AL MARGEN DEL LIBRO «A. M. D. G.»

RAMÓN Pérez de Ayala me envía un libro que acaba de componer: Se titula A. M. D. G.: La vida en los colegios de jesuitas. El autor ha sido discípulo de estos benditos padres: yo, también. El autor es de mis amigos más próximos, y nos une, sobre el afecto, análoga sensibilidad para los problemas españoles.

¿No son éstas razones suficientes para que me permita anunciar al público la aparición de este volumen? Por si algo faltara, he de apuntar otra feliz coincidencia: Ayala fue emperador en las clases del colegio de Gijón: yo también fui emperador en el colegio que los jesuitas mantienen en Miradores del Palo, junto a Málaga, ¿Sabe el lector?… Hay un lugar que el Mediterráneo halaga, donde la tierra pierde su valor elemental, donde el agua marina desciende al menester de esclava y convierte su líquida amplitud en un espejo reverberante, que refleja lo único que allí es real: la Luz. Saliendo de Málaga, siguiendo la línea ondulante de la costa, se entra en el imperio de la luz. Lector, yo he sido durante seis años emperador dentro de una gota de luz, en un imperio más azul y esplendoroso que la tierra de los mandarines. Desde aquel tiempo, claro está, mi vida significa una fatal decadencia, y mis afanes democráticos acaso no sean otra cosa que una manera del despecho.

Al leer el libro de Ayala, esa niñez perdida ha venido correteando hasta mí con peligrosa celeridad, y ahora ya no sé distinguir entre lo que las páginas de esta novela dicen y lo que me recuerdan. Sólo hallo una divergencia: Ayala envuelve las escenas de su muchachez en un paisaje de Norte, que conviene muy bien a la melancolía y al dolor de la vida que describe, al paso que la armadura de una infancia sometida a la pedagogía jesuítica me llega a mí bajo los recamos de un mediodía magnífico.

Mas yo pongo la mano a modo de visera para resguardarme las pupilas de esa refulgencia excesiva en que flotó mi infancia, y entonces descubro la misma niñez triste y sedienta que formó el corazón tembloroso de Bertuco, el pequeño héroe de Ayala.

Los jesuitas tienen varias clases de discípulos: son unos como el Coste de A. M. D. G., el mofletudo Coste, de alma aún no despierta, separada del ambiente exterior por una fisiología de novillo, muchacho dotado de alegría biológica incontrastable, capaz de atravesar las redes místicas de los Ejercicios espirituales como una bala de cañón por una nube. Para éstos nada hay triste: Coste se cura cualquier incipiente dolor de corazón entablando con el vecino de mesa una pantagruélica apuesta sobre quién embaula mayor número de huevos fritos, y acaba por escaparse cabalgando tranquilamente en el asno del colegio, la mansueta alimaña a quien la delicadeza de los Reverendos Padres había apodado Castelar.

Otros no son ni serán nunca nada determinado, masa inerte incapaz de reacción, que gravitan hacia el centro en cualquiera esfera que se les coloque. Estos son los más numerosos en una raza exánime como la nuestra.

Pero hay algunos niños de espíritu tremante, sensibilizado antes de sazón, de increíble energía imaginativa, que perciben al punto la asimetría perenne entre lo ideal y lo real: ¿qué haréis de estos niños dueños de tan fuerte poder de imaginar? Mirad que para ellos es toda realidad un trampolín que les lanza a un mundo de su propia creación; procurad retenerlos, proponiéndoles realidades jugosas, francas, amplias, múltiples, de modo que no se escapen demasiadamente a lo fantástico; haced que vean en las cosas existentes un campo de batalla digno de ellos, donde quede presa su potencia ascendente y creadora. Esas almitas centrífugas, dispuestas a huir en todo instante de la acción colectiva humana, como la flecha de la mano del arquero, son a la vez las únicas que pueden arrastrar en pos de sí las multitudes grávidas hacia formas superiores de existencia: de ellas saldrán los poetas ardientes, los políticos apostólicos, los pensadores honrados, los inventores, los hombres, en una palabra, que son la sal de la tierra; enseñadles, pues, a amar lo comunal; hacedles filantrópicos y activos, respetuosos con el error y confiados en la capacidad de mejorar inmanente al hombre.

