LIBROS DE ANDAR Y VER
I
UTOPÍAS GEOGRÁFICAS. — LA IGNORANCIA DEL RIF. MELILLA COMO
POSIBILIDAD. — LOS BEREBERES EN EL RIN. — EL «TURQUÍ» Y SU
COMANDANTE
Hace pocos meses leía yo un artículo de un geógrafo, titulado «El fin de los descubrimientos». Anunciaba el autor que pronto la tierra toda nos sería conocida, que apenas si quedan ya en el mapa algunos claros y en el enorme globo real algunos rincones problemáticos. En breve nos conoceremos todos los inquilinos de este viejo habitáculo,
que, triste y todo, es el mejor que existe.
La mitología geográfica ha muerto: ni la isla de los Feacios, ni Jauja, ni Eldorado, pueden ser ya buscados sobre el planeta, y queda para siempre resuelto que ningún hombre lleva puesta la camisa del hombre feliz. No creo que la pérdida de estas porciones imaginarias del mapa importe mucho; los espíritus verdaderamente activos no se han dejado nunca seducir por esas imágenes de la felicidad lograda, y siempre vieron claro que la dicha no está en el placer, sino en la marcha hacia el placer; o, como Cervantes decía, que es mejor el camino que la posada. Esas utopías son justamente invenciones de los cerebros más activos y más temerariamente irónicos, quienes las construían para azuzar la sensibilidad embotada y contentadiza de sus contemporáneos. Sensación, no se olvide, supone siempre desnivel: es sensación de un desnivel entre el estado presente nuestro y otro estado que anticipamos. Los que habitaban junto a la caída de aguas que los antiguos llamaban Catadupa no percibían el estruendo en medio del cual vivían. Homero con sus Feacios, Platón con su Atlántida, el árabe anónimo con su isla de Huac-Huac, el indio con su Uttara Kuru, no pretendieron otra cosa que presentar a los hombres una sociedad donde la vida se movía más suavemente, a fin de que sintieran con más rigor las dolencias de la vida que vivían. Así, las utopías clásicas, lejos de ser cobardes escapadas románticas en que se goza extáticamente de lo irreal, fueron y han sido reactivos a la actividad remisa, fermento para corazones en que la sangre se estanca; no viciosa delectación, sino severa disciplina.
No importa, pues, mucho que esos antiguos mitos disciplinarios hayan sido desahuciados del mapa. La imaginación, dice Alfredo de Musset, puede desplegar en un hueco como el de la mano alas inmensas capaces de cubrir el horizonte. Así, lleno de realidades geográficas el globo terráqueo, merced a los descubrimientos y exploraciones, todavía aprovechan en España irnos cuantos los intersticios de lo real para suscitar una comarca utópica, un modo virtual, al cual llaman Europa, y con el que pretenden, tal vez, amargar un poco más la madurez desencantada de D. Miguel de Unamuno, discípulo de D. Miguel de Molinos más que de Miguel de Cervantes.
Pero todo esto es vaga ideología. Lo importante es que en aquel artículo tropecé con estas frases: «Nos encontramos con que regiones situadas en extrema proximidad a la cultura originaria y junto a las grandes vías del comercio universal, permanecen, no obstante, desconocidas a la fecha. Me refiero al Rif, sobre el que hasta ahora sólo geógrafos árabes y el marqués de Segonzac nos han dicho algo». Rectifique el lector un error de detalle, agregando el nombre de Augusto Moulieras; pero una vez hecha esta rectificación, medite un poco sobre lo que esto significa.
El Rif, junto al cual se ha realizado toda la historia occidental —no un pueblo remoto, perdido, sumido en medio de monstruoso clima e indomable montañas, sino ahí al lado, nuestro vecino— es uno de los pedazos de tierra que quedan por descubrir. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué explicación tiene?
Hay un pueblo, España, en el cual se habla con frecuencia de los derechos históricos que sobre Marruecos le competen, y especialmente sobre la costa mediterránea del Mogreb el Aksa. Ahora bien; todo el derecho histórico es el reverso de una obligación histórica, de una misión cultural. El Rif se halla en la costa mediterránea marroquí; España posee sobre él un derecho histórico y una obligación secular. España es un país que, pronto a realizar hazañas y misiones que no le incumbían —como arrojar a los judíos, conquistar América, dominar a Flandes e Italia, combatir la Reforma, apoyar el poder temporal de los Papas—, deja, en cambio, incumplidas, con tenacidad incomprensible, las misiones más claras y elementales que la historia le propone: así, la europeización de África desde Túnez a las Canarias y el Sahara. Esta es la explicación de ese hecho tan sencillo, tan grave, tan absurdo de que el Rif sea hoy más ignorado que el Tibet y tan desconocido cómo Tebesti. Y como España no hizo posible a su hora la integración del Rif en la atmósfera europea, será el Rif penetrado a destiempo y malamente y aprisa, a la carga de la bayoneta, cuando ya es un pueblo petrificado, difícil de reorganizar e injertar con elementos europeos.
