EL «PATHOS» DEL SUR

GERARDO Hauptmann ha hecho un viaje a Grecia y ha publicado sus impresiones en un pequeño libro que él llama Primavera griega. Leo en una página: «El Parthenon: fuerte, potente, sin pathos meridional, resuena al viento como un arpa o el mar».

¡El pathos del Sur!… Tinte espléndido del cielo, energía plástica de los colores, vivacidad en los movimientos; propensión a exteriorizar un erotismo hiperbólico, cierta espontaneidad de la retina para recibir sistematizadas las formas corporales de las cosas; gestos gráciles, expresivos y rápidos; la aptitud para la mentira; la jacarandosidad, el ocio; estas notas y otras por este orden que no trascienden de lo fisiológico, constituyen el pathos del Sur, el mediterranismo.

Es ello bastante curioso; pero acontece que los españoles creen que su carácter se halla más próximo al helénico que el de los germanos, por ejemplo, y la postura frente a la Acrópolis de un hombre como Hauptmann, nacido de tejedores en la Silesia, educado en el pietismo báltico, con su faz —que habréis visto en los retratos— de «chauffeur» o aviador, les parecerá, desde luego, grotesca. Yo también he pecado una vez, y a la sabiduría conceptual de los germanos oponía la sabiduría meridional de mi corazón, que es —decía yo— un canto rodado del Mediterráneo, pulido durante treinta siglos por el riente mar y que se sintió una vez rozado por la quilla llena de ovas de la barca de Ulises.

Era una pequeña mentira, que me será perdonada porque he amado mucho a Grecia y que además tenía fácil y piadosa disculpa. Era una pequeña mentira de un alma adolescente que, sintiéndose arrojada fuera de la magna trayectoria de la cultura por el rumbo desviado que su raza persigue, quiere salvarse fingiendo una caprichosa genealogía, una mística afinidad con ilustres razas superiores. Después me he convencido de que la mejor manera de salvarse es abrir bien los ojos para ver las cosas claras. Ahora veo que yo no tengo el menor parentesco con Ulises, el semejante a los dioses. He nacido entre los kempses, de entrañas tórridas y confusas, allá en los confines de la tierra, por encima de Gadeira, más allá de la cual, según Píndaro, todos los caminos concluyen. Es cierto que, al decir de los hombres sabedores, se encuentran más allá las islas Felices, pero tan lejos y fuera de ruta, que, en mi opinión, se da con ellas antes por el otro lado de la tierra. Si un día pudiera hacer el viaje de Grecia, ¿cómo recibirían aquella severa ejemplaridad mis nervios cargados con una herencia bárbara?

Nos enorgullecemos de ser una raza del Sur. Yo no pienso, ni mucho menos, que esto equivalga a una desdicha: sólo deseo que el Sur signifique algo más que una situación geográfica, algo más que una temperatura en el aire, algo más que unos grados de fiebre en las mujeres; sólo deseo que el Sur signifique una forma de la cultura. Mientras esto no ocurra, no adscribamos a nuestro pueblo ningún género de comunidad y parentesco con el alma gloriosa de Grecia, ni mostremos inocente vanidad por el hecho fortuito de que la curva de una ola formada en la Barceloneta pueda repetirse continuamente hasta quebrarse en las costas de Jonia.

Sólo una analogía física y fisiológica nos une a la Hélade: el pathos del Sur. Mas si hoy nos parece de algún atractivo el gesto mediterráneo, no es por él mismo, sino porque los griegos lo potenciaron inyectando en él una vitalidad superior: su cultura. Esto es lo helénico, no aquello que los nivela con nosotros. Otro alemán de la «última hora», Tomás Mann, expresa en un momento de mal humor, con referencia a los italianos, el enojo que le produce ese meridionalismo no transustanciado: «No puedo aguantar —dice— a esos hombres terriblemente vivaces, con su negra mirada animal. Esos pueblos latinos no tienen conciencia de los ojos».

Si un español visita las ruinas pervivientes del Ática, no se crea más cerca de Platón y de Fidias porque sobre los plátanos del Cefiso y la rota silueta del Acrópolis reconozca el cielo de Valencia o el jocundo Mediodía balear.

Los griegos mismos vieron pronto que no constituía su valor histórico la comunidad étnica, la condicionalidad de su clima y de sus cráneos. Griegos son, dice, poco más o menos, Isócrates, no los que vienen de una familia, sino los que participan de la cultura (paideia) helénica.

