«LA GIOCONDA»
Marburgo, septiembre 1911.
PUSO Dios en el mundo la belleza para que fuera robada. Después de todo, es el robo un acto de admiración hacia lo hurtado que anda más cerca del heroísmo que la civil y tranquila fruición al amparo de las leyes. Cuando el objeto bello es una mujer, la incitación al rapto se potencia porque también, en cierto modo, puso Dios en el mundo a la mujer para ser arrebatada. No digo yo que deba ser así, pero ¿qué le vamos a hacer si Dios lo ha arreglado de esta manera?
Mona Lisa, mujer incalculable y belleza sin par, estaba condenada, desde el comienzo de los tiempos, a ser un día sustraída de su legal poseedor. Entre las noticias que el robo del celebérrimo cuadro ha sacado a la publicidad en estos días, hay una muy curiosa que prueba lo que digo. Hace año y medio se publicó en Copenhague una novela titulada «Mona Lisa», cuyo autor se ocultaba bajo el seudónimo Hoyer. En esta novela se refería, con todos sus pelos y señales, el rapto del cuadro, los esfuerzos de M. Homolle, director del Louvre, para encontrar su paradero, los comentarios de la Prensa universal, todo, en fin, según ha acaecido. Y eran tales las coincidencias, que mucha gente en Copenhague llegó a creer que el autor del atentado era el autor del libro; mas nadie ha podido averiguar quién era Hoyer, reo, cuando menos, de un mal pensamiento.
Ello es que el vaticinio se ha cumplido y lo que estaba escrito se ha verificado. Ya ha desaparecido la egregia figura y quién sabe si no volverá a vérsela. Parece prolongar su poder misterioso el trágico destino que —para ser en todo maravilloso, heteróclito, inquietante este hombre— venía gravitando sobre las obras de Leonardo. Dicen que los dioses persiguen a quienes aspiran a realizar empresas demasiado levantadas: están más por lo mediocre y quieren mantener la especie humana en domesticidad.
Leonardo fue, empero, una enorme aspiración hacia lo imposible, y además de esto ofreció, mientras anduvo por la tierra, a la hostilidad de los poderes sobrenaturales, un corazón circundado de desdén. Y los dioses, ya que no le rindieron vivo, procuran, luego de muerto, ir borrando sus huellas para que a su vista no renazcan en los hombres apetitos tan subversivos y heroicos.
Sabido es que sólo quedan siete obras pictóricas de Leonardo, y aun de éstas sólo una llega a nosotros en buen estado: la pequeña «Anunciación» del Louvre, una obra de mocedad, donde el maestro puso lo mejor de la pintura cuatrocentista —descripción, vigor de colorido, ingenua jocundidad—; pero aún no contiene los nuevos valores cuya conquista e invención habían de ocupar su existencia. El resto de la labor leonardesca lucha con una enemistad secular de los elementos y de los hombres, y va muriendo, va feneciendo. La «Cena», en el refectorio de Santa María delle Grazie, perdió muy pronto su integridad; tras la pared sobre que se halla guisaban los frailes su condumio y el calor de la cocina secó sus óleos, resquebrajó las superficies. Luego se quiso agrandar la puerta bajo la composición y desaparecieron los pies de Jesús y de dos apóstoles. Más tarde, el refectorio fue almacén de paja y lugar de necesidades, de modo que las sales de nitro se depositaron como un velo sobre toda la pintura y fueron tragándosela afanosas. Después pasó la estancia a ser hospedaje de soldados, que se entretuvieron en apedrear a los apóstoles. Aún más: en 1720, Belloti se encarga de repintarla, y en 1770 Mazza vuelve a restaurarla. Los esfuerzos que recientemente se han hecho para salvarla no aseguran su perduración. Es fatal; la obra muere, periclita como una perla herida, y Gabriel d’Annunzio ha compuesto su epitafio en la «Ode per la morte d’un capolavoro».
La otra gran composición de Leonardo, la «Batalla de Anghiari», que pintó en un muro de la sala concejil en el «Palazzo Vecchio», de Florencia, y que fue como un desafío genial con el mozo giganteo Miguel Ángel, que salía al camino de la gloria frente al maestro ya viejo, resistió todavía menos. Leonardo, como es sabido, es el primero que entre los pintores puramente italianos emplea el óleo en lugar del fresco, la llamada «tempera forte», siguiendo la norma de los holandeses: el fresco exige una rapidez muy precisa en la consumación de la pintura que resultaba inservible para los nuevos problemas complicados propuestos por Leonardo al arte. Pero el nuevo procedimiento exigía que se secaran a fuego los colores, y Leonardo encendió ante el muro una ingente fogata. La parte inferior, donde el ardor de la llama era más fuerte, se fijó satisfactoriamente, mas en la parte superior, los colores liquefactos por el calor blando comenzaron a chorrear. Poco después ya no existía nada, y hoy sólo conocemos la copia que Rubens hizo del boceto, boceto que también ha desaparecido.