Bertuco pertenece a esta clase. ¿De qué modo influyen en él los jesuitas? Léase el libro de Ayala, y se verá. Como los que bajaban al purgatorio de San Patricio, Bertuco no volverá a reír nunca del todo: la risa es la expresión de un alma saludable y elástica, unificada y con sus funciones íntegras. Si esto es así, para que un alma fina pueda permitirse el lujo de reír necesita creer con fe profunda estas tres cosas: que hay una ciencia merecedora de tal nombre, que hay una moral que no es una ridiculez, que el arte existe. Pues bien; los jesuitas le llevarán a burlarse de todos los clásicos del pensamiento humano: de Demócrito, de Platón, de Descartes, de Galileo, de Spinoza, de Kant, de Darwin, etc.; le acostumbrarán a llamar moral a un montón de reglas o ejercicios estúpidos y supersticiosos: de arte no le hablarán nunca.

Aún esto fuera pasadero si la desmoralización a que conduce la pedagogía jesuítica se detuviera ante la idea de la fraternidad humana. Pero… apenas entra Bertuco en el Colegio escucha de labios de aquellos benditos Padres una palabra feroz, incalculable, anárquica: los nuestros… Los nuestros no son los hombres todos: los nuestros son ellos solos.

Bertuco verá la humanidad escindida en dos porciones: los jesuitas y luego los demás. Y oirá una vez y otra que los demás son gente falsa, viciosa, dispuesta a venderse por poco dinero, ignorante, sin idealidad, sin mérito alguno apreciable. Por el contrario, los nuestros, los jesuitas, son de tal condición específica que, a lo que parece, no se ha condenado ninguno todavía.

Saldrá Bertuco del Colegio inutilizado para la esperanza: por muy graves esfuerzos de reflexión que haga jamás logrará vencer una desconfianza original, un desdén apriorístico ante los demás hombres. En cambio, estudios un poco más serios, meditaciones más vigorosas le harán insoportable el recuerdo de los nuestros: los vicios de que ellos acusaban al común de las gentes parecerán a Bertuco aletear con grandes alas torpes en torno a los edificios jesuíticos. Y entonces le parecerá que se alza de la historia un hedor horrible de materia, y si mira en torno creerá ver un desierto de hombres habitado por lascivos orangutanes.

¿A quién podrá extrañar que Bertuco renuncie a toda labor social cuando avance en la vida? Las hormigas al tiempo que hinchan sus trojes subterráneas saben morder el grano en tal sitio que, sin matarlo, impiden su germinación. San Ignacio, santo administrativo y organizador, ha dotado a sus hijos espirituales con el arte maravilloso de utilizar las criaturas para la mejor gloria de Dios, y como las mejores no se resignan fácilmente al papel de instrumentos, se las utiliza inutilizándolas.

Los jesuitas han educado a los hijos de las familias españolas que viven en mayor holgura. De ellos tenían que haber salido los hombres constructores de la cultura nacional, productores de un ambiente público más fecundo. Pero no han salido: los jesuitas, mordiendo las porciones más enérgicas de sus almas, los han inutilizado ad majorent Dei gloriam. ¡Adiós unidad del espíritu, adiós impetuosidad cordial, adiós afán por hacer mejor el mundo en que vivimos!

* * *

Ayala escribe prodigiosamente, representa entre los nuevos escritores la tradición castiza del estro fecundo, que suele faltarnos a los demás. Tal vez los pequeños defectos de su estilo provengan de xana vena demasiado exuberante que no ha logrado todavía ponerse cauce y continencia.

Mas este libro trasciende de la literatura y significa un documento valiosísimo para el problema de la reforma pedagógica española. Léanlo quienes, prepuestos a nuestro gobierno, son responsables del porvenir nacional. Léanlo los padres antes de elegir educación para sus hijos.

El libro de Ayala es, en todo lo importante, de una gran exactitud. Sólo hallo un olvido, en mi opinión, de suma gravedad: no haber hecho constar de una manera taxativa que el vicio radical de los jesuitas, y especialmente de los jesuitas españoles, no consiste en el maquiavelismo, ni en la codicia, ni en la soberbia, sino lisa y llanamente en la ignorancia.

Al final de la novela pregunta el médico Trelles al Padre Atienza, que, aprovechando la salida de Bertuco, abandona la Orden:

—¿Cree usted que se debería suprimir la Compañía de Jesús?

Y el Padre Atienza responde:

—¡De raíz!

Bueno; yo no soy partidario de que se suprima a nadie ni de que se expulse a nadie de la gran familia española, tan menesterosa de todos los brazos para subvenir a su economía. No obstante, la supresión de los colegios jesuíticos sería deseable, por una razón meramente administrativa: la incapacidad intelectual de los RR. PP.

Diciembre 1910.