —dice— con la ley creadora de la educación científica, que es la ciudadela del Estado, nos pasaremos la vida haciendo leyes y rectificándolas, imaginando que así algún día lleguemos a lo perfecto. Seremos como enfermos intemperantes que se obstinan en no dejar su dañino régimen de vida. ¡Lucida existencia llevan los tales! Porque no avanzan nada con los planes curativos, antes bien, hacen sus enfermedades mayores y más complejas esperando siempre que la última medicina aconsejada por cualquiera habrá de darles la salud». Y luego, refiriéndose con insistente ironía a los negocios religiosos, pero, en realidad, a la vida total del Estado, añade: «Cuando hagamos leyes para nuestra ciudad no nos cuidemos de nadie, si somos razonables, ni creamos necesitar de otro intérprete en lo divino que el patrio. Pues qué, ¿no tenemos ahí a Apolo, al dios nuestro, castizo orientador para todos estos problemas, que nos guiará puesto en Delfos como en el centro de la tierra y como asentado en el ombligo del mundo?» La antigua conseja pretendía hallar en Delfos el punto central de la superficie terrestre.
Es preciso que sigamos esta irónica enseñanza. ¿Hay quien espera la salud de nuestro pueblo de otro modo que teniendo también en España el ombligo de la tierra, es decir, el centro de la conciencia europea? El eje de la cultura, del «globus intellectualis», pasa por todas las naciones donde la ciencia existe y sólo por ellas.
Algunas personas de la mejor voluntad, cuyos nombres son respetables e ilustres, se han propuesto iniciar una Asamblea para el fomento de las labores científicas en España, que habrá de reunirse todos los años. Otras veces se había intentado esto, pero ahora, según parece, va a realizarse. Ahora van a realizarse en España muchas cosas que se habían intentado cien veces vanamente. Y es que hemos desembocado a la postre en tiempos de renovación viva y completa. Los miembros espirituales de nuestra raza que, todo lacerias y vicios y máculas, nos pesaban y nos podrecían el pecho, como si viviéramos atados a un cadáver, se van cayendo y derrumbando por sí mismos. Porque no debemos apuntarnos la gloria de haber vencido nuestros vicios: ellos se van muriendo solos de propia muerte, muerte de ridiculez. Cuando Pierror quiso suicidarse, cuenta Linchtenberg que no encontró otra manera digna de matarse que haciéndose cosquillas.
Esta Asamblea científica abrirá sus sesiones en Zaragoza durante el otoño próximo. Se trata de que concurran a ellas los pocos o muchos aficionados a estudios matemáticos, naturales, filológicos, y filosóficos que haya en España, y que nos dejen una medida bastante exacta de la intensidad de cultura que alcanza nuestro pueblo a la hora de ahora. Tal proyecto exige de todos nosotros, ignorantes, cultos y entreverados, amor y solicitud.
¿Conseguiremos algo? Alguien ha tachado de pesimistas mis pensamientos, y esto me parece injusto. Son compatibles dentro de un mismo corazón el optimismo europeo y cierto pesimismo provincial limitado a las cosas de nuestra patria. Si creemos que Europa es «ciencia», habremos de simbolizar a España en la «inconsciencia», terrible enfermedad secreta que cuando infecciona a un pueblo suele convertirlo en uno de los barrios bajos del mundo.
El Imparcial, 27 julio 1908.
II
Hablando el otro día «de re política» expresaba mi convicción de que es injusto, de que es blasfematorio maldecir del pueblo, divino irresponsable. De quien habernos de maldecir es de nosotros los que escribimos, los que somos diputados y ministros y ex ministros, de nosotros los catedráticos y presidentes del Consejo, de nosotros todos los que llevamos en el pecho cien atmósferas de vanidad personal. No es vicioso el pueblo a quien Silvela acusaba, sino el Silvela acusador del pueblo. No es culpable la muchedumbre española al carecer de impulsos éticos, sino el que osa hablar de ciencia ética sin sospechar siquiera qué cosa es. En una palabra, nosotros, que pretendemos ser no-pueblo, tenerlos que abrazarnos a nuestros pecados históricos y llorar sobre ellos hasta disolverlos y meter ascuas de dolor en nuestra conciencia para purificarla y renovarla.