Por este orden pudiera seguir comentando ese hecho inverosímil; pero daría en aquel pertinaz pesimismo de que se me acusa y acabaría diciendo que el día en que se comience a elaborar la historia de España con espíritu filosófico, es decir, científico, no meramente erudito, se nos ofrecerá la extraña fisonomía de una casta que ha solido vivir al revés. ¿Ven ustedes?
Quedamos, pues, en que el Rif, y en general Marruecos, donde casi se habla español, donde habitan más españoles que gentes de otra nación europea, donde hay cien mil judíos hermanos, muchos de los cuales conservan la hermosa vieja lengua nuestra, no nos es deudor de este sacramento moderno de la investigación. Todavía no hace mucho que desde El Imparcial, con alguna cólera oculta, lamentaba el caso del Sr. Merry del Val, que se opuso a que el señor Huici, distinguido arabista, hiciera con la embajada extraordinaria el viaje a Fez. No tuvo eco aquel lamento: verdad es que todavía no está organizada en línea de agresión la defensa de España, no está membrado el cuerpo de los que se propongan libertar a España de la inepcia triunfante. ¡Y mientras los inmediatos responsables conducen jocundamente su existencia, nosotros, los pesimistas, los doloridos, tenemos que avergonzarnos por ellos!
Cunningham Graham, el demócrata, viajero y estilista inglés, me refirió que, habiendo ido una vez a visitar a Silvela para hablarle de los intereses españoles en Marruecos, se encontró con que el famoso gobernador confundía Santa Cruz de Mar Pequeña con Mar Chica, y tan empecinado se mostraba en su error, que fue menester pedir un mapa y poner el dedo sobre ambos puntos. Por supuesto, que Santa Cruz de Mar Pequeña tiene ya luenga historia en los anales de la inconsciencia gubernamental.
Tengo a la vista la obra más reciente, según creo, sobre Marruecos, compuesta por Otto C. Artbauer, un austríaco joven todavía, que después de recorrer Oriente ha penetrado por el Imperio mogrebita en todas direcciones, dueño del idioma, hecho a andanzas, y en lo sustancial de sus juicios digno de crédito. Artbauer hizo la campaña última de Melilla desde el campo rifeño, y sus notas verán muy pronto la luz. No digamos que Artbauer sea muy inteligente, mas para andar y ver —libros de andar y ver llaman los árabes a sus obras de viaje— no hace falta emplear tanto talento como el que gasta a diario un caudillo liberal para ni ver ni andar. Que no es inteligente lo demuestra Artbauer escribiendo un libro sobre cuyos datos exactos pesa una costra repugnante de odio a los franceses y de desprecio a los españoles. En su odio a los franceses, Artbauer se ha hecho realmente un africano.
Sin embargo, ¿qué observaciones podrían lealmente oponerse a párrafos como éste de un capítulo titulado «Los derechos históricos de España»?: «En una ladera oriental del peñasco Dchebel Uarca, cuya punta Norte “Tres Forças” se adelanta sobre el mar 25 kilómetros, se halla la posesión más antigua de los españoles en tierra marroquí, Melilla. Desde 1496 era ya tiempo más que suficiente para que se hubieran entablado relaciones de amigable vecindad con las porciones de la tribu Gelaia, que habita en aquella tierra tan rica. Mas el comercio con los naturales es poco más crecido que en cualquiera de los otros cinco presidios. Y, sin embargo, Melilla está situada como ningún otro pueblo de la costa de Marruecos para servir de capital a un poderoso comercio interior. Los rifeños bereberes llaman este lugar Tamrirt; esto es, lugar de encuentro. Aquí desemboca el hasta hace poco tan frecuentado camino de Tafilet; parten vías usaderas para Taza y Fez, llegan aquí habitantes de Kebdana y del Rif, porque sería un rodeo excesivo y campo a traviesa buscar por otro lado el cambio de productos. El puerto posee las más raras condiciones para desarrollarse opimamente. A pesar de todo esto, hace un decenio no podía arriesgarse ningún español más allá de las piedras blancas que indicaban el estrecho territorio neutral, sin ser amonestado por saludos de plomo, procedente de los siempre alerta fusiles rifeños» (96-97). Y añade: «Si los españoles fueran más discretos, más pacientes y enérgicos, podía Melilla acaparar todo el comercio entre el Estrecho de Gibraltar y la capital argelina».