«La Adoración de los Magos», otro amplio proyecto, ahí está en los Uffizi apenas comenzado. La estatua ecuestre de Francesco Sforza no pasó nunca de modelo en barro, pero al decir de los contemporáneos era causa de maravilla y bien lo creemos de este admirable dibujante de caballos. La estatua desapareció y hemos de atenernos a dibujos conservados entre los manuscritos de Leonardo.
El «San Jerónimo», un cuadro que anticipa un siglo de evolución pictórica, tampoco pudo ser concluido. La «Madona de las Rocas» (Louvre), apenas se entrevé bajo la capa de repintados y además parece acusar la intervención de discípulos, como seguramente ocurre en la «Santa Ana con María en su regazo» y en el «San Juan».
La famosísima Leda, o mejor dicho, las dos Ledas que probablemente pintó, perdidas andan por el planeta, donde tanta cosa insignificante ostenta al sol su faz; y lo mismo su Baco, su Venus, su Pomona y los retratos de las queridas de Ludovico el Mozo… Es una devastación, un ensañamiento sin ejemplo contra la supervivencia de un artista.
Pero, en fin, bien que maltrecha, repintada, mordida de la luz, del aire, del frío, del fuego, del polvo, nos quedaba Mona Lisa, la dama florentina que incitó a Leonardo para que expresara su interpretación del eterno femenino. Los mozos de veinte años en cuyo pecho se querellaban la ambición y la voluptuosidad y la melancolía, solían peregrinar ante el lienzo buscando un consejo, una resolución y una aventura interior. Ahora, ¿dónde buscar otra tan certera sagitaria? Porque esto era Mona Lisa: educaba como el centauro Kiron, disparando saetas, sólo que ella las dirigía contra el corazón del educando y se lo dejaba herido, inquieto y descontento. Era Nuestra Señora del Descontento y corregía en nosotros aquel contentamiento que a fuerza de limitarnos logramos. Decía al erudito, al sabio, que es gris toda sabiduría y que entre las ensambladuras de los conceptos se escapa lo más precioso de la vida: decía al sensual indolente que las caricias más exquisitas son reservadas a los hombres más severos y enérgicos; decía al asceta que las líneas curvas y vibrátiles existen, quiera él o no; decía al ingeniero que en torno de él fluye un torrente de poesía, y al poeta que el verso es un parásito de la acción, y al político demócrata le hablaba de las delicias del imperio, y al imperialista de la relatividad del poder. Era Mona Lisa una criatura satánica, hermana de la serpiente, que a su vez fue hermana de Eva; operaba en forma de tentación. Pero al enseñar a cada hombre lo absurdo de su limitación, al mostrarle que el universo es más comprensivo que su oficio, que su sistema, que su temperamento, que su pueblo, realizaba una influencia socializadora incitando a cada cual a desear ser el prójimo. El descontento es la emoción idealista, nos arroja de nuestro círculo de realidad —oficio, carácter, familia, nación, cultura, intereses— y nos lleva a buscar otra cosa que no tenemos, que no palpamos, pero que nos atrae: lo ideal.
Merced al idealismo los hombres viven fundidos en sociedad, es decir, buscándose el uno al otro, aspiran el uno a ser el otro, haciendo que cada prójimo sea un momento nuestro aguijón. Y ahora algún enemigo de la especie humana ha descolgado tranquilamente el cuadro, ha dejado en un rincón el marco y se ha ido llevándose bajo el brazo nuestra doctora en idealismo.
