¿HOMBRES O IDEAS?
Para Ramiro de Maeztu, en Londres.
EN el último número de Nuevo Mundo pone usted, querido Maeztu, una glosa a un artículo mío sobre el kabilismo, de la que salen muy mal paradas las teorías que defiendo. Claro está que yo, personalmente, no quedo muy lucido; pero esto sería lo de menos. El yo, la terrible cosa del yo, que solía hacer recordar a Renan el agujero cónico de la voraz formica leo, me interesa muy raras veces cuando se trata del yo ajeno, pero nunca cuando se trata del propio yo, y si no resultara de excesiva rimbombancia, en lugar de yo, escribiría siempre nosotros, como hacían los griegos, hombres de ánimo enredado y objetivo, que llevaban la galantería hasta la metafísica.
En esta cuestión de si son más importantes las ideas o los hombres me asigna usted un papel lamentable y además un poco ridículo: según mis opiniones —dice usted—, habría que creer que andan solas las ideas. Leyendo esto me he puesto a recordar los tiempos, no muy lejanos, en que, unidos por estrecha amistad, íbamos a lo largo de estas calles torvas madrileñas, como un hermano mayor y un hermano menor, entretejiendo nuestros puros y ardientes ensueños de acción ideal. Y no acierto a comprender cómo aquella no rota fraternidad ha venido cayendo tanto que hoy me hace usted decir y pensar cosas tan ineptas. No, querido Ramiro; el intelectualismo (?), el idealismo que yo defiendo, no llevan a creer que las ideas andan solas.
Un hábito mental que no he logrado dominar me impele a ver todos los asuntos sistemáticamente. Creo que entre las tres o cuatro cosas inconmoviblemente ciertas que poseen los hombres, está aquella afirmación hegeliana de que la verdad sólo puede existir bajo la figura de un sistema. De aquí la enorme dificultad que encuentra lo verdadero para resplandecer en un artículo o en un discurso parlamentario. En virtud de esta convicción, he procurado exponer, con un poco de rigor sistemático, la doctrina del Idealismo político: tal fue la intención de un artículo que vio la luz en Faro con el título de «La reforma liberal», trabajo que ha leído usted con cariño, pero que ha olvidado al punto. Venía a decir allí que las ideas políticas no se satisfacen viviendo quietas en los libros, como las ideas científicas, sino que habían de incorporarse en un hombre que supiera convertirlas en emociones. La psicología idealista es la primera en afirmar que al hombre sólo le mueven los afectos, las pasiones, que se llaman también emociones precisamente porque incitan, porque mueven los músculos, al paso que idea significa mirar, ver, contemplar, espejar, especular.
La vida grata de Londres ha hecho de usted un hombre de afecciones eclécticas y mediadoras. Ha querido usted resolver de una manera demasiado sencilla la divergencia entre Azorín y el idealismo, y ha hecho como los predicadores que comienzan atribuyendo al maniqueo una opinión absurda para darse el placer en seguida de refutar al maniqueo. «Ni una idea se hace obra sin hombre, ni un hombre deja obra sin idea» —resuelve usted en última instancia—. Y eso está bien; pero ocurre que nadie ha podido pensar nunca lo contrario. La cuestión es distinta, y podría antojarse sutileza escolástica: tres siglos vino a durar, en la Edad Media, la querella entre nominalistas y realistas, que tiene suma analogía con ésta. Se trata del prim, del antes: «¿Qué es antes, se preguntaban los escolásticos, la idea por la que se conoce una cosa, o la cosa que es conocida en la idea?» Ahora nos preguntamos nosotros: ¿Qué es antes para la mejor vida del Estado, la idea política, o el hombre político? «Necesitamos al mismo tiempo del hombre y de la idea» —dice usted—. Bueno, querido Maeztu; pero eso, repito, que no lo he dudado nunca, y Azorín mismo no lo habría dudado, a no haber perdido en la atmósfera parlamentaria algo de su delicadeza intelectual. Necesitamos de una cosa y de otra; pero ¿y si no hay ni una ni otra? ¿Por dónde empezar? Este es el caso de España, y el problema escolástico tiene un aspecto —el que a usted interesa más— genuinamente español y momentáneo.