Artbauer ha levantado un acta de acusación contra los procedimientos de la penetración pacífica francesa.
En esto se hallan conformes todos los viajeros no procedentes de la República. Los métodos impuros de Francia, la acción profundamente inmoral que ejerce sobre Marruecos, invitan a la amargura y, naturalmente, a la protesta indignada. Francia en Marruecos es un triste dato de la hipocresía europea: mientras los pueblos que acaudillan los movimientos superiores de cultura parecen haber llegado a una sensibilidad ética exquisita, buscan en las afueras del continente espacios semiocultos donde operar, según los antiguos torpes instintos.
En tanto andábamos distraídos, «Francia ha logrado desde Argelia y El Senegal paralizar la antiquísima, la milenaria ruta de las caravanas que iba de Timbuctú a Marruecos, y ha volcado todo el comercio del interior del coloso africano sobre los puertos franceses, como después se ha apoderado del trato con los grupos oásicos de Figigeter, que antes se realizaba por Tafilet a Marruecos y sobre el Atlas central a Fez».
Según Artbauer, empero, no es el comercio, ni simplemente la utilidad económica, quien empuja el enorme egoísmo francés sobre Marruecos: es la necesidad de soldados. Artbauer cita en su apoyo unas palabras de Moulieras: «Si Argelia y Túnez juntas pueden darnos 300 000 soldados mahometanos, ¿qué no es de esperar de Marruecos, cuando definitivamente entre el dominio francés? Ese día será dueña del universo. ¿Qué ejército europeo podrá resistir el empuje de dos millones de bereberes y árabes armados y disciplinados a la francesa? ¡Qué admirable imperio colonial tendríamos en el África del Noroeste! ¡Túnez, Argelia, Marruecos! Sobre todo Marruecos, que vale más que los otros dos juntos. ¡Marruecos, el país incomparable de África, que algún día, según esperamos, será la flor más hermosa de la corona de la colonización francesa!»
¡Los bereberes sobre el Rin! ¡Terrible imaginación, que recuerda aquella policía negra de la novela de Wells conducida del Senegal en gigantescos aeroplanos contra los pobres trabajadores europeos alzados en rebelión frente a los Sindicatos!
Lo cierto es que Francia envía a Marruecos algunas figuras verdaderamente extrañas, equívocas y sugestivas. ¿No conocen ustedes a M. Say, el fundador de Port Say, junto al cabo de Agua? Es un tipo magnífico de colonizador, magnífico ejemplar de esos termitas que las razas ricas de energías despiden allá lejos, pero que donde caen agarran y, a veces, si les sopla la fortuna, labran, labran y acaban por construir a la metrópoli un órgano social supletorio, una factoría, una ciudad o una provincia.
Quien nos cuenta la historia de M. Say es Raroco en su libro «Nueve años al servicio de Marruecos» (1909). Pero ustedes tal vez no recuerden quién es Raroco. En cambio, no se habrán olvidado de un melancólico personaje que estos últimos años asomaba con harta frecuencia su menuda fisonomía por entre las líneas de los telegramas periodísticos: me refiero a «el Turquí», o, mejor dicho, «et-Turquí». ¿Hacen ustedes memoria? Era un pequeño buque fantasma que recorría incansable la costa mogrebita desde Achrut, junto al Muluya, hasta el Cabo Juby, última avanzada marroquí, allá en el Atlántico, donde el desierto abre su inmensa planicie desolada, su infinita arena ardiente. Indefectiblemente, poco después de que en un punto cualquiera de la costa acaeciera algún suceso grave, una trastada de Bu-Hamara, por ejemplo, hacía su aparición el bravo vaporcito con sus cañones atados a babor y estribor: daba de sí algunos disparos sonoros amenazadores, pavorosos, que caían sobre la ribera, poco antes inquieta, entonces ya sumida en su tórrido sopor. Otras veces el «Turquí» iba y venía con solicitud de menina trayendo y llevando grandes personajes mogrebitas, que en ocasiones cargaban la menuda embarcación con todo el peso de su harem, con toda la impedimenta de su amplia lujuria semítica. Y así, un día y otro en curva ruta, valiente, avizor, temerón, hacía camino a lo largo de la costa como un perrico de pastor que toma incesante y enérgico la vuelta al ganado. Este era el «Turquí», cifra y residuo postrero de la Armada marroquí. Al mando de él se hallaba un alemán, creo que de Baviera, hombre tranquilo, de humor jocundo, siempre con buen talante, discreto, sin vanidad tudesca, de mirada curiosa y ameno decir: era el señor Raroco.
El libro que ha publicado debía traducirse al español porque es la vida de Marruecos vista desde dentro, desde el «Turquí», especie de corazón flotante del Imperio, y vista por un hombre sin prejuicios, con un grato sentir sanchopancesco.