Leonardo no quiso separarse nunca de este retrato. Pero cuidado, no se trata de una aventura trivial: las mujeres se complacen imaginando tras de cada grande obra artística un cuento de amor, cuento de idilio o de pasión, de dulcedumbre o de dolor, donde ejercita una mujer el papel de musa. La musa es uno de los cien mitos en que la mujer ha colaborado para hacerse necesaria al hombre. Y como en nuestros días las mujeres ejercen una presión mayor que nunca sobre la sentimentalidad ambiente, han dado la nota de la psicología usual, y la crítica artística y literaria obedecen, reconstruyendo el alma de pintores, músicos y poetas sobre el esqueleto de sus relaciones femeninas. Sin embargo, nadie ignora que el significado originario de la palabra «musa» es ocio, y ocio en el sentido clásico quiere decir lo opuesto a trabajo útil; no es un no hacer, sino el trabajo inútil, el trabajo sin soldada ni material beneficio, el esfuerzo que dedicamos a lo irreal, a lo supremo. Yo tengo para mí que los grandes hombres han debido siempre mucho más a este ocio viril que a las musas de carne y hueso. En el caso Leonardo no hay duda: la mujer concreta, esta mujer, aquella mujer, le fue por completo superflua; no amo jamás. Su bellísima fisonomía, un poco afeminada a pesar de la estatura prócer y de la fortaleza muscular —Vasari afirma que podía quebrar una herradura como si fuera de plomo— no le proporcionó buenas fortunas ni él anduvo en su caza. El bello sexo busca en el hombre ante todo una llamarada roja de pasiones y un ímpetu de voluntad; ambas cosas faltaban a Leonardo. Ni amó a las mujeres ni fue amado de ellas, destino común a los temperamentos especulativos que no descienden nunca de la contemplación para meterse en la batalla de la vida, que no salen nunca de sí mismos para fundirse en los demás. El lugar clásico de esto que digo se halla en las memorias de Rousseau, en aquella página donde refiere que una mujerzuela veneciana hallándole reacio al amar, le dijo: «Gianino, lascia le donne e studia la matemática». Esto hizo Leonardo: estudió matemáticas, la ciencia directora del Renacimiento, la que ha hecho posible toda la historia moderna. Pues ¿y Mona Lisa?
Lisa di Antonio María di Noldo Gherardini, oriunda de Nápoles casó en 1495 con Francesco di Bartolomeo di Zanobi del Giocondo, nacido en 1460; era de entre los más distinguidos habitantes de Florencia; en 1499 fue uno de los doce «buonuomini», en 1512 uno de los «priori». En 1503 quiso que Leonardo, a la sazón de cincuenta y un años, llegado a lo más alto de su fama, hiciera el retrato de su mujer, y esto es todo y no hay más. Vasari lo refiere con la oportuna sencillez: «Presse Leonardo a fare, per Francesco del Giocondo, il ritratto di Mona Lisa sua moglie; e quattro ani penatovi, lo lasció imperfetto; la quale opera oggi é apresso il re Francesco di Francia en Fontanableo».
«Cuatro años se afanó en este retrato y lo dejó imperfecto». Es decir, no lo dejó, no lo entregó a quien lo había encargado. En 1506 se traslada Leonardo a Milán, nuevamente, y lo lleva consigo; en 1516 marcha a Francia, viejo y claudicante, pero no se separa de la obra inconclusa. Tal vez no le abandonó nunca la esperanza de acabarla. Leonardo fue siempre meticuloso: trabajaba para la eternidad. Sin embargo, cuatro años de labor en un retrato, bien que al mismo tiempo se ocupara de la «Batalla de Anghiari», son demasiada musa, demasiado ocio para que no necesiten explicación particular.
Para mí no ofrece duda esta explicación. Son los años de más fuerte crisis en la vida de Leonardo, es el momento en que su genio se encuentra frente a frente con otra genialidad que comenzaba su expansión, indomable, arrolladora, cruel como un elemento. Leonardo volvía de Milán donde su «Cena» había iniciado una nueva edad pictórica; tornaba a su patria envuelto en una gloria refulgente, considerado como el más grande artista vivo. He aquí que encuentra en Florencia al mozo Miguel Ángel. El maestro que encantaba la admiración contemporánea con la «dulzura y suavidad» de sus composiciones, tropieza con el joven florentin, a quien poco después Italia entera había de llamar el «terrible». Miguel Ángel, temperamento atrabiliario y viril, no puede admirar a Leonardo. Es todo fe, afirmación, creación, síntesis; Leonardo es especulación, dubitación, dialéctica, análisis. Con la rudeza que le es nativa, el Buonarotti hace saber al Vinci que le desprecia, y más de una vez, según refieren las anécdotas, a Leonardo se le coloreó de rubor el rostro, perdió la serenidad y no supo qué contestar a las impertinencias del triunfante mancebo. En estas condiciones comienza el retrato de «La Gioconda». Ante Miguel Ángel se repliega Leonardo hasta el último rincón de sí mismo y allí descubre todos sus poderes de feminidad: el retrato de Mona Lisa es la expresión de su última postura ante el mundo. O ¿es que hay quien crea que Mona Lisa ha existido realmente?