España es la inconsciencia —concluía yo el «Lunes» pasado—; es decir, en España no hay más que pueblo. Esta es, probablemente, nuestra desdicha. Falta la levadura para la fermentación histórica, los pocos que espiritualicen y den un sentido de la vida a los muchos. Semejante defecto es exclusivamente español dentro de Europa. Rusia, la otra hermana en desolación, ha mantenido siempre sobre su cuerpo gigantesco, de músculos y nervios primitivos, una cabeza, un cerebro curioso y sutil encima de sus hombros bestiales. Si reuniendo, por el contrario, la masa anatómica de nuestra raza durante las últimas centurias formáramos un inmenso carnero y quisiéramos con estos materiales crear un hombre, no hallaríamos seguramente de qué urdirle una corteza cerebral. ¿Y de dónde proviene esta desventura? ¡Ay, no lo sabemos! ¡No lo sabemos! ¿La Inquisición, la situación geográfica, el descubrimiento de América, la procedencia Áfricana? No podemos saberlo: como no tenemos cerebro, no hemos podido tejer nuestra propia historia. ¡Pueblo de leyendas y sin historia, es decir, un pueblo «ci-devant», como el indio o el egipcio! Esto somos. Raza que ha perdido la conciencia de su continuidad histórica, raza sonámbula y espúrea, que anda delante de sí sin saber de dónde viene ni a dónde va, raza fantasma, raza triste, raza melancólica y enajenada, raza doliente como aquella Clemencia Isaura que —según dicen— vivía viuda de su alma.
Lo único cierto que hay en todo esto es que nosotros tenemos la culpa de que no sea de otra manera. Es preciso que nos mejoremos nosotros sin cuidarnos de mejorar antes al pueblo. Es preciso que nosotros, los responsables seamos la virtud de nuestro pueblo y que este pueda decirnos, como Shelley de una persona que amaba: «Tú eres mi mejor yo».
Las únicas facetas de sensibilidad que quedan a España son la literatura periodística y la política de café. Me parecería torpe desdeñar ni aun levemente ambas cosas, puesto que el colmo del deseo habría de ser procurarnos buena literatura periódica y buena política de café. Pero este hecho es el síntoma más claro de que no existe en España otra cosa sino pueblo, de que nos falta esa minoría cultural que en otros países es lo bastante numerosa y enérgica para formar como un pueblo dentro de otro pueblo e influir sobre el más amplio.
La literatura diaria y la política de café son las formas que adquieren los temas de la cultura para hacerse populares, como Harun-al-Raxid se disfrazaba de menestral y vagaba por las tabernas cuando quería asomarse al corazón de sus súbditos. Nadie, pues, las toque. Lo malo, lo deplorable es que no haya en realidad más que eso. El oro no podrá ser nunca manejado por las manos populares, pero es menester que se guarde oro en las arcas de los Bancos si ha de tener algún valor cierto el papel moneda y la calderilla circulantes en el pueblo. Esa otra cosa que ha de haber tras de los periódicos y las conversaciones públicas, es la ciencia, la cual representa —no se olvide— la única garantía de supervivencia moral y material en Europa.
¿Y quién duda de que no existe hoy entre nosotros un público para la ciencia, no hablemos ya de creadores de ciencia? Harto claramente marca nuestra temperatura espiritual el arte que producimos. Hoy, por ejemplo, es imposible que una labor de alta literatura logre reunir público suficiente para sustentarse. Sólo el señor Benavente ha conseguido hacer algo discreto y, a la vez, gustar a un público. Pero esto no es una excepción. A decir verdad, su teatro no tiene con el público más punto de contacto que el «calembour». En general, sería difícil descubrir un grupo considerable de españoles capaces de reaccionar ante lo que no sea un «calembour» o una carga de caballería, últimos reductos de la literatura periodística y de la política de tertulia. El nivel intelectual va bajando tanto y tan de prisa en estos confines de la decadencia, que dentro de poco no habrá academias ni teatros, sino que sentados los españoles en torno a enormes mesas de café nos contaremos cuentos verdes. Y con este gesto de simiesca apocalipsis desaparecerá una sublime posibilidad de riquezas humanas aún no sidas, de virtudes futuras aún no intentadas, de emociones profundas hoy ignotas, todo eso que queremos designar cuando hablamos religiosamente conmovidos de cultura española por venir.