Nos cuenta mil pequeñas historias sobremanera curiosas y precisas que, acaso mejor que nada, revelan la fisiología y la patología actuales del sultanado.
Una de estas historias es la de M. Say.
El Imparcial, 31 mayo 1911.
II
M. SAY, TERMITA
Uno de los menesteres del «Turquí» era servir las guarniciones jerifianas del Peñón, Frajana y Uchda. Para llevar provisión y soldados a esta última, el «Turquí» anclaba frente a Achrut y Casba Saida, en la orilla occidental del Muluya.
Del otro lado de este río, junto al mar —refiere Raroco— habíase hacendado, algunos años antes, un francés, M. Louis Say. Su propiedad era limitada por el río Riss al Oeste, por las montañas al Este, y al Norte el mar: total, una hacienda de próximamente un kilómetro y medio cuadrados, hermosa, llana y en parte muy fértil. Monsieur Say tenía la intención de edificar a su costa sobre este terreno una ciudad y un puerto, y dar al conjunto el nombre de «Port Say».
Hacía tres años no existía allí más que un desierto, donde habitó bajo una simple choza; ahora había surgido ya un pueblecito con muchas casas concluidas y a medio edificar, y, entre ellas, amplias y lindas calles. También se había comenzado el puerto. Los próximos montes proveían de excelentes y abundantes materiales.
Las autoridades francesas tuvieron al principio escasa comprensión para los amplios planes de M. Say y le ponían todo género de dificultades, la mayor parte debidas a intrigas de Nemorus. Porque en Nemorus, distante sólo unos treinta kilómetros, se miraba a Port Say, aquel mínimo óvulo de una ciudad posible, como un peligroso concurrente, sobre todo por su proyectado puerto, con quien nunca podía competir la mísera rada abierta de Nemorus. En fin, Port Say, situado en la frontera marroquí, era más fácil de alcanzar desde el interior.
Pero M. Say no se dejó intimidar: siguió impertérrito construyendo, sin curarse de las hostilidades que de todos lados sobre él caían. A la postre consiguió que el Gobierno se volviera en su amistad. Los oficiales de las estaciones militares inmediatas, que hasta entonces le habían tenido por un loco ilusionista y, no obstante ser oficial retirado de Marina, evitaban su trato, comenzaron a aproximarse. Por último, cuando fue enviado un empleado de Aduanas a Port Say, y, consiguientemente, reconocido oficialmente el pueblo como tal, creyó su fundador hallarse al cabo de las dificultades.
Los trabajos eran realizados, bajo su dirección, por ingenieros franceses; pero, desgraciadamente, no los sabía escoger bien. Poco perito del corazón humano sufrió frecuentes desengaños, y trabajos errados le costaron pérdidas de dinero y de tiempo.
Por lo demás, reinaba en Port Say siempre buen humor entre los pocos franceses distinguidos que allí se reunían. Se pasaba el tiempo de la mejor manera, y, como no solía haber señoras, no eran graves las preocupaciones por el traje. Monsieur Say solía recibir en camiseta, con pantalones cortos de pana, alpargatas y sin medias. ¡Verdaderamente —exclamaba Raroco— una vida fronteriza! Por la noche, a la hora de comer, la indumentaria no variaba; a lo sumo, Say se ponía un cuello, pero jamás medias ni cosa que las valiera.
Algún tiempo después recibe el «Turquí» la orden de vigilar, y aun cañonear, la Restinga, porque se decía que, bajo el amparo ilegal del Roguí, trataban algunos franceses de establecer allí una factoría. Apenas llegado a Achrut, Raroço se entera de que monsieur Say y toda su compañía se han declarado súbitamente partidarios acérrimos del embaucador y juegamanos que aspiraba al sultanado. Al principio —refiere Raroco— me pareció inverosímil que M. Say anduviera en tan oscuros negocios; perö pronto me fue confirmado el hecho por testimonios franceses en Port Say mismo. Primero me contó un empleado de Say, su jardinero, que, a la sazón, se hallaban en Mar Chica dos amigos de aquél; que el propio. Say había marchado a Francia en busca de dinero para Bu-Hamara, y que su yate de recreo, encargado hasta entonces del tráfico entre Port Say y Mar Chica, había embarrancado pocos días antes junto a la factoría.