En este sentido, que es el verdadero, un alemán se halla más cerca de Grecia que cualquiera de nosotros con nuestro brillante pathos meridional. El alma alemana encierra hoy en sí la más elevada interpretación de lo humano, es decir, de la cultura europea, cuya clásica aparición hallamos en Atenas. Gracias a Alemania, tenemos alguna sospecha de lo que Grecia fue: no nosotros, ellos con su proverbial pesadez, con su lentitud, con su cerveza, con su castidad, con su pietismo, con el pathos del Norte, en una palabra, han ido ensayando fórmulas preciosas dentro de las cuales aprehender, precisar ese esplendor sobre el mar Egeo, ese centro de divinas irradiaciones: Hélade. Cuando yo hablo de europeización, empero, no deseo en manera alguna que aceptemos la forma alemana de la cultura: ¿para qué? Ya hay ahí cuarenta millones de alemanes. Pero esa forma de la cultura es susceptible de que se la supere o, por lo menos, de que se enriquezca la amplitud humana poniendo otra al lado tan enérgica, tan fecunda, tan progresiva como ella. Yo ambiciono, yo no me contento con menos que con una cultura española, con un espíritu español. Y esto no existe; por mi parte, dudo que haya existido. Lo que Unamuno ha llamado el espíritu de España, en una revista inglesa, es sencillamente… pathos del Sur, movimientos reflejos, instintos, barbarie, fisiología vasca o castellana.

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«No conozco —escribe Hauptmann— otro viaje que sea en sí mismo tan inverosímil. ¿No ha sido Grecia una provincia del espíritu europeo? ¿No es siempre su provincia capital? Querer ir a ella en vapor o en ferrocarril parece casi tan absurdo como pretender escalar el cielo de la propia fantasía, con una escalera real». El poeta pietista de los dolores de la tierra baja del Norte, con su alma repleta de símbolos difusos y complicadas meditaciones, de problemas sugeridos por una modernidad descarnada y sin poética consagración todavía —la herencia, el alcoholismo, las huelgas—, y se llega a recibir las emanaciones de lo apolíneo y lo dionisíaco. Según declara, «no conoce nada que pueda suscitar tan fuerte amor en un espíritu verdaderamente europeo, como lo ático», y el helenismo le aparece como un «inagotable torrente argentino que fluye a lo largo de los milenios».

Sin embargo, en este libro abunda el pathos del Norte, que es un antipático como el del Sur. Hauptmann carece de ironía —un invento griego—, y toma a veces posturas ridículas. Es un hombre de una pieza, como suelen serlo sus compatriotas, y esto que trae consigo grandes virtudes, es a veces fatal, cuando en tomo se desarrollan los paisajes clásicos y las antiguas maravillas de mármol se yerguen todavía, eviternamente graciosas, guardando en sus junturas el secreto olímpico de la euritmia. Porque Hauptmann comete en su viaje algunos deslices: camino de Eleusis, se atreve a preguntar su porvenir a un cuco que vuela hacia Atenas, y nos cuenta que el cuco le augura tres veces diez años. En Olimpia se detiene a fruir de un valle junto a la colina de Kronos: es el lugar con que soñaban todos los ambiciosos de la Troade a Massalia; es él lugar de los juegos donde la Fama habita. «Estas sencillas praderas y estos altozanos atrajeron un tropel de dioses, y tras ellos multitudes de hombres ansiosos de gloria, que desde aquí buscaban un lugar entre las estrellas. No todos lo hallaban; pero en la rama olímpica, arrancada de un simple olivo de esta comarca, habitaba un poder misterioso de dar a los elegidos la inmortalidad».

Pues bien, en este peligroso paisaje, sobre el cual vaga el rumor de un enjambre de dioses, ¿qué dirá el lector que se le ocurre a este poeta escita? «Sobrecogido de indomable concupiscencia y a la vez temeroso, como si fuera un ladrón, corté —dice— de un joven olivo, junto al templo de Zeus, la rama sagrada». Este hombre que habla como un poeta tiene, en ocasiones, súbitos movimientos de coleccionista. ¿O es el temor al ridículo una fea pasión de los hombres del Sur?

Tal vez, porque si no, no se comprende que un hombre tan discreto como Hauptmann ensaye, junto al Eurotas, un idilio con una moza espartana, y en vista de que la dórica hembra desvía de él sus ojos, piense que se trata «no más que de una meridional inerte y sin sentimentalismo». ¿No es todo esto lo que suele llamarse mal gusto?