VIAJE A ESPAÑA EN 1718
JUAN Eberardo Zetzner fue un banquero estrasburgués. Estrasburgo I está puesto en esa parte central de Europa donde parece que todo y el brío se lo han llevado las montañas, quedando sólo para los hombres algunos adarmes de energía. Aquel país da una raza poseedora de un «mínimum» de virtudes y un «mínimum» de vicios. Calvino, Rousseau, Pestalozzi confirman la regla.
Zetzner, pues, debió ser un pobre hombre, y por consiguiente un mal banquero. Tanto, que se arruinó y no retuvo de la anegada fortuna más que 73 000 libras de Alsacia. Pero Dios puso en su camino a un tal Rotmund, lionés, gran tunante y no mal banquero. Tanto, que supo birlar al mansueto Zetzner las 73 000 libras. Zetzner escribía desde tiempos juveniles unas memorias donde iba trasvasando el hilillo cristalino de su manantial interno. Esta ocasión siniestra le da lugar para maldecir de las perversiones humanas.
Vino con Rotmund al arreglo de percibir siquiera 11 000 de aquellas muchas otras libras defraudadas. Mas no se trataba de un cobro cualquiera; las 11 000 libras había que recibirlas de un banquero francés de origen, habitante en Cádiz, llamado D. Pedro Ignacio Surmont. Y no se crea que paraba aquí la complicación, pues D. Pedro Ignacio acababa de hacer bancarrota.
El 21 de julio de 1718 dio vista a Rosas, desembarcando en Barcelona el 29. Zetzner llevaba espada: lo primero que se le hizo fue demandársela en cumplimiento de una ley dictada por el virrey príncipe Pío de Saboya. La espada fue recogida con otras muchas dentro de un armario, luego de poner la etiqueta de su nombre en los gavilanes.
Para hacer el viaje de Madrid, avínose Zetzner con unos «caletscheros» a razón de siete luises de oro por día. El vehículo era un carricoche a la española; las dos mulas iban cargadas de cascabeles y llevaban grandes plumeros. Tanto el cochero como las mulas avanzaban con la misma gravedad tan española.
En «Meinard» (sic, ¿Almenara?) encuentra un gentilhombre de Cádiz, D. Bernardo Francisco de Medinilla, que venía de Madrid para Sicilia acompañado de un ayuda de cámara y tres lacayos, todos caballeros y con buenas armas. Hablaba el gentilhombre francés e italiano: «desde que me vio y comenzó a hablar conmigo —refiere Zetzner— advertí que mostraba afición hacia mí». Cuéntale que a dos leguas de allí se ha tropezado con seis ladrones y que, gracias a su armamento, no le han atacado. Recomienda a Zetzner que no prosiga sin escolta. El banquero es desconfiado, como todo hombre de clima medio y de virtudes planas: le extraña tanta solicitud por parte de un desconocido. Interroga al calesero: el calesero confirma la posibilidad de cuanto dice D. Bernardo. La desconfianza no se aparta de su corazón norteño. El calesero tiene muy mala catadura. Para un individuo de una raza linfática suelen tener mala catadura todos los individuos de razas más nerviosas. Don Bernardo saca de su carruaje un par de pistolas magníficas que le ofrece. Zetzner siente crecer su desconfianza. A una criatura nacida por encima del paralelo 45 no le cabe en la cabeza que un hombre sienta amor y afición por otro sin motivo, sin causa, sin fin, porque sí, por mera abundancia de torrentes espirituales. Los dos lujos españoles del amor y el odio, sentidos por sí mismos, sin buscar fuera de ellos un objeto que les dé un valor, serán inevitablemente absurdos para un suizo, para un alsaciano, para un hombre de Prusia. Zetzner siguió los consejos del gentilhombre, e hizo bien; en la jornada siguiente hallaron restos de un campamento de forajidos. Zetzner llama entonces a D. Bernardo «noble hombre».
La ingenuidad de Zetzner es bastante grande; así lo reconoce el Sr. Rodolphe Reuss, su compatriota, quien ha extractado las «Memorias» y dado en tal forma noticias de ellas al público. Pero no llega a tanto la ingenuidad del estrasburgués que no se mezcle literatura; el Sr. Reuss no dice una cosa que a mí me parece muy de sospechar, a saber: Zetzner debió llevar durante su viaje muy a mano el «Voyage» de madama d’Aulnoy. Esta relamida condesa dio la norma de lo español, y tan feliz debió de ser su visión, que de entonces a acá nadie la ha rectificado.