No, no os dejéis llevar de esa propensión contemporánea a resolver las grandes obras de arte en sus elementos reales. Cierto que el artista necesita de realidades para elaborar su quintaesencia, pero la obra de arte comienza justamente allí donde sus materiales acaban y vive en una dimensión inconmensurable con los elementos mismos de que se compone. En una sinfonía de Beethoven pone la realidad las tripas de cabra sobre el puente de los rubios violines, da la madera para los oboes, el metal para los clarines, el aire vibrátil para las ondas sonoras. Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con lo que esa música va vertiendo, como en una copa, dentro de nuestros corazones?
La dama de Florencia fue como un maniquí para Leonardo, como un pretexto, como una pauta. «Debbe il pittore —dice él mismo en su “Tratado de Pintura”— fare la sua figura sopra la regola d’un corpo naturale, il cuale comunemente, sia di proporzione laudabile». La esposa del Giocondo sirvió de regla al artista; según Vasari, era bellísima, pero tuvo el pintor que emplear un artificio para mantener sus nervios y sus músculos en tensión. Y fue que llevaba al taller músicos y bailarines y bufones que la hiciesen estar risueña.
Todo este material sin trascendencia —una mujer que interrumpe su aristocrático aburrimiento para sonreír al áspero chiste de un bufón— se halla potenciado en la obra de Leonardo hasta expresar lo que la obra de arte superior expresa siempre: la trágica condición: de la existencia. Mirada la vida desde el punto de vista del hombre, la tragedia es combate, acción, dinamicidad; desde el punto de vista femenino, la tragedia es pasiva, renunciadora, inerte, quieta.
Los héroes de Miguel Ángel son combatientes de enemigos invisibles y difusos; con sus músculos hinchados y sus tendones tensos contrarrestan los poderes del dolor que oprimen la humana existencia. Pero, a la vez confían en el éxito. Al dejarlos pensamos que si al cabo de unas horas volviéramos, los hallaríamos reposando, limpiándose el sudor de los gigantes miembros victoriosos.
También hay un esfuerzo en «La Gioconda»: hay un esfuerzo en sus sienes, en sus cejas depiladas, en sus contraídos labios, como si levantara con ellos en peso su enorme gravamen de melancolía. Pero es tan leve el movimiento, tan reposada la apostura, tan inerte la expresión general, que el esfuerzo interno, más adivinado que explícito, parece encorvarse sobre sí mismo, volver a sí mismo, morderse la cola como una serpiente, desesperar de sí mismo, sonreír. La tragedia de Leonardo es insoluble, perenne, desesperada: sus figuras quieren algo, pero no saben bien lo que quieren, y por eso no logran nunca nada. Es la tragedia del «dilettantismo».
Los únicos versos que conservamos del Vinci pueden interpretarse como una recriminación a su propio natural:
Chi non pue quel che vuoly quel che pub voglia
comienza el soneto copiado por Lomazzo.
Leonardo, como nadie ignora, es el más típico representante de aquel universalismo del primer Renacimiento, que fue como una profética ampliación súbita de los horizontes humanos. Matemático y arquitecto, ingeniero y filósofo, citarista y jinete, hombre de trato ameno y delicadas aficiones, apareció a sus contemporáneos como una encarnación demoníaca, como algo más que humano. Leonardo pone toda la pasión que su pecho ahorraba en el trato con los hombres, en la investigación de la naturaleza.
¡Qué no ha anticipado este vidente en geología y en física, en mecánica, en astronomía, en el arte de la guerra, en la aerostación, en botánica, en fisiología! Tuvo pocos amigos; solía vivir retirado, en compañía de dos o tres discípulos, llevando cuidadosamente las cuentas de su economía. Frío para con sus congéneres, sentía un amor panteísta hacia todo lo animado; no comía carne alguna y se enojaba si veía a alguien maltratar a un ser vivo. Cuando pasaba por el mercado compraba los pájaros enjaulados y les daba libertad.
Todo lo intentó, todo lo quiso, lo que podía y lo que no podía. Y le quedaba un desencanto melancólico que luego inyectaba en los labios de sus figuras, como en la Gioconda. Y como la Gioconda, todos sus semblantes sonríen para no llorar, sonríen de hastío y descontento, sonríen para no acabar de morir. Porque una manera de muerte es para la Gioconda —el alma de Leonardo— vivir sólo como una parte del mundo y no poder abarcar el temblor inagotable de la vida universal.
La Prensa, Buenos Aires, 15 de octubre de 1911.