SOBRE EL CONCEPTO DE SENSACIÓN
Estudios sobre el concepto de sensación. (Untersuchungen über den Empfindungsbegriff), por Heinrich Hoffmann. —Archiv für die gesamte Psychologie. —Tomo XXVI, cuadernos 1 y 2, 1913.
POR ser sumamente escasa la producción nacional sobre temas en estricto sentido filosóficos ha de ocuparse esta sección de la Revista de Libros, con más frecuencia que las otras, de trabajos extranjeros. De esta manera yo espero que podrá el lector, a la vuelta de un año, hallar en estas notas como un Índice de la situación en que se encuentra a la hora presente la filosofía, por lo menos en cuanto afecta a los problemas superiores y decisivos. La sazón es de gran interés. Asistimos a un renacimiento de lo que Schopenhauer llamaba la «necesidad metafísica» del hombre. Para las gentes educadas en pleno siglo XIX, que es tal vez con el siglo X la época en que ha llegado a la mínima la presión filosófica en Europa, es acaso incomprensible este retoñar novísimo y pujante. Sin embargo, quiérase o no, el fenómeno se presenta con caracteres indubitables.
Dejando para una ocasión próxima el estudio de este fenómeno que sirvió de tema a unas conferencias populares dadas por mí en el Ateneo el año 1912, me limito hoy a dar cuenta de la parte crítica con que comienza la disertación doctoral arriba citada.
El señor Hoffmann es discípulo de Edmundo Husserl, profesor en Gottinga. Con esto queda dicho cuál es la intención general de su trabajo. El influjo —cada vez mayor— de la «fenomenología» sobre la psicología, tiende a separar en ésta, del modo más radical y saludable, la descripción de la explicación.
En la psicología al uso, en Wundt mismo, por ejemplo, coexisten confusas dos ciencias muy diversas: una trata de describir y clasificar los fenómenos de conciencia, otra de construir causalmente el mundo psíquico. La diferencia de ambas es fatal, si de su diferenciación no se hace una cuestión formal. Los conceptos psicológicos primarios son intransferibles de la una a la otra, y cuando esto se olvida, pierden todo valor y precisión.
El autor se ocupa especialmente de uno de ellos: la sensación. Pasa revista a ciertas típicas definiciones de la sensación, como elemento psíquico. Tales son la de Ebbinghaus, la de Fr. Hildebrand, la de Wundt, etc.
La primera daría por resultado lo que Hoffmann llama «pura sensación». Según Ebbinghaus, son sensaciones aquellos contenidos de conciencia «producidos inmediatamente en el alma por excitaciones exteriores, sin intermediarios precisables, en especial sin experiencias, puramente merced a la estructura innata de los órganos materiales por una parte, y a la manera original de reaccionar el alma frente a las conmociones nerviosas por otra». En tal definición se busca como sensación algo que según ella misma no puede hallarse en la conciencia real del individuo adulto. En ésta todo contenido se halla fundido con experiencias (recuerdos, imágenes, etc.). A lo sumo, pues, existirían tales sensaciones «puras» en la conciencia del recién nacido. Con esta observación aparece claro que se trata de una hipótesis análoga a la de los átomos en física. La «sensación pura» es un objeto ideal, construido por la reflexión metódica, con el fin de hacer posible la explicación de la génesis psíquica. Lejos de hallarla presente en la conciencia real, es un problema nunca concluso, una x a determinar asimptóticamente. Según Hoffmann, este concepto de sensación es necesario para la psicología genética, pero carece ele sentido para la psicología descriptiva. (Es curioso, no obstante, que el defensor más extremo de la psicología puramente descriptiva —Natorp— se acogiera a un concepto parecido de sensación en su «Introducción a la Psicología» de 1888. Yo espero que la nueva edición, cuyo segundo tomo aún no ha aparecido, ofrezca en cierto modo una rectificación).
En cuanto al concepto wundtiano de la sensación, resúmese, en opinión de Hoffmann, considerando ésta como «estado simple puramente intensivo y cualitativo que puede segregarse por análisis de las diversas percepciones sensibles». De este modo resulta la sensación un elemento de la conciencia real que por su naturaleza elemental no se da, claro es, separado y por sí, pero se halla por mera descripción en la inmediatez originaria de la conciencia. No es como las sensaciones del recién nacido un contenido de conciencia que se define por caracteres completamente opuestos a los poseídos por nuestra conciencia actual, sino que por mera reducción de ésta se la encuentra como último y ya inanalizable resto. La simplicidad o irreductibilidad a mayor análisis constituye la sensación, según Wundt. (Se entiende dejando a un lado todo el ámbito sentimental de la conciencia). Si el concepto de Ebbinghaus era genérico, constructivo e hipotético, el de Wundt satisface la intención de la psicología descriptiva manteniéndose en la inmanencia de lo espontáneamente dado.