«Los señores españoles —dice Zetzner— son gente muy presuntuosa. Todo el mundo, criados inclusive, duermen de una a tres horas de siesta; cuando un hombre de la plebe va al mercado a fin de comprar legumbres por valor de dos o tres sueldos, jamás las lleva él mismo bajo su capa, sino que paga a otro para que las deje en su domicilio, aun cuando le cueste así doble. Jamás un artesano atraviesa la calle sin su espadón de enormes gavilanes. Hállanse a menudo gentes cabalgando sobre mulos, que usan grandes antiparras para hacerse pasar por sabias. Cuanta mayor reputación de erudito tenga una persona, tanto mayores serán sus gafas.
»Las familias no son numerosas; raramente se encuentra un español que haya engendrado tres o cuatro hijos. Hay que buscar la causa en lo muy caluroso de clima, en lo encabezado de los vinos y sobre todo en la lascivia que caracteriza ambos sexos. Terrible cúmulo de enfermedades procede de las moriscas, sumamente desvergonzadas y muy tratadas, así de los grandes señores como del populacho… Además existen otras razones por las cuales está España tan despoblada: en primer lugar, el gran número de casas de tolerancia; luego la enorme cantidad de individuos que entran en las órdenes… Hay muchos matrimonios legítimos entre blancos y moriscas, y los hijos que de estas uniones nacen son generalmente feos, medio amarillos, medio negros. (Zetzner no era un clásico, y muchas veces dice lo que no quiere decir). Pero esto es sólo en Andalucía; en las demás provincias no hay esclavos.
»Las mujeres de España no se pintan sólo el semblante, sino también los hombros… Jamás un español exigirá el menor trabajo de su esposa, porque todas, ricas y pobres, le responderían: “No hemos venido al mundo para trabajar, sino para agradar a los hombres y hacerles placer”. Por lo demás suelen ser las españolas de muy buen talle, aun cuando sus teces sean de ordinario cetrinas y su temperamento muy ardiente. Un extranjero que se preocupe algo de su salud, hará bien manteniéndose en guardia, así frente a las pasiones abrasadoras del bello sexo como frente a los vinos de este país».
Al menos declara Zetzner que somos sobrios y que solemos decir: «Nosotros no comemos y bebemos más que para sustentar nuestra vida, al paso que otras naciones se imaginan que no han venido a otra cosa que a ahitarse con manjares delicados…»
«Desprecian a los demás pueblos y llegan a encontrar injusto que Nuestro Señor Jesucristo no haya nacido en España. Afirman que Dios ha hablado español con Adán y Eva en el Paraíso y con Moisés en la cumbre del Sinai. Un mendigo que os pide limosna no tolerará que rehuséis llamarle “señor”… Se hace un uso tan frecuente de las antiparras, que las llevan hasta en la calle y en la mesa… De los portugueses dicen que son judíos; de los franceses que son “gabachos”, es decir… Los holandeses e ingleses son heréticos y un alemán es para ellos un “animal”. Si es italiano le tratarán de mujerzuela…»
«Cuando una dama se digna mostrar el pie a su enamorado equivale a un extremo favor, porque viven muy orgullosas de la gracia de sus miembros. En general, sólo los hombres se sientan a la mesa para comer; las mujeres y los niños comen ordinariamente acurrucados sobre el pavimento. Aun en tiempo del calor más grande, un español lleva dos camisas, el traje, una gorra sobre la que coloca el sombrero, y además de todo esto, se envuelve en su capa; semejante aderezo, al que ha de agregarse el espadón, le da un verdadero aspecto de comediante… Cuando se visten, calzan primero las medias, luego los zapatos, después la camisa y sólo al cabo los pantalones. Toman la sopa al fin de la comida, como postre. Cuando fuman se tragan el humo, sin que esto les incomode. Cortan la cola a los gatos porque dicen que en la extremidad llevan un veneno. El doméstico llama “Señor” a su amo y recíprocamente el amo trata de “Señor” a su doméstico. La incontinencia no es mirada por ellos como vicio. La excesiva gravedad natural de estas gentes es causa de que no se vea casi nunca reír a un español. Cuando se dice a un español que es un… “marido engañado” o un “borracho” considera esto como la injuria más sangrienta que se le pueda hacer».
«He aquí —dice Zetzner— lo que he notado en mi diario sobre el reino de España y lo que he reunido luego en Cádiz: hubiera podido, a no dudar, añadir otras muchas cosas, pero la depresión mental causada por mis grandes pérdidas de dinero me han impedido hacerlo».
Zetzner era, pues, un infeliz; pero muchas de estas apreciaciones fantásticas las encontramos nada menos que en Montesquieu.
Y ahora, para poner fin a este extracto, recordaré un dicho de otro alemán más fino y malicioso, de Schopenhauer: «En cada nación —dice— aparecen la limitación, perversidad y vicio humanos de una manera distinta, y a ésta llamamos carácter nacional. Disgustados de uno, alabamos los otros hasta que nos ocurre lo mismo que con el primero. Cada nación se burla de las demás y todas tienen razón».
El Imparcial, 13 enero 1908.