Lo ocurrido era lo siguiente: Bourmancé, hijastro de Say, un joven fantástico con veleidades anarquistas, había entablado desde tiempo atrás relaciones con Bu-Hamara y hacía frecuentes viajes a Zeluán y Mar Chica. Diose maña para convencer a Say de que le acompañara en uno de estos viajes. En enero, efectivamente, marchó en su yate a aquellos lugares y quedó entusiasmado de la comarca, porque vio al punto con cuánta facilidad podía disponerse allí un puerto capaz y seguro. Proporcionáronse una entrevista de dos horas con Bu-Hamara. El pretendiente se mantuvo, mientras duró la conversación, con un revólver en cada mano; sobre una mesa, ante él había hasta una docena de revólveres. Frente a él se arrodillaron Say y otro francés respetuosamente e inclinaron sus torsos. Bu-Hamara pedía por la concesión del puerto de Mar Chica un millón contante de francos y 1500 fusiles; en cambio, prometía a M. Say, para el caso que lograra elevarse a sultán de Marruecos, toda la costa desde Melilla hasta el Riss, con un interior hasta las montañas próximas. Say permaneció unos diez días en Mar Chica, y se decidió a perforar la Restinga para convertir de este modo la laguna en un puerto natural y seguro. En el extremo Este pensaba situar una ciudad, que había de llamarse Mohamediya, donde se concentraría todo el comercio de tierra adentro. Vuelto a Port Say, partió en seguida a Francia en busca del dinero, mientras Bourmancé, en el yate, tornaba a Mar Chica. Este joven fantástico —prorrumpe indignado Raroco, fiel al señor que sirve— se permitió el chiste de izar, en lugar de la francesa, la bandera verde del pretendiente, cosa que enfureció no poco a las tropas del sultán, reunidas en la Alcazaba de Saida. Y cuando aquella misma noche encalló el yate, lo consideraron como castigo de Allah por la osadía francesa. Bourmancé y Delbrell, el francés jefe de Estado Mayor de Bu-Hamara, hicieron los imposibles para mover a éste a que atacara las tropas leales de la Alcazaba, sin conseguirlo, porque sus partidarios andaban malhumorados y sospechosos y llevaban con enojo los tratos del Roguí con los franceses sobre el venderles la patria.
Todo esto enfrió las amistades entre Raroco, servidor del sultán, y M. Say, que, arrimado al pretendiente, andaba comprando la tierra, y no a su dueño, por cuenta de Francia, por lo menos, a ciencia y paciencia de ésta. En las posteriores arribadas procuró no verle, hasta que una vez, cediendo a reiteradas solicitudes, fue a visitarle en compañía de un matrimonio alemán y los señores Manesmann —según creo, los que obtuvieron del sultán la concesión de las minas en Beni-Bu-Iror— y algunas otras personas. En casa de M. Say les fue servido el té: sólo Raroco tuvo la ocurrencia de pedir en su lugar una copa de coñac. Se dio el caso raro —nota aquí el marino— de que todos los que tomaron té sufrieron a poco desarreglos intestinales, mientras yo permanecí en completa salud. ¿Por ventura M. Say es hombre de tan antigua cepa colonizadora que no duda en echar mano de los diversos medios consagrados en la historia por los famosos conquistadores? Claro que yo no hago sino extractar un libro cuyos datos me merecen crédito: ni supongo ni propongo: expongo meramente los rasgos de esta curiosa fisonomía, de este M. Say, manual del perfecto colonizador.
Los planes sobre Mar Chica fracasaron: Raroco recoge el rumor de que M. Say había recibido 20 000 francos del Gobierno marroquí a cambio de que renunciara a sus manejos con Bu-Hamara.
La vida elemental de Port Say avanzaba lentamente; pasaban los días con monótono fluir, uno igual a otro. Pero de pronto el horizonte va a animarse; una nueva fisonomía va a completar este arca de Noé colonial con su par de colonizadores de cada especie. Hasta ahora faltaba la colonizadora. Pero he aquí que un día de entre los días va a ascender del mar, como Afrodita anadiómene, y va a enriquecer con su magnífica figura la ciudad incipiente.
Raroco arriba en una ocasión con el temible y tonitruante «Turquí» a la usada ribera de Achrut, trasladándose a Port Say y recibe la noticia de que poco antes había llegado una dama.
Debieron ser aquellos momentos de esplendor incalculable para Port Say. Según los saint-simonianos, la sociedad ha de ser regenerada, no por un hombre, sino por una pareja, pues, en su opinión, el individuo social no es un hombre, sino un hombre y una mujer en unitario, íntimo enlace. Ya tenían al «Padre», como ellos decían a Enfantin; pero faltaba la «Madre». En sus reuniones de Menilmontant, que se celebraban con un complicado rito jerárquico, colocábase juntó al sillón del «Padre» otro sillón de respeto: era el que correspondía a la «Madre», la deseada, la esperada, que demoraba su adviento. ¡Qué sublime regocijo el día que se presentara!
