SOBRE LOS ESTUDIOS CLÁSICOS

Aere perennius.— Horacio: Carmina.

PAN amaba a Siringa, ninfa moza, de azules venas y de nervios de oro. Y era Pan labrador, pastor de encinas, de ásperas hayas, de sonantes olmos y de vagos ensueños generosos. Pan no era más: en sus espaldas broncas cargaba troncos de árboles y luego quedar solían en sus barbas foscas algunas verdes hojas enredadas. De experta planta, de nervudo pecho, de anchas orejas y de tez tostada, sentía Pan fluir por sus arterias la savia añeja que rezuma el campo… Pero ¿a qué contar más por lo largo esta historia, que todos habréis visto, como yo, contada en algún mármol? Pan perseguía a Siringa; cuando llegó el otoño sopló un viento de sierra que se llevó el alma de Siringa tal vez hasta el cuerpo de una corza. El cuerpo suyo quedó tendido junto a una fuente dé alma temblorosa; sus sienes quedaron quietas, aquellas sienes donde la sangre golpeaba con ritmo tan claro, que el ciego Homero, oprimiendo una de ellas con sus anchos labios, hubiera podido componer algunos exámetros, como dicen que los usó Goethe digitando sobre el hombro de una italiana a quien amó.

El cuerpo de Siringa estuvo tanto tiempo oculto a las pesquisas de Pan, que en el seno de sus pálidos pechos luminosos, una alondra, en abril, labró su nido. Al cabo hallóle Pan y le dio allí mismo sepultura, y sufría con tamaña reciedad su corazón, que se le fue de los ojos aquella mirada oscura de bestia melancólica. Y a la vuelta de unas estaciones nacieron sobre la tierra en que la enterrara, los brazuelos tiernos de unas cañas. Pan los cortó y se adobó una flauta al modo pastoril, pero de singular dulzura. Y solía venir no lejos de la fuente; sentábase en el dintel del bosque, sobre el dorso de una piedra blanca e inflando los carrillos al tiempo que el sol trasmontaba, hacía pasar al través de las rubias cañas toda el alma de la selva armoniosa. El aire temblaba dentro de las cañas y en la fontana temblaba a ritmo el agua. Este amor doloroso fue la flor de su vida eterna y desde entonces amó todas las cosas estrictamente como sólo Pan ama. Quedóle simplemente una tibia melancolía que él se curaba con blandas burlas, saliendo a los caminos a arredrar los labriegos medrosos. Tornando al bosque, pensaba.

Todos conocéis esta historia tan bella que da ganas de llorar y que, como todas las historias bellas, acostumbramos llamar «mito» por eufonía y por continencia científica. Si la cuento ahora, débese a que ayer mi maestro y amigo D. Julio Cejador me envió un «Nuevo método para aprender el latín», que ha recién compuesto; esto me llevó a pensar en los estudios clásicos, éstos al clasicismo griego y éste a restaurar la pastoral antigua que os he traído a la memoria.

Porque veo yo en Pan antes de sus amores un símbolo de la bestia blanca de Europa antes de Grecia, que viene a ser la Siringa de la fábula. Como en Siringa se hizo la bestia Pan, Dios-Pan, se hizo hombre en Grecia la blanca bestia. Sin la disciplina helénica sólo hubiera sido una posibilidad más hacia lo humano, como lo fueron la bestia metafísica asiática o la bestia totemista de África.

Fue preciso que llegara la claridad de Grecia para que los nervios del antropoide alcanzaran vibraciones científicas y vibraciones éticas; en suma, vibraciones humanas. Dejo para unas disputas que estoy componiendo contra la desviación «Áfricanista» inaugurada por nuestro maestro y morabito D. Miguel de Unamuno, la comprobación de este aserto mío: que el hombre nació en Grecia y le ayudó a bien nacer, usando de las artes de su madre, la partera, el vagabundo y equívoco Sócrates.

Acaso no haya habido época de las plenamente históricas tan ajena como la nuestra al sentimiento, a la preocupación de la cultura. Hoy nos basta con la civilización, que es cosa muy otra, y nos satisfacemos cuando nos cuentan que hoy se va de Madrid a Soria en menos tiempo que hace un siglo, olvidando que, sólo si vamos hoy a hacer en Soria algo más exacto, más justo o- más bello de lo que hicieron nuestros abuelos, será la mayor rapidez del viaje humanamente estimable. Pues habremos de reconocer que la civilización no es más que el conjunto de las técnicas, de los medios con que vamos domeñando este ingente y bravío animal de la naturaleza para intenciones sobrenaturales. Adviértase que no digo sobrehumanas, sino sobrenaturales, y ejemplo de éstas puede ser la institución del socialismo, o si es de la otra banda, el fomento del sobrenombre.