El otro aspecto, el que a mí me importa por encima de todos, el aspecto europeo, creo que podría, grosso modo, formularse así: ¿Es la historia humana en definitiva producto de individualidades prodigiosas, de héroes —como querían los estoicos, Carlyle, Emerson y Nietzsche—, o son los últimos y decisivos motores de la historia ciertas corrientes ideales en las cuales se pierden, se esfuman, se anegan aun las más claras y estupendas figuras personales? No me diga usted que es esto una logomaquia sin influencia en la vida real: no me lo dirá usted viviendo, como vive, en una raza que cree en la educación como pueda creer en la utilidad de una máquina. De que creamos lo uno o lo otro dependerá que eduquemos de una o de otra manera a nuestros hijos, y nosotros mismos orientaremos nuestros instintos hacia Oriente o hacia Occidente, hacia el bien o hacia el placer.
En otro tiempo —¿recuerda usted?— gustábamos de dejarnos abrasada la fantasía sobre una página de Nietzsche, y como este genial dicharachero tiene la unción que todos los sofistas para halagar y engreír al lector, pudo ocurrírsenos acaso, tras de alguna lectura, la sospecha de si habría en nosotros dos de esos grandes hombres que fabrican historia, señeros y adamantinos, más allá del bien y del mal. Con frecuencia me asalta una remembranza de aquel tiempo, gratísima y devota. Pero al cabo hemos salido de la zona tórrida de Nietzsche, al que, por supuesto, interpretábamos mal entonces: hoy somos dos hombres cualesquiera para quienes el mundo moral existe. Por tanto, creo que en este aspecto de la cuestión no discreparemos: la historia es para ambos la realización progresiva de la moralidad; es decir, de las ideas. Y al actuar políticamente seguiremos al hombre cuyo programa más se aproxime a nuestra idea del bien, sea él quien sea, y con él, llegado el caso, nos hundiríamos prietamente abrazados a nuestra idea. De suerte, que si frente a nuestro modesto jefe se presentara algún grande hombre lleno de energía, algún poderoso dínamo político, enemigo de lo que considerábamos el bien, esto es, la cultura, le combatiríamos ardientemente, confiados, merced a nuestra fe científica, en que a la postre la idea nuestra podría más que el grande hombre hostil. Y si no triunfaba en nosotros, triunfaría en nuestros hijos o en nuestros nietos. No tenemos prisa: se ha dicho muy bien que sólo los vanidosos y los concupiscentes tienen prisa. ¿Es esto creer que las ideas andan solas?
Mas, por otra parte, la historia muestra con toda claridad que las ideas políticas son antes que los hombres políticos; más aún, que suscitan hombres que las sirven, y que una idea fuerte administrada por hombres débiles y modestos —por un partido sin grandes hombres— puede más que un genio sin idealidad en torno al cual se coagula una de esas aglutinaciones humanas que yo llamo kábila y otros partido conservador. El caso de las luchas entre Bismarck y el socialismo es ejemplar. ¿Ha habido en el siglo XIX más recia figura de estadista que la del canciller férreo? ¿Podrá un político cualquiera —¡pobrecillo!— hombrearse en astucia, dureza, realismo con este bulldog de Bismarck? Pues toda su fiereza, toda su mole enérgica se estrelló contra el lunatismo de unos cuantos soñadores: de Lasalle, de Karl Marx, etc… Lo propio le ocurrió con… ¡los católicos!
Tráeme esto a la memoria lo que cuenta Darwin en su «Viaje» de unas algas —macrocytis purífera— de tallos sutilísimos, pero que alcanzan en ocasiones una longitud de sesenta brazas. «Nada más sorprendente —dice— que ver crecer y desarrollarse una planta tan delicada en medio de estos enormes escollos del Océano occidental, donde ninguna roca, por dura que sea, puede resistir mucho tiempo la acción de las olas. Delgadas capas de esta planta acuática bastan para formar excelentes rompeolas flotantes, y se hace muy curioso advertir cómo súbitamente las olas más grandes que llegan de lejos disminuyen de altura y se transforman en agua tranquila al atravesar esos tallos indecisos».
Permítame usted que vea en esas sutiles algas un símbolo de las ideas puras, y en esos casi místicos rompeolas la imagen de su influencia en la historia.
Junio 1908.