Calculen ustedes la que habría en Port Say el día que se presentó madame Du Gast anadiómene. Sí, señor, lector; madame Du Gast. Venía, empero, de pasada, camino de Fez. El Telegrama del Rif había referido la inclinación de esta señora hacia Bu-Hamara; decíase que era muy rica, que ofrecía al pretendiente oro, armas y municiones a cambio de concesiones mineras y licitud para emprender la construcción de ferrocarriles. Según Raroco, la intervención del general Marina desvaneció estos proyectos.
Ello es que el propio M. Say presentó a Raroco dos oficiales franceses, de los que decía ser adláteres puestos por el Gobierno a madame Du Gast. Esta llevaba una carta especial de recomendación para el Sultán.
El «Turquí» pasa a Melilla. Su capitán va por la tarde a tierra, y en el hotel «Africana» distrae el tiempo con unos amigos. El vapor francés «Zenith» ancla: Madame Du Gast, seguida de sus dos compañeros, vestidos ahora de civil, se traslada del barco al hotel. «En el muelle —dice Raroco— la recibe un caballero que en el hotel me nombraron como un señor C… A lo que luego supe, este C… era un contrabandista francés que, poco antes, había estado en Zeluán. Hospedóse en el hotel “Africana” y dejó la cuenta sin pagar. Muchos afirmaban que se trataba de un agente de madame Du Gast, cosa que me pareció muy verosímil cuando vi la solicitud con que se ocupaba de esta señora y de su equipaje, y luego partía con ella en su coche. La hostelera de “Africana” hizo aquel mismo día una visita a madame Du Gast y le rogó que pagara la cuenta de C…; pero ella rehusó, declarándose irresponsable de las deudas privadas de sus amigos. Al mismo tiempo recibía yo una carta de Mohamed Torres, en que me pedía que inspeccionara atentamente los manejos de C… y de un cierto B…, porque ambos intentaban en breve desembarcar una gran cantidad de armas y municiones para el pretendiente.
»Parecióme —prosigue el autor—, en verdad, bastante, sorprendente cuanto vi y oí de estas gentes. Madame Du Gast marchó a Fez con oficiales franceses, después de haber ensayado cerrar negocios con el pretendiente, y mientras uno de sus agentes trabajaba todavía con él. G… siguió sin pagar su cuenta en la fonda. B…, que andaba en todo el intríngulis, era hermano de un alto empleado francés en Argel. Pero, sobre todo ello, me parecían incalificables las andanzas de madame Du Gast, que, por encargo de su Gobierno, ejercía aquel juego doble. No pude menos de poner en autos de todo a Torres, invitándole a desconfiar del nuevo método de atracción francesa, la hermosa señora Du Gast».
Tal es la vida y alguno de los milagros de M. Say, aventurero y fundador, termita francés que trabaja el sultanato occidental por el rincón de Muluya. Lo escrito es simplemente un extracto, en su mayor parte literal, de las notas que hallo desparramadas en el libro de Raroco.
El Imparcial, 4 junio 1911.
III
UNA DESCRIPCIÓN DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL
Al ofrecer al público estos extractos y notas sobre el problema de Marruecos, no hago sino prolongar un tema que siempre fue vivo en las predicaciones de Costa, cuyo programa quisiéramos seguir defendiendo unos cuantos en toda su integridad material, bien que modificando su disposición y cambiando los acentos.
En los últimos años debía decir el fenecido maestro que era ya tarde para acometer la política de Marruecos; nada más cierto, si se tiene en cuenta las esperanzas que Costa había alimentado, épicas esperanzas que él había espigado en lo largo de nuestra antigua historia; esperanzas, sin duda, ya anacrónicas y arcaizantes a la hora que él les abrió su corazón.
Mas nunca es tarde para nada con tal que se tomen las tareas en la forma y cariz a que el tiempo las ha traído y nos las pone por delante. La política de Marruecos, de la manera que don Julián Ribera, por ejemplo, la formuló en 1901 —véase La Lectura de aquel año—, sigue siendo posible. Lo que es imposible y además absurdo y luego irritante y, sobre todo, necio, es la guerra de Marruecos en gran parte ni en pequeño.
Una política es una complicación incalculable de fines menudos y sagaces, de medios precisos y simples: no es cosa tan sencilla como un ritmo de movimientos reflejos; no es ordenar cada dos años un pequeño avance de unas tropas poco preparadas por unas tierras que tienen su dueño. Para muchos españoles, y entre ellos no pocos hombres públicos, el problema político de Marruecos se resolvió todo cuando fue firmada el Acta de Algeciras. Nunca debía olvidarse que la política en que intervienen diplomáticos, la llamada política internacional, es, en sí misma, negativa; es, a lo sumo, un mecanismo de precauciones para que la política verdadera, la activa, la constructora, la eminentemente histórica, no sea imposible.