Paralelamente a este olvido de lo cultural se ha mostrado un gran desdén hacia lo clásico: es muy frecuente entre nosotros la creencia de que a la palabra «clasicismo» no corresponde realidad alguna, y que es apta, a lo sumo, para fáciles ampliaciones de una retórica extemporánea. Y, sin embargo, yo pienso que tras ese vocablo alienta místicamente la realidad más granada y plenaria, pues tengo a lo clásico, no sólo por el embrión de la cultura, sino por el sentido perenne de ella. Si no temiera tanto parecer oscuro —¡Dios me libre de ello, luciferina Ática!— me expresaría de este modo: sólo traslaticiamente puede hablarse de cultura del campo: cultura vale en propiedad como cultura del hombre, y significa elaboración y henchimiento progresivo de lo específicamente humano. Si no se puede apreciar la progresión, la palabra cultura no tiene sentido y no se puede apreciar aquélla si no se supone una dirección, si no se tira una línea guión sobre la que luego hayan de marcarse los grados del avance. Aquí está —creo yo— el problema entero de la metodología histórica, de la historia como ciencia, cuya solución ha encomendado el Demiurgo a este oscuro siglo que va naciendo entre nosotros. Porque es menester clamar tan alto que nos oigan los sociólogos sordos —¡sociología, cuánta barbarie se ha condensado en esta palabra, luciferina Grecia!— es menester clamar que no existen hechos históricos, sino una larga pesadilla de sucesos, grisientos e insignificantes donde pone la cronología un ritmo monótono de telar. El mero tamizar aquella pesadilla, para escoger de ella algunos acontecimientos más claros que llamamos representativos y que ungimos con el privilegio de los hechos históricos, es imposible sin esa línea soberana que da un sentido y una afirmación a la cultura. Y no se diga que bastaría una línea simbólica de un progreso en civilización, pues ésta es sólo instrumento de la cultura, y el progreso en civilización supondrá siempre al cabo la hipótesis de un progreso en cultura con que sopesar los quilates de aquél.

Esa línea magnífica que orienta la historia y pone en ristre los siglos hacia un ideal porvenir, necesita como toda línea de dos puntos para ser determinada: y el uno, el de oriundez, está en Grecia, donde el hombre nació, y el otro, el de fenecimiento, está en lo infinito, donde el hombre impondrá la urna de su corazón cocida en un horno de Grecia por un alfarero socrático. En la danza general de la vida inserta el clasicismo un gesto de dignidad, gracias al cual aquella danza burlesca se ordena en majestuosa teoría humana.

Clasicismo sólo hay uno, clasicismo griego, y los renacimientos serán siempre, forzosamente, un volver a nacer de Grecia, un volver a abrevarse en la energía perenne de las ruinas helénicas, «más perennes que el bronce». Y cuando hoy se habla de un renacimiento sobre el indianismo, se comete cierto abuso indicado con las palabras, aun cuando por mi parte siento grave respeto hacia el sánskrito, que es el lenguaje con que hablan los sabios elefantes en el junco.

Quisiera escribir corto para que los lectores no se quejaran de mí: y así, al encontrarme en el fin de estas cuartillas, lamento la incontinencia de mi pluma, que sin haber hecho otra cosa que iniciar la cuestión del clasicismo deja intacta la cuestión del humanismo, objeto principal de ellas. Pero era necesario: el humanismo es sólo una función del clasicismo. Para indicar lo que en aquél más nos importa a los españoles, bastaría decir: si el clasicismo es el sentido íntimo de la cultura, es el humanismo greco-latino el clasicismo de las «formas» de la cultura y muy especialmente de las «formas» mediterráneas de la cultura. Estoy convencido de que las artes españolas serán y deberán ser siempre realistas. Mas por lo mismo, sólo manteniendo constantemente ante los ojos las pautas y las normas de las humanidades evitaremos que nuestro realismo caiga en lo chabacano y se arregoste en menesteres infrahumanos. No fue el azar quien inventó el nombre de «humanidades».

De todo ello hablaré otro día: hoy quería sólo mentar la obrilla nueva de mi maestro y mi amigo D. Julio Cejador, el cual publicó hace unos siete años una «Gramática griega, según el método histórico-comparado»; hace seis la «Introducción» a su obra capital «El lenguaje»; hace cinco «Los Gérmenes del Lenguaje»; hace tres «la Embriogenia del Lenguaje»; hace dos la «Gramática del Quijote»; hace uno el «Diccionario del Quijote»; hace dos meses un tomo de ensayos sobre cuestiones filológicas y lingüísticas. Luego de grandes afanes, alcanzó el señor Cejador una cátedra de latín en el Instituto de Palencia. Y ahí está enseñando pretéritos y supinos a unos angelitos celtíberos.

Sin perder compás y buen ánimo, el señor Cejador, que aprendió en las luchas jacobinas con los problemas científicos la clásica virtud de la modestia irónica, ha compuesto un lindísimo arte latino, tan lindo, tan fresco y tan sencillo, que parece un idilio pedagógico. La gramática, el tinglado inorgánico de reglas, excepciones, etcétera, todo el artefacto enredoso de la pedagogía jesuítica desaparece diluido en una conversación. Porque el «Nuevo Método» se compone de dos libros: el libro de clase y el libro de casa y ambos libros se hablan y el diálogo de ambos libros es lo que se me antoja un idilio didáctico, casi tan bello como el otro idilio que os he traído a la memoria, de Pan y Siringa.

El Imparcial, 28 octubre 1907.