Hasta aquí nada nuevo ofrece el estudio de Hoffmann. Sin embargo, son dignas de leerse las consideraciones de que se sirve para llevar a astringencia el pensamiento de Wundt. Aparte de ciertas dificultades internas a la concepción de los elementos psíquicos sustentadas por el famoso psicólogo —que según mostraré en otro lugar son mayores de las que encuentra Hoffmann—, es sabido que aqueja a la exposición de Wundt bajo aparente claridad una grave imprecisión de fondo.
Hoffmann procede con un extremo empirismo, no pretende formar un concepto genérico de sensación. Sostiene que para llegar a él sería preciso estudiar aisladamente cada clase de fenómenos sensibles. Así encuentra que la definición y método definitorio de Wundt satisfacen en las representaciones sonoras, pero no en las visuales. En aquellas llegamos efectivamente a contenidos «relativamente independientes» como Wundt propone: el sonido simple, relativamente simple nada más, pues aún le integran intensidad y cualidad. Cierto que estos dos componentes del sonido simple son absolutamente abstractos, o dicho de otro modo, que el fundamento de su distinción pertenece a un principio abstractivo toto coelo diferente de aquel por quien llegamos de un acorde a sus últimos sonidos sencillos.
La aproximada facilidad de abstraer lo «sencillo» en las complexiones sonoras, no se repite en las visuales. Aun desentendiéndonos de lo que Wundt llama «sensaciones luminosas incoloras» ¿en qué consiste la simplicidad de un color? El criterio de la imposible reducción a elementos más sencillos, no es tan seguro aquí como lo era en el orden paralelo acústico. Se habla de los cuatro colores fundamentales. ¿Serán éstos las verdaderas sensaciones visuales? Wundt afirma que en la conciencia inmediata —y de ésta sólo se habla descriptivamente— los colores fundamentales no se diferencian de los de transición. El naranja es tan simple como el rojo o el amarillo. Wundt se separa —más aún de lo que Hoffmann parece notar— de su criterio de simplicidad, y sustituye éste por el de «saturación». Los colores simples son los «gesaettigten Farben». Y, sin embargo, yendo del rojo al amarillo percibimos este último en un progreso de combinación hasta su triunfo: de modo que los colores, entre el rojo y el amarillo, nos parecen compuestos. Por esto es tan general entre los psicólogos la opinión contraria a Wundt, según la cual sólo el rojo, el amarillo, el verde y el azul son simples. Esto muestra que el tema es muy discutible.
Más aún lo parecería si hubiera lugar aquí para referirnos a los trabajos admirables de Jaensch y Hatz, que han influido mucho en Hoffmann, aun cuando sólo cita al segundo.
En suma, Hoffmann, reconociendo que también el concepto de «simple sensación» es útil a la psicología, no puede contentarse con él porque «representa más bien una meta que un punto de partida para la investigación, y consecuentemente ha de comenzar la teoría de la sensación con formaciones sensibles» más complejas «que sean susceptibles de precisa determinación».
Con esto cierra Hoffmann su labor crítica e inicia la descripción fenomenológica de la percepción visual según sus grados de mayor a menor complejidad para arribar a un extraño término, «la intimidad sensible» —«das sinnliche Erlebnis»— y detenerse sin decimos formalmente hasta qué punto yace tras él la «sensación» buscada.
La disertación a que nos referimos es un grato producto de cierta novísima tendencia que tiene en Gottinga su centro. Y merece la pena de que expongamos y discutamos su método y conclusiones reuniendo bajo un comentario de cierta amplitud todo un grupo de obras recientes nacidas del mismo o parecido espíritu. Quede, pues, intacto el tema original de Hoffmann, que podríamos titular así: concepto fenomenológico de la sensación.
Revista de Libros, junio 1913.