El ideal fuera que se hablara de Marruecos en todos los Ministerios menos en los de Guerra y Marina. Hay quien cree que en realidad ocurre todo lo contrario. Pedimos que se organice la acción difusa del pueblo español sobre el pueblo del litoral marroquí, que los pocos de cultura y civilización que poseemos, el poco de ciencia, el poco de comercio, el poco de industria, el poco de producciones diversas de los indígenas africanos se potencien, artificialmente si es preciso, para que, aprovechando la pendiente favorable de nuestra proximidad y de nuestra tradicional convivencia y aun semejanza, penetre en la fisiología de la sociedad bereber algo de estructura española. ¿Puede decírseme a qué misterioso y mágico poder se debe, por ejemplo, el hecho de que el correo mejor organizado y de mayores garantías en Marruecos sea hoy el alemán?
Mas ya que no esté en mano de los periódicos fundir testas de mejor calidad para ponerlas al frente de las secretarías de Estado, en su mano está el levantar el piso bajo de esta política, como de toda otra política. El cual es, simplemente, la información, el enriquecimiento de la intuición popular. Nuestros periódicos emplean hartas páginas en los ejercicios que temperamentos verbales y sin amenidad realizan sobre la vastedad del vocabulario y son avaros para obra de ideas y exposición de datos. Ahora bien; sin esta colaboración de la Prensa no es posible ninguna política compleja. Yo creo que así como todos tenemos que ser un poco políticos, debemos actuar un poco de periodistas. Todo ciudadano tiene alguna vez algo concreto, oportuno, utilizable que decir: todos oímos o vemos o leemos algo susceptible de acumularse a la troj de observaciones sobre que ha de irse formando la conciencia administrativa nacional.
No otra intención tienen los dos artículos últimos que han aparecido en esta hoja; yo espero que inciten a quienes verdaderamente conocen Marruecos para que comuniquen con sencillez sus visiones, y a los que se sientan con afición para que dediquen su energía al estudio de ese problema, que, pase lo que pase, seguirá siendo muy especialmente español. Paul Mahr, en un folleto rico en cifras y síntesis, sobre la política y la economía marroquíes, publicado en 1902, hacía ya esta simple y clarividente observación: «Resulta sumamente enojoso para los franceses hallarse con que Orán es casi una provincia española. Y si Francia se apoderase del Norte de Marruecos, se formaría allí en un dos por tres una colonia española. Esto sería irremediable. España lograría, de todas maneras, una colonia, porque es cosa muy poco clara cómo podrá Francia colonizar por sí misma Marruecos, no habiendo podido hacerlo aún en Argelia, ni en Túnez, en Madagascar ni en Nueva Caledonia».
Política de pueblo a pueblo, y no de Gobierno a Gobierno, debe ser la nuestra en Marruecos. Lo que de internacional y estatuido se ha puesto hasta el día en obra, parece más propio a fomentar la repulsión del europeo que la ilustre pacífica penetración. Así acaece con la Policía internacional que creó el Acta de Algeciras. Véase el croquis que Artbauer ofrece de ella:
«En cada uno de los ocho puertos abiertos al tráfico europeo radica un Cuerpo de 200 hombres; en Tánger y Mogador, de casi 600. En Tetuán y Arach, los instructores son españoles; en Tánger, franceses y españoles. En Casablanca debía ocurrir lo propio, pero los soberbios hidalgos hace mucho que, enojados, se retiraron en vista de que la dictadura militar francesa no les dejaba en libertad de acción. En los demás puertos ejercitan oficiales franceses a la tropa, enrolada a duras penas por cinco años. Esta duplicidad parece muy bien mirada desde lejos; pero un cuerpo con dos cabezas no hace nada a punto. Así acontece, que el único resultado de la ingeniosa “entente” sea la falta de conexión de las diversas secciones entre sí, unidas sólo en la persona del buen señor coronel Müller, un militar suizo que, por lo demás, suele hallarse gozando de licencia. El jefe superior neutral de estas mixtas fuerzas pasa revista de tiempo en tiempo a sus tropas. Los soldados libres de servicio se reúnen para ello en la plaza de cada ciudad, realizan unos cuantos movimientos, unas cuantas marchas en distintas direcciones, unas cuantas “media vuelta a la derecha”, etc., al mando de oficiales subalternos argelinos, mientras los instructores europeos galopan celosamente de aquí para allá manifestando sus uniformes de origen. Luego deliberan estos señores y juzgan lo visto —exactamente como en la inspección de los Ejércitos europeos—; pero la lluvia que comienza o el calor excesivo ponen pronto término a la deliberación, las compañías se retiran y la cosa concluye a satisfacción de todo el mundo. Y en tanto, el mísero profano fatiga su cerebro para descubrir una justificación al hecho absurdo de que estas paradas y ejercicios militares ocupen a un organismo de Policía. Sin embargo, lo más bello de toda esta institución en su absoluta superfluidad, tan grande, por lo menos, como la del Acta de Algeciras. Jamás han sido amenazados los europeos en la región costera, como no sea por las importunas y exigentes maneras de algunos súbditos franceses y exclusivamente por ellas. Cierto que siempre han existido aquellas inquietudes populares que constituyen la vida normal en Marruecos; pero nunca se propagaron hasta la costa y nadie tuvo jamás menos necesidad de este espantapájaros policíaco que los europeos, en cuyo pro ha sido suscitado. Antes bien, la cuestión es ahora arreglar los desórdenes que esta policía motiva a toda hora.