No se pidan, pues, ferrocarriles, ni industrias, ni comercio —y mucho menos se pidan costumbres europeas—. Me atrevería a sostener como una ley histórica la afirmación de que las formas de la cultura son intransferibles. Y todo eso, las costumbres principalmente, no son más que formas de la cultura.
A mi juicio, la Cámara Agrícola del Alto Aragón cometió este error en su mensaje de 1898, No se pueden presentar juntas la demanda de cultura y la demanda de civilización, y mucho menos pedir ciencia en el mismo orden y detrás de la agricultura y colonización interior, crédito, titulación, fe pública, registro, industria y comercio, viabilidad, reformas sociales y educación.
¿Será que deban parecer inútiles estas cosas y nada deseables? Algunos amigos benévolos han descendido a veces hasta componer alguna glosa o crítica de alguno de mis escritos —estos escritos míos, sinceramente modestos, a despecho de cierta petulancia literaria oriunda de un régimen malsano en vida y en lecturas—. Pues bien, casi invariablemente me son recordadas esas cosas atañaderas al bienestar físico y a la riqueza, como si las hubiera olvidado por completo o las desdeñara. Esto equivale a reprochar a un matemático que trabaja sobre el método infinitesimal no ocuparse de la experimentación. ¡Como si la experimentación fuera otra cosa que la «aplicación» del método infinitesimal! ¡Como si la civilización —industria, comercio, organización— fuera otra cosa que cultura aplicada, que producto y fruto de la ciencia!
Cierto que la política no es, en mi entender, el arte de hacer felices a los pueblos. Más acertado me parece pensar, con el católico Bonald, que el Gobierno debe hacer poco por los placeres de los hombres, bastante por sus necesidades, todo por sus virtudes, si se añade que la buena alimentación y la vida grata son el único clima donde se recogen henchidas cosechas de moral. Cabe ser idealista a la manera de Platón, y no olvidar, como él no olvidó nunca, la terrible ironía de Focílides: Cuando se tiene de qué vivir puede pensarse en ejercitar la virtud.
Claro está que Europa es también la civilización europea, los adelantos técnicos, las comodidades urbanas, la potencia económica. Pero si China viaja, existe y vegeta hoy como hace diez siglos o veinte, si llegó pronto a un grado de civilización superior al de Grecia y en él se detuvo, fue porque le faltó la ciencia, la cultura europea. Cargar la pronunciación sobre una u otra cosa decide del acierto; El hombre vulgar e ineducado acentúa preferentemente, al conversar, las partes semimuertas, casi inorgánicas de la oración, adverbios, negaciones, conjunciones, al paso que el discreto y culto subraya los sustantivos y el verbo. España, que es el país de las interjecciones, es asimismo donde más se ha clamado por la civilización europea y menos por la cultura.
¿Será todo esto un cúmulo de logomaquias? El señor Azorín me ha echado en cara hace pocos días, desde el Diario de Barcelona, que el móvil principal de cuanto escribo es mostrar al público la extensión y variedad de mis lecturas. ¿Será esto verdad? ¿Son tan deshilvanados mis pensamientos que no se les pueda buscar otro origen menos ridículo?