II
Cuando percibimos algo y es el percibirlo bien lo que nos interesa, vivimos definitivamente en el acto de percepción. Dicho de otro modo: en el momento de una percepción interesante podrán constituir nuestra conciencia otros actos —por ejemplo, de querer, de sentir y aun de pensar— además del acto de percibir, pero el eje de nuestra atención pasa sólo por este último que se erige en centro de nuestra vida mental. Esta preferencia de la atención por un acto determinado en cada instante es lo que expresamos diciendo: vivimos definitivamente en ese acto.
Mas cuando juzgamos, cuando decimos, por ejemplo: «esto es blanco», nos encontramos con un acto complejo cuyos elementos son asaz disparejos. Hay en él un puro acto de predicación por el cual afirmamos la «blancura» de «esto». Pero este acto de predicación es imposible sin otros dos actos en que se nos da la «blancura» y el «esto» a que nos referimos. En el ejemplo que tomamos, «esto» significa un objeto visual presente, por tanto, algo que sólo puede estar ante nosotros mediante un acto perceptivo: «blancura»; en cambio, puede llegar a nosotros en un acto perceptivo, pero también en un acto meramente imaginativo, tal vez en un acto de fantasía[17]. Percepción, imaginación y fantasía son tres clases de actos que se reúnen en una clase única si las ponemos en relación con el acto predicativo. Frente a éste tienen aquéllas de común la función de presentar inmediata y simplemente objetos. Las llamaremos actos presentativos. La predicación no es un acto presentativo, sino que supone ineludiblemente éstos. Es, pues, el juicio un acto de segundo grado que se funda en actos presentativos o de primer grado. Y mejor aún: el juicio es una estructura de actos en la que hay un acto fundado y actos básicos o fundamentales.
Ahora bien, esta unidad de actos de diverso grado trae consigo una relación funcional entre ellos que se manifiesta, por lo pronto, en que mientras atiendo al acto superior —en este caso la predicación—, mientras vivo en él y sólo de él me doy cuenta clara desatiendo, no me doy cuenta de los otros actos concomitantes. Y sin embargo, no hay duda que los realizo, no hay duda de que constituyen en este instante mi conciencia, como pueda hacerlo el acto superior. Del mismo modo, cuando la visión de algo me irrita me doy cuenta del objeto como objeto de mi irritación, no como simple objeto de visión.
Todo juicio, decíamos, se funda en actos presentativos. Pero los actos presentativos ¿son independientes, no se fundan en otros actos más simples aún? La cuestión, como se ve, tiende a disponer la fauna íntegra de lös actos de conciencia en una escala donde cada grado supone el antecedente como fundamento. De un lado hallaríamos una clase de situaciones de la conciencia en que es esencial la dualidad de elementos: actos definitivos o a que atendemos primariamente y actos periféricos (periféricos con respecto al eje de la atención) en que aquéllos se fundan. De otro lado aparece con toda agudeza el problema de si hay otro tipo de situación de la conciencia en que ésta se halle constituida por un solo acto. En el tipo anterior parecía esencial a aquélla la funcionalidad entre acto céntrico y acto periférico. Diríase que la conciencia consiste en una dinámica entre una zona de atención y una zona de desatención: como si para darse cuenta de algo fuera forzoso tener otros algos sin darse cuenta de ellos.
Para resolver la dificultad y fijar la esencia de los actos más simples sobre que se levanta el complejo edificio de nuestra conciencia integral, conviene, pues, traer a análisis preciso el acto presentativo más importante: la percepción.
III
Pero antes dos palabras sobre el método de este análisis. De propósito hemos dejado para este lugar la contestación a la pregunta: ¿qué es fenomenología? Lo que acabamos de decir es un ejemplo de fenomenología, y ahora nos será más fácil elevarnos a una definición.
La proposición: «todo juicio es un acto de segundo grado que se funda en actos presentativos», posee un valor legal —es una ley—. ¿De dónde le llega ese valor? Para obtenerla no hemos necesitado investigar muchos actos reales de juicio, nos ha bastado con ponernos delante de uno. No se trata, pues, de una ley inductiva, de una ley empírica que sólo vale para los hechos observados, o al menos dentro de un recinto de experiencia limitado por condiciones de hecho, por ejemplo, limitado a la existencia de una especie determinada, del hombre. No, esa proposición vale para todo ser capaz de juzgar. No expresa una conexión facticia como la expresa la ley de gravedad. No dice las condiciones de espacio y tiempo (que son las facticias) a que está sometido un juicio, sino que proclama una necesidad absoluta: la de que es imposible un juicio sin un acto de presentación, sea quienquiera el que juzga, sea éste hombre o sea Dios.
