PROBLEMAS CULTURALES

I
SOBRE LA LENGUA FRANCESA

HAY una grave cuestión que se agita hoy en todos aquellos lugares donde fermenta y se prepara el porvenir de una manera concisa: la cuestión de la enseñanza de los idiomas clásicos en los liceos, gimnasios o institutos. Espíritus frívolos de uno y otro bando acostumbran a trazar el problema de un modo caprichoso y no suelen saber bien por qué defienden lo que defienden y atacan lo que atacan. Por otra parte, la masa, la masa del público, ese tremendo, monstruoso animal primitivo que se llama la opinión pública, no suele hallarse bien dispuesta para tomar posiciones en tan difícil pendencia, y, como no es la modestia su virtud, aquello que no entiende lo juzga insignificante.

Ahora bien, sobre toda duda debe estar que en la solución de este problema de la enseñanza clásica va una carta decisiva para el porvenir del porvenir, para el futuro de la cultura y de la democracia.

Sé que en la República Argentina existe cierta sensibilidad para estos menesteres de la educación, de la alta pedagogía, y que ha sido y es la cuestión del clasicismo tema de discusión reiterada. Creo, pues, oportuno tocar con algún detenimiento el asunto.

Mas, antes de entrar en materia, demos una vuelta preparatoria en torno a un suceso reciente; de él veremos salir el problema por sí mismo, vivaz e inexcusable.

* * *

Bajo la presidencia de Richepin se ha formado una liga de defensa de la lengua francesa. En su estado mayor —el de la liga y el de la lengua— figuran Anatole France y Maurice Barrés. Se trata, pues, de una cosa seria. Mejor dicho, de dos cosas serias: que la lengua francesa periclita y que unos hombres de la mejor voluntad se aperciben a defenderla.

Vamos a ver, vamos a ver… El asunto es de gravedad extrema: si el idioma francés fenece o se borran sus delicadas irisaciones, la humanidad habría perdido una de sus facetas, de sus facciones, de sus gestos fundamentales: un mundo de pensamientos, de metáforas, de emociones, quedará nonato, porque no podría ser expresado. Como no se abren todas las puertas con la misma llave, no todos los pensamientos se pueden pensar en una lengua, ni todas las metáforas florecen en un solo vocabulario, ni todas las emociones son compatibles con una gramática única.

Los idiomas son como cauces de la actividad espiritual que en ellos se pone a fluir, pero cauces vivos y dotados de un oscuro poder de orientación que les hace conducir la líquida energía hacia campos sedientes e ignorados.

No creáis a quien os diga que lo que vale más en el hombre es lo inexpresable. Eso es una viejísima mentira de los místicos y los confusionarios enemigos del hombre.

Es, a veces, también una perdonable hipocresía de los enamorados. Lo que se mueve torpemente dentro de nosotros sin que pueda ser expresado, no es cosa humana, pertenece a la vida instintiva del orangután interior que todos llevamos montado sobre nuestro esqueleto. Suyas son las conmociones inarticuladas que en horas de pasión ardiente o en frías horas de egoísmo se levantan del fondo sombrío de nuestra vida orgánica. Lo humano es lo articulado, lo expresivo; lo inexpresable es lo infra-humano. Y cuando el amante llega al punto del amor en que murmura al oído de la amada: «No puedo expresar lo que siento», debe la amada ponerse en sospecha, porque el amado anda muy cerca de sentis alguna barbaridad. Y cuando el temperamento religioso, penetrando en las soledades extáticas, hace camino por las vías de oración, odorantes de mirtos, de lirios, de florecicas blancas, y llega a percibir una realidad esplendente que él llama lo inefable, debemos recordarle que algo inefable debían sentir también los cinocéfalos de Egipto, cuando saludaban al sol naciente con brincos sobre las dunas rosadas del desierto, pues los sacerdotes de Isis los disputaron como ejemplo de fervor y de religiosidad y los propusieron a la imitación de las gentes.