»Esto es el pan nuestro de cada día. En la bombardeada Dar el Barda vienen a las manos un día aquellos marroquíes de la “Hermandad” que han sido educados por franceses, con los instruidos por españoles. Otro día entran en fuego en toda regla por las calles de la ciudad con irnos tiradores argelinos; la batalla dura hasta que uno de los ejércitos consume sus municiones y tiene que retirarse. Entonces se presentan los oficiales para intervenir con gestos importantes. Dos desertores perseguidos en Saffi se acogen a la Kuba del santón y son arrojados de ella por el capitán francés de la Policía. Los jerifes y notables de la ciudad impidieron con muchos esfuerzos que penetrara el cristiano en el sagrario, dando con ello ocasión a que en un lugar fanático de Marruecos se produjera el incidente, de Casablanca, que, según se recordará, fue debido a la irritación criminal del sentimiento religioso de los naturales».
La lista de fechorías aducida por Artbauer es larga; luego añade: «La única excepción ilustre es Tetuán, con el pequeño capitán Cogolludo, el hombre de la barba negra».
Cuando la tropa fixe organizada faltaban clases indígenas. Francia se las proporcionó en los regimientos argelinos; España, en su tabor rifeño de Ceuta, compuesto de 150 hombres. Ambas medidas, explicables en un principio, se mostraron luego defectuosas. Los instructores españoles se dieron cuenta de ello y sustituyeron poco a poco a la oficialidad subalterna, de modo que hoy puede tenerse en ella bastante confianza. Francia, empero, introdujo cada vez más elementos extraños.
Como todos los reclutas orientales, son desde un principio estos soldados obedientes y de buen talante; lo demás viene con los cinco reales diarios que puntualmente se les paga, dando pábulo a una gran envidia que les tienen por ello los Asaks marroquíes. Sin embargo, no hacen, con sus estrambóticos uniformes, otra cosa que estorbar en las angostas callejuelas el paso de borricos y camellos, y, cuando llega la noche, dormir acurrucados en cualquier rincón.
El marroquí de tipo medio no alcanza a comprender qué puede significar este organismo policíaco, y piensa que de los europeos no se puede esperar nada más discreto que ese instituto por nadie deseado y que para nada sirve. El moro culto, en cambio, se pregunta, con razón, si el imperio económicamente destruido por las dilapidaciones del imbécil Abd-el-Aziz puede desprenderse del montón enorme de duros que son necesarios para pagar los sueldos gigantes de los instructores europeos y que, a la postre, sirven sólo a entretener un ejército de parada, revista o muestra. ¿Se llama «Policía» en tierra de cristianos a una cosa así? ¿A qué —piensan— tener estas gentes con sus bayonetas rígidas justamente a las puertas de las ciudades, donde sólo pueden ofender la vista de las pacíficas caravanas que entran y salen? ¿Por qué en ciudades de mucho tráfico, en cuyas estrechas calles no es siquiera posible tirar, han de ir y venir estos hombres con sus terribles fusiles? Y, sobre todo, ¿para qué es menester toda esta institución si la tropa no puede reprimir las ilegalidades de europeos exigentes, muchos de ellos huidos del continente, puesto que sólo ejerce poder sobre los indígenas? Antes salían todas las noches dos hombres, el uno con un grueso garrote, el otro con una linterna estupenda, y esta Policía idílica bastaba a guardar la paz y seguridad. La nueva Policía, por el contrario, ofrece apoyo y ocasión a elementos de historia poco limpia, como antiguos partidarios del Roguí, etc.
«Todo este absurdo —concluye Artbauer— se hace comprensible si atendemos que estas tropas no son en realidad Policía, sino marco y preparación para el futuro Ejército marroquí que Francia comienza a prestarse en Marruecos».’
El Imparcial, 14 junio 1911.