Tampoco se trata de una ley deductiva; no hemos partido del concepto de juicio, del juicio en general para hallar en él, como Kant diría, analíticamente, la exigencia de fundarse en otros actos. En la deducción el caso particular no dimana conocimiento. Y nosotros, que frente al inductivismo decíamos: no necesitamos investigar muchos hechos de juicios y levantar estadísticas, etc., frente al deductivismo, decimos que necesitamos de un acto real y presente de juicio porque en él y sólo en él hallamos la ley… No del concepto de .juicio extraemos la ley, sino del juicio mismo, de un juicio cualquiera que verificamos o fingimos verificar.
El caso no es tan extraño como pudiera a primera vista parecer. La visión de algo coloreado me basta para establecer esta ley: «no hay color sin extensión sobre que aquél se extienda». Ahora bien, el concepto «color» y el concepto «extensión» por sí mismos no darían nunca esa ley. Por otra parte, esa ley no se apoya en mi visión de ahora en cuanto ésta es un hecho —como la ley de gravedad se apoya en el hecho bruto de la situación de los astros en el espacio—. No es, pues, ella verdad porque sea un hecho que yo no puedo separar el color de la extensión: no depende de mi constitución facticia, de mi real poder o no poder. No soy yo quien puedo o dejo de poder: la ley expresa que es el color quien no puede libertarse de la extensión.
Inducción y deducción son métodos indirectos de obtener proposiciones verdaderas. Los términos expresan esto con claridad: la verdad es por esos métodos inducida o deducida, nunca vista. Toda proposición mediante ellos lograda funda su certidumbre a la postre en las leyes formales que la lógica establece para la inducción o deducción en general. De modo que aunque la proposición inductiva se refiera a objetos materiales —los ópticos, por ejemplo—, su verdad procede de la subsunción de lo observado en conceptos puramente lógicos. Así, en Stuart Mill dependen todas las verdades inductivas de la verdad del axioma (?) que proclama la uniformidad en el curso de la Naturaleza. El cual axioma es más bien un capricho de Stuart Mill, cuando más una laudable esperanza. De donde resulta que nuestras afirmaciones sobre un objeto físico no extraen su valor cognoscitivo de lo que él mismo es, sino de una complicación entre lo que de él poseemos y el axioma general de la inducción. El cual axioma, a poco que vacile, da al traste con todas nuestras afirmaciones sobre objetos concretos.
Lo propio acontece con la deducción. También aquí la verdad de una proposición objetiva se obtiene abandonando el objeto de que se trata y apoyándose en otras proposiciones, que se consideran como verdades probadas.
No es esto decir que inducción y deducción no sean métodos científicos suficientes: es simplemente decir que no pueden pretender a la dignidad de métodos primarios en la obtención de la verdad.
La proposición: «estoy viendo ahora una mesa ocupada con libros y papeles» no deriva su verdad de nada que no sea el estado objetivo mismo a que hace referencia. La proposición se limita a transcribir en expresiones una objetividad patente, inmediata, no inferida. El peligro de la alucinación no hace peligrar su verdad, porque no hablo en ella de un objeto como existiendo aparte e independientemente de mi visión, sino de lo que veo, en cuanto que lo veo.
Ahora bien; esa proposición supone en mí la capacidad de darme cuenta de estados objetivos individuales: esta capacidad se llama percepción, imaginación…, en general experiencia o intuición individual[18]. Por ella me es dado un objeto individual, es decir, un objeto presente ante mí en un instante del tiempo, y en un lugar del espacio. La mesa de que hablábamos es un objeto individual, porque es un objeto que yo tengo ahora y sólo ahora, aquí y sólo aquí presente ante mí.
En todo objeto individual hay, pues, dos elementos: uno, lo que el objeto es: la mesa, con su figura y su color, etc.; otro, la nota de su existencia, aquí y ahora. Este segundo elemento es el que hace de un objeto un hecho. Como el tiempo fluye y las relaciones espaciales varían, arrastra el hecho al objeto que envuelve externamente, y por eso se dice que presentes ante nosotros, con inmediatez sólo se dan cosas absolutamente fugaces, un incesante cambio. Pero esto es un error: en toda intuición individual puede abstraerse de este elemento que individualiza y convierte en hecho al objeto, quedando sólo éste, insumiso a narraciones tempo-espaciales, invariable, eterno.