No parto de nada vago o discutible. Actualmente no existen en ninguna biblioteca pública de Madrid —casi pudiera añadir ni privada— las obras de Fichte. Hasta hace pocos días no existían tampoco las de Kant: hoy las ha adquirido el modesto Museo Pedagógico en una edición popular. No existen las obras de Harnack ni de Brugmann. Estos últimos nombres no los he elegido: los cito como pudiera citar otros: vienen a mi pluma porque he necesitado consultarlos estos días y he tenido que renunciar a ello. Este hecho —ni vago ni discutible— es lo que insisto en llamar diferencia específica de España con respecto a los demás pueblos de Europa. A poco que se conozca la economía interna de la ciencia habrá de convenirse en que basta lo mencionado para afirmar que en España no hay sombra de ciencia. Podrá haber algún que otro hombre científico: como dice el refrán italiano «non e si tristo cane che non meni la coda». El caso Cajal y mucho más el caso Hinojosa, no pueden significar un orgullo para nuestro país: son más bien una vergüenza porque son una casualidad. No se trata ya de que nuestra vida sea más o menos cara e incómoda; esto sería, al cabo, un sufrimiento español, doméstico y soportable. Lo angustioso, lo que pone rubor y vergüenza en toda, mejilla honrada, es que somos culturalmente insolventes, que arrastramos una deuda secular de espíritu, que estamos inscritos en el libro negro de Europa, que el cornadillo de alma vibrante en nuestros nervios no es nuestro, es un préstamo europeo, inmundo trato de nueva forma entre un Fausto imbécil y un diablo bonachón.
Si alguien cree que unos barcos y una ley de Administración local, por buena que sea, van a pagar esa deuda, bendigamos su buena voluntad y lamentemos la grosería de su intelecto.
No hay en España ciencia, pero hay un buen número de mozos ilusos dispuestos a consagrar su vida a la labor científica con el mismo gesto decidido, severo y fervoroso con que los sacerdotes clásicos sacrificaban una limpia novilla a Minerva de ojos verdes. Es menester hacerles posible la vida y el trabajo. No piden grandes cosas; no estiman el deber de la nación para con ellos como aquella carbonera de París, en víspera de revolución, decía a una marquesa: «Ahora, madama, yo iré en carroza y usted llevará el carbón». No desean tener automóvil ni querida: probablemente no sabrán qué hacer con estas cosas, si se les donaran. El automóvil y la querida no adquieren su valor sino sobre un fondo de terrible aburrimiento y vacuidad del ánimo. Siguiendo la amonestación de Renan, dan gracias a los señoritos porque consumen ellos solos la capacidad de frivolidad inherente a todo el organismo social. Sólo quieren vivir con modestia, pero suficientemente e independientemente; sólo quieren que se les concedan los instrumentos de trabajo: maestros, bibliotecas, bolsas de viaje, laboratorios, servicios de archivo, protección de publicaciones. Renuncian, en cambio, a las actas de diputado, a los casamientos ventajosos y hasta a la Presidencia del Consejo de Ministros.
Esa juventud severa y laboriosa, desgarbadamente vestida, sin atractivo para las mujeres y probablemente sin buen estilo literario, es la única capaz de salvar los últimos residuos de dignidad intelectual y moral rígida que queden en nuestra sociedad.
El sol, traidor amigo nuestro, que nos mata en un abrazo, sólo puede combatirse con un régimen idealista. Gracias a él —limpieza de casta, prohibición de carnes, licores y erotismo a los brahmanes— no murió el pueblo indio veinte siglos antes. Contra la dulce enfermedad del clima, la «euthanasia» solar, no cabe otra inmunización que una terrible psicoterapia. Enormes recipientes de idealismo habrían bastado apenas para higienizar la historia de España y no hemos tenido acaso ningún gran idealista. Cervantes mismo se detuvo a la mitad del camino: amó demasiado, se quedó en San Francisco. No tuvo el valor de las negaciones ásperas, de las cauterizaciones, de las amputaciones. En cambio, véase qué hijas nos nacieron: la moral senequista, la moral jesuítica, dos beatas lascivas. Y por hijos tuvimos el quietismo y el conceptismo, ¡qué asco! Tras un siglo de haber sido formulado el «imperativo categórico» no ha habido dos docenas de españoles que le hayan mirado frente a frente, de hito en hito, y aún está por estrenar en España esa navaja de afeitar vicios.
No sé si todo esto serán logomaquias, pero estoy firmemente convencido de que más útil para España que cuanto pueda fabricarse en el Parlamento, sería que unos cuantos compatriotas se dedicaran a averiguar qué fue lo que se comió en la cena Platón.
El Imparcial, 10 agosto 1908.