Las cosas verdaderamente humanas son claras, precisas, expresas, comunicables, o, de otro modo, el pensar, el sentir, el querer sólo llegan a aquella buena sazón y madurez que llamamos cultura merced a la expresión. Un espíritu de gran potencialidad se creará un idioma multiforme y sugestivo; un espíritu pobre, un idioma enteco, reptante, sin moralidad ni energía.

II
LOS TONOS DE LA LENGUA FRANCESA

¿Qué puede querer decir, en vista de esto, esa mengua del idioma francés que unos cuantos hombres ilustres intentan ahora corregir y curar? Era un maravilloso instrumento, un viejo violín rubio, de cuya caja estrangulada y barroca había extraído la humanidad muchos tonos ejemplares.

Recuérdese: el tono Montaigne, variaciones maliciosas sobre la reducida condición de toda existencia, en un estilo suculento y nervioso. El tono Rabelais: la alegría incontinente del Renacimiento, la emergencia de una nueva vida con su perspectiva, al parecer inagotable: frente al ascetismo que había retenido el alborozo durante siglos, ahora se proclama la plenitud de la vida. El centro de gravedad espiritual se transfiere del otro mundo al presente. Hay que vivir absolutamente; en las presas se rompen las compuertas, la alegría almacenada se desborda. Pantagruel es este desbordamiento, es el exceso de todo, es la fecundidad de lo excesivo. El tono Descartes: la nueva expansión de energías siente necesidad de nueva continencia: un río sin parapetos es un pantano, una fuerza sin régimen ni mesura se desvanece. Hay que vivir plenariamente, pero sin turbulencia, con orden, con método, con claridad. El idioma torrencial de Rabelais se serena, se esclarece, se precisa y penetra en un estuario geométrico: el «Discurso del método». Pantagruel aprende matemáticas —energía bien administrada: comienza el clasicismo francés.

Pero el clasicismo francés es el rey absoluto, el catolicismo, la realidad compacta del espacio geométrico, y mientras estos tres bloques gravitan sobre el siglo XVII continental, la isleña audacia de los ingleses prepara el corrosivo intensísimo decapitando a un rey, inventando una religión natural o deísmo y disolviendo la rigidez del espacio geométrico en realidades fluentes, en movimientos, en fuerzas: Cromwell, Locke, Newton. Hay en Francia una ampolluela de vidrio que recibe estas tres sustancias deletéreas: el alma nítrica de Voltaire va a caer, gota a gota, sobre el clasicismo francés.

El tono volteriano, la espiritualidad corrosiva, la negación creadora que, penetrando por los intersticios de todas las formaciones dogmáticas —en política, en religión, en arte, en ciencia—, las hace reventar en una lluvia de estrellas, en polvo de oro, en átomos brilladores. La energía enorme del Renacimiento francés, la razón severa, solemne, del cartesianismo se atomizan; y ambas sustancias, energía y razón, cambiadas en átomos, son: «l’esprit de M. Voltaire». ¿Qué ocurre al idioma? Muy sencillo: el párrafo clásico, bien construido, de amplios miembros organizados, se rompe en frases sueltas. Voltaire ha pulverizado el mundo y empolva con él su peluca; ya no queda nada en pie, todo se ha derrumbado. Sólo queda el porvenir, el futuro humano, y es menester una grande voz sonora, una voz de profeta que lo suscite. El tono Mirabeau: la elocuencia, estilo de las democracias, entrevé y profetiza el porvenir democrático de Europa.

Pero el porvenir se hace con el pasado, como las nuevas plantas nacen de «humus» que han formado las plantas muertas. Hay que recoger el «humus» histórico, la tradición: hay que reconstruir el pasado para afianzar el futuro. El tono de Chateaubriand: la literatura conservadora, el romanticismo, la palingenesia. Thierry y Michelet y Víctor Hugo. La lengua ensaya el nuevo periodo magnificente, pero se advierte que ya no puede enarcarse por propia fuerza: se apoya en el recuerdo, en la leyenda. El idioma deja de ser original: vive en gran parte de la memoria: el romanticismo es arcaísmo.

III
FRANCIA, PODER CONSERVADOR

La memoria es un elemento básico de la vida espiritual, pero no es toda ella. Espíritu es fuerza, y como en la física hay una fuerza inerte que sirve de apoyo a la fuerza viva que se llama materia, es la memoria la inercia espiritual, el peso del alma, la materia mental. Sobre ella actúa el elemento verdaderamente vivo, el poder inventor, creador, anticipador, el intelecto. Dentro, pues, de esa vitalidad omnímoda que caracteriza al espíritu, podría decirse que es la memoria lo muerto de lo vivo.

Esta metáfora puede servirnos para descubrir en el arcaísmo la forma de producción literaria y científica que escoge un pueblo cuando su vida interna decae y se orienta hacia la muerte. Es cierto que del pasado, cantera maternal, han de extraerse los materiales para lo nuevo, pero el arcaísmo consiste precisamente en querer retener el pasado galvanizándolo, dotándolo de una falsa actualidad y vigencia. Así es arcaico Chateaubriand cuando ensaya la reviviscencia del cristianismo como actividad o actualidad poética, y es Víctor Hugo arcaizante cuando ve en la reconstrucción de lo histórico el tema propio de la fantasía novelesca y dramática. Lo es Renan cuando busca la reforma intelectual y moral de Francia, y la vuelta al feudalismo galo; y se deja llevar de Gobineau, que ve en la idea de la raza —raza es la condensación de un pasado milenario en los caracteres anatómicos— el motor de las variaciones históricas. Lo es Taine, porque también busca el secreto de la cultura de la raza, en el medio, que es la condensación de un pasado centenario en los caracteres jurídicos y sociales, en el momento, que es la intersección de la raza y el medio. Es curioso observar cómo, a despecho de las apariencias, el movimiento intelectual de Francia durante el siglo XIX, al menos en sus figuras representativas, ha sido profundamente conservador. De aquí que la democracia política francesa haya vivido durante esa época una existencia gris y enervada que contrasta con el heroísmo luminoso e inquieto de los hombres de la gran Revolución.

La lengua del arte francés ha acompañado, como no podía menos, este descenso del alma francesa por la pendiente del arcaísmo y del conservadurismo. Ella misma ha sabido dar un nombre a su mengua, y la ha llamado decadentismo.

El hombre inactual que camina por la existencia merced a un impulso que queda atrás de él no puede tener tampoco sensibilidad para la actualidad circundante. Es un espectro para quien todo es espectro. El poeta decadente no puede cantar la vida: para él vida es recordación, vida pasada, es decir, las formas de la vida histórica. El poeta decadente administra la poesía creada por los antiguos poetas.

IV
LA DISCIPLINA DE LO ESENCIAL

Tanto los argentinos que me leen, como yo, español que escribo, hemos sido educados en ese ambiente de la decadencia francesa y corremos, por lo mismo, el peligro de aceptar como evidentes virtudes, como la cultura normal, lo que es más bien vicio, anomalía y debilidad. La Argentina por demasiado joven, España por harto cansada y vieja, han aceptado las pretensiones de hegemonía literaria e intelectual que Francia se atribuía como un ornamento de la hegemonía política a la que la Revolución y el esfuerzo napoleónico le daban, sin duda, derecho. Precisamente por esto, porque hemos nacido y pervivimos en una atmósfera francesa es menester que la pongamos en crisis y reaccionemos contra ella, si descubrimos, como acontece, que no nos alimenta.

La extrema juventud de los pueblos sudamericanos y la extrema caducidad, necesitada de renovación, de la histórica metrópoli, hacen para españoles y argentinos un problema agudo del sometimiento a una atmósfera más tónica. No basta, pues, que una nación haya sido grande y aún lo sea para que nos parezca benéfico su influjo: es menester que esa grandeza se halle en período de ascensión o de plenitud.

El decadentismo, el arte de decaer, es fatal para quien teme haber caído ya como nosotros, para quien no ha subido ya como vosotros. Necesitamos una educación de actualidad omnímoda, necesitamos de una disciplina intelectual, moral y estética que nos sitúe por el camino más corto en medio de lo vital. La cultura se ha hecho de tal complicación y densidad, son tantas las claridades que ha almacenado, como Eolo almacenaba vientos, que es de enorme dificultad dar con el centro y el nervio de ella. Necesitamos una introducción a la vida esencial.

Ahora bien, en lugar de lo esencial que pedimos, la Francia en los últimos treinta años nos propone la «nuance»; en lugar de pan, «brioches». Una cultura de la «nuance» es como aquel ocioso cultivo de los tulipanes que absorbía la existencia de los holandeses adinerados. El matiz es el matiz de las cosas: quien se preocupa de aquél, del adjetivo, es que ha perdido la sensibilidad para éstas, para los sustantivos. Para el arte clásico, en quien todo es vida, los matices no existen.

Es muy expuesto hacer afirmaciones rotundas en que se pretenda formular la fisonomía momentánea de una raza clásica, es decir, de una raza eterna; pero yo creo que, dejando un lugar en nuestro juicio para las excepciones confirmadoras de las reglas, aparece bastante claro durante el siglo XIX el hecho enorme y trágico de la descensión de la cultura francesa a cultura adjetiva.

Como no podrá menos, allá en el fondo de las energías francesas, temporalmente menguadas, intenta el genio perenne de la raza una rebelión contra el romanticismo ambiente y destructor, ensaya una vuelta del adjetivo al sustantivo en filosofía, en literatura y en pintura. El matiz no está, realmente, en las cosas: es lo que nosotros ponemos en ellas, nuestros mudables estados de espíritu, los fugitivos tornasoles de nuestro capricho. Contra este falso lirismo o subjetivismo o sentimentalismo, llámesele como se quiera, aparece el positivismo con Augusto Comte, y luego el realismo con Flaubert, Zola, Maupassant, el impresionismo con Courbet, Corot, Manet. Se trata de volver a las cosas a lo sustancial.

Mas, a despecho de muchos aciertos en las cuestiones de detalle, este ensayo de vuelta a las sustancias culturales no sólo ha fracasado, sino que ha sido contraproducente. El positivismo ha acabado con los restos de la tradición filosófica francesa; el realismo ha trivializado el idioma y lo ha convertido en un vil instrumento de descripción de las cosas ya existentes, en lugar de ser un suscitador de nuevas cosas. El impresionismo, en fin, ha quebrado las aspiraciones sintéticas del arte, y con el incompresionismo se ha convertido en la adoración del matiz.

El viejo violín maravilloso salió del intento con las cuerdas rotas. Sólo una le quedaba, la prima, y en ella se pone Verlaine a modular deliciosamente la muerte de la lengua francesa.

De la musique avant toute chose

pide Verlaine; es decir, el idioma no sólo deja de ser la expresión de lo sustantivo, sino que ni siquiera aspira a perdurar como adjetivo. Se pide que deje de ser lenguaje y se convierta en música.

Diríase que el alma francesa se ha ido ahilando, ahilando hasta manar lo que de ella quedaba por el mínimo cauce de esa cuerda irreal que hizo soñar Verlaine.

Luego se ha evaporado y va a ser menester un conjuro poderoso para que vuelva a condensarse. Veamos cuál es el que proponen los señores que componen la liga «Pour la culture française».

La Prensa, Buenos Aires, 15 de agosto de 1911.

(Este artículo, y el siguiente, no se incluyeron en ninguna edición del libro Personas, obras, cosas, sino en un volumen que lo reproduce parcialmente denominado Mocedades. Por esta razón van insertos en este lugar).