Mi acto de visión de la mesa transcurre: la mesa material motivo de mi visión se corrompe, pero el objeto «mesa que yo he visto ahora» es incorruptible y exento de vicisitudes. Tal vez mi recuerdo de él sea torpe y confuso, pero la mesa que vi, tal y como la vi, constituye un objeto puro e idéntico a sí mismo. No es un objeto individual, es una esencia. La intuición individual, la llamada experiencia, puede convertirse siempre en intuición esencial.
Veamos cómo:
Hay una «manera natural» de efectuar los actos de conciencia, cualesquiera que ellos sean. Esa manera natural se caracteriza por el valor ejecutivo que tienen esos actos. Así la «postura natural[19]» en el acto de percepción consiste en aceptar como existiendo en verdad delante de nosotros una cosa perteneciente a un ámbito de cosas que consideramos como efectivamente reales y llamamos «mundo». La postura natural en el juicio «A» es «B» consiste en que creemos resueltamente que existe un «A» que es «B». Cuando amamos nuestra conciencia vive sin reservas en el amor. A esta eficacia de los actos cuando nuestra conciencia los vive en su actitud natural y espontánea llamábamos el poder ejecutivo de aquéllos.
Supongamos, ahora, que al punto de haber efectuado nuestra conciencia, por decirlo así, de buena fe, naturalmente, un acto de percepción se flexiona sobre sí misma, y en lugar de vivir en la contemplación del objeto sensible, se ocupa en contemplar su percepción misma. Esta con todas sus consecuencias ejecutivas, con toda su afirmación de que algo real hay ante ella, quedará, por decirlo así, en suspenso; su eficacia no será definitiva, será sólo la eficacia como fenómeno. Nótese que esta reflexión de la conciencia sobre sus actos: 1.º, no les perturba: la percepción es lo que antes era, sólo que —como dice Husserl muy gráficamente— ahora está puesta entre paréntesis; 2.º, no pretende explicarlos, sino que meramente los ve, lo mismo que la percepción no explica el objeto, sino que lo presencia en perfecta pasividad.
Pues bien, todos los actos de conciencia y todos los objetos de esos actos pueden ser puestos entre paréntesis. El mundo «natural» íntegro, la ciencia en cuanto es un sistema de juicios efectuados de una «manera natural», queda reducido a fenómeno. Y no significa aquí fenómeno lo que en Kant, por ejemplo, algo que sugiere otro algo sustancial tras él. Fenómeno es aquí simplemente el carácter virtual que adquiere todo cuando de su valor ejecutivo natural se pasa a contemplarlo en una postura espectacular y descriptiva, sin darle carácter definitivo.
Esa descripción pura es la fenomenología.
Revista de Libros, julio 1913.
IV
La fenomenología es descripción pura de esencias, como lo es la matemática. El tema cuyas esencialidades describe, es todo aquello que constituye la conciencia[20].
Semejante definición aproxima de un modo peligroso la fenomenología a la psicología, y efectivamente, las primeras investigaciones de Husserl, aun sin haber llegado a aquella clara fórmula, padecieron una genial interpretación psicológica. El mismo Husserl, en su obra de 1901 —Investigaciones lógicas—, habla equivocadamente de la fenomenología como de una «psicología descriptiva». Tratábase de un nuevo territorio de problemas, que el propio descubridor no podía aún abarcar en una mirada.
Sin embargo, es bien claro que la nueva ciencia no es psicología, si por psicología entendemos, según el uso, una ciencia descriptiva empírica, o una ciencia metafísica.
Sepárase de las tres formas usaderas en la psicología, porque se ocupa exclusivamente de esencias y no de existencias. En general, la psicología trata del hecho de la psique humana, como la astronomía del hecho de los cuerpos estelares. En las tres, la existencia de la conciencia humana es un supuesto constitucional sin el cual la psicología carecería de sentido. En cambio, este supuesto es sólo necesario para que existan fenomenólogos, pero es indiferente para la constitución de la fenomenología. Cabe, es cierto, una fenomenología particular de la conciencia humana; es acaso la que con mayor vehemencia nos interesará —pero ¿cómo sería posible sin una fenomenología general?
Con ser lo dicho, si se medita un poco, sobrado para establecer una distancia inequívoca entre fenomenología y psicología, aún cabe hacer una breve observación que acentúa su diferencia. La conciencia humana —de que trata la psicología— es, digámoslo con ingenuidad, un objeto bastante raro, todavía más raro que aquella «sana razón» y aquel «sano entendimiento natural» de que solía hablarse en épocas más felices que la nuestra. Porque el añadido de «humana» trae, a no dudarlo, una prudente intención limitativa, que falta si se habla simpliciter de «conciencia». Tenemos, pues, delante, dos elementos heterogéneos que aspiran a formar la unidad de una cosa: conciencia humana.
Con efecto, por conciencia entendemos aquella instancia definitiva en que de una u otra manera se constituye el ser de los objetos. Si nuestro interés, como acontece en todo linaje de positivismo, al hablar de «conciencia humana» consiste en limitar estrictamente la calidad del ser y del no ser, reduciéndolos a perfectas relatividades, necesitamos que por lo menos el objeto limitante, aquel en que envolvemos todos los demás para mediatizarlos, no sea a su vez un ser relativo y de calidad limitada. De modo que el más extremo relativismo y antropologismo exige un sentido del término conciencia, ilimitado y absoluto —prueba de la contradicción íntima en que viven aquéllos—, dentro del cual se constituya, como un objeto entre otros, el objeto «conciencia humana».
Este sentido es el que tiene el término conciencia en la expresión «conciencia de»: «conciencia de» lo blanco, de la figura, de la existencia, etc.
Cuando Descartes supone que todas nuestras predicaciones sobre las cosas padecen error, por tanto cuando ha puesto entre paréntesis toda objetivación trascendente, toda afirmación o negación de algo como realidad, advierte que no por eso ha concluido con el ámbito íntegro del ser; que revocadas en duda todas nuestras proposiciones trascendentales continúan poseyendo una firmeza, un ser absolutos, tomadas como cogitaciones. En la cogitatione, en la conciencia, llevan todos los objetos una vida absoluta. El ser real, el ser trascendente, podrá ser de otro modo que como yo pienso que es; pero lo que yo pienso es tal como lo pienso: su ser consiste precisa y exclusivamente en ser pensado. Lo real tiene dos haces: lo que de él aparece en la conciencia, lo que de él se manifiesta y, además, aquello de él que no se manifiesta. Así un cuerpo físico es esencialmente una dualidad: poseyendo tres dimensiones no puede manifestarse, aparecer, sino en una serie sucesiva de cogitaciones (que en este caso llamaremos percepciones) parciales, ahora de un lado, luego de otro, etc. Mas como tiene profundidad, tiene un interior que habrá de irse a su vez manifestando en series de percepciones hasta el infinito; de suerte que lo que él es como realidad integral nunca pasará por completo a hacerse patente, a ser fenómeno, a ser conciencia. Y por eso nunca podrá la física convertirse en una ciencia pura y exacta.
En cambio, un triángulo es puramente lo que pensamos que es, lo que es como conciencia.
Este plano de objetividad primaria, en que todo agota su ser en su apariencia (fainómenon), es la conciencia, no como hecho tempo-espacial, no como realidad de una función biológica o psicofísica adscrita a una especie, sino como «conciencia de».
Un ejemplo, para concluir con esta brevísima indicación de lo que entendemos, siguiendo a Husserl, por fenomenología. El brillo metálico es esta patente peculiaridad luminosa que percibimos como envolviendo este objeto de plata. Un físico estudiará por qué combinaciones no patentes, inmanifiestas, se produce este fenómeno. El psicólogo estudiará por qué mecanismo psicofisiológico llegamos a esa percepción. El físico, pues, busca del lado de allá del fenómeno «brillo metálico» la constitución de la cosa material que en aquél se nos manifiesta. El psicólogo busca la génesis del mismo en la realidad de una psique individual. Ambos, pues, parten del fenómeno y lo abandonan por objetos reales, es decir, científicos, productos de una operación racional constructiva. Y el caso es que antes de todo esto hubiera convenido entenderse sobre qué sea el «brillo metálico» mismo —o de otro modo— qué clase de colores y en qué disposición, etc., tenemos que verlos para que, en efecto, veamos brillo metálico. En suma, conviene fijar la esencia de éste, de lo que veo en cuanto y sólo en cuanto que lo veo. ¿Parece cosa palmaria y superflua? Ensáyese una definición y se verá cómo es tarea sobremanera penosa. Probablemente no se ha dado todavía una descripción satisfactoria de cosa tan baladí. Si la hubiéramos a la mano poseeríamos la definición de la «conciencia de» brillo metálico —la cual valdría para la humana, a la vez que para la infrahumana y sobrehumana—. Todo sujeto, divino o mundano, para quien el brillo metálico exista, lo percibirá de la misma manera esencial.
Como se ve, goza la fenomenología de un abolengo envidiable que le presta dignidad histórica sin arrebatarle novedad. Todo clásico idealismo —Platón, Descartes, Leibniz, Kant— ha partido del principio fenomenológico. Los objetos son, antes que reales o irreales, objetos, es decir, presencias inmediatas ante la conciencia. Lo que hace de la fenomenología una novedad consiste en elevar a método científico la detención dentro de ese plano de lo inmediato y patente en cuanto tal de lo vivido. El error a evitar radica en que siendo la pura conciencia el plano de las vivencias[21], la objetividad primaria y envolvente, se la quiere luego circunscribir dentro de una clase parcial de objetos como la realidad. La realidad es «conciencia de» la realidad; mal puede, a su vez, ser la conciencia una realidad. Bien está que la psicología considere la «conciencia humana» como una realidad que nació un día determinado y en un punto del espacio sobre el haz de lo real; pero sin olvidar que no es lo que tiene de conciencia más lo que tiene de humana quien hace de aquella unidad un tema para el estudio realista. La mecánica es un trozo de pura conciencia cuya verdad o no verdad, juntamente con sus juicios, raciocinios, etc., es completamente ajena a toda determinación tempoespacial. ¿Cómo podrá ser problema para una psicología realista? No lo es, en efecto, no puede serlo —tal equivaldría a estudiar la influencia de la gravitación en las leyes del ajedrez—. Lo que sí puede estudiar la psicología es cómo, por qué el ideal cuerpo de la mecánica, la «conciencia de» la mecánica, se actualiza en el cuerpo vivo de un inglés en tal fecha exacta. No, pues, la conciencia misma, sino la entrada y salida de los contenidos de la conciencia en un cuerpo o, lo que me es indiferente, en un alma, en una realidad, es tema de la psicología explicativa.
Para la fenomenología queda el campo literalmente ilimitado de las vivencias.
Suspendiendo aquí esta breve noticia, volvamos a la memoria de Hoffmann.
V
Los «grados de la sensibilidad visual» son el tema principal de Hoffmann. El propósito consiste en delimitar las distintas formas de «conciencia de» una cosa —entendiendo por cosa lo que más vulgarmente se entiende— que constituyen la percepción red. O de otro modo: cuáles son los elementos que tienen que darse ante un sujeto para que éste perciba una cosa. Los elementos que se buscan no han de entenderse genéticamente, sino descriptivamente.
Este propósito queda, es cierto, reducido a más modestas proporciones. Limítase Hoffmann a perseguir lo que un sentido —la vista— aporta a la percepción. Proponíase, ante todo, llegar a un concepto claro del último elemento perceptivo —la sensación—. Veremos cuán en el aire queda este último empeño.
Ante todo, distingue Hoffmann entre lo que llama «cosa» el físico y lo que en los usos cotidianos así mentamos. La «cosa» del físico es un compuesto de átomos, por definición, imperceptibles, dotada de cualidades, en rigor, también imperceptibles, algo por tanto inasequible para la percepción, un ente racional, una abstracción. Las llamadas «cualidades secundarias» son atribuidas por la física no a las cosas, sino a su influjo mecánico sobre los órganos de nuestros sentidos. Por el contrario, «cuando en la vida ordinaria hablamos de cosas, entendemos algo corpóreo que llena el espacio (aparente, no el geométrico), que tiene ésta o la otra situación frente a las otras cosas, que en su interior, así como en las diversas partes de su superficie, posee tal o cual color, a quien atribuimos cierta resistencia contra la presión y el choque, un cierto grado de dureza, de pulimento o aspereza, etc.». La física parte de estas propiedades y arrebatando unas, añadiendo otras, llega a formar, lo que Hoffmann llama «cosa atómica» en oposición a «cosa sensible».
Esta «cosa sensible» es el contenido de la percepción plena; esta cosa existente ahora entre nosotros en el espacio que percibimos, de tal o cual forma, con un interior y un exterior.
Aquí se impone una nueva distinción analítica. Es indudable que en el acto de percepción plena percibimos las cosas como cuerpos, es decir, como llenas, no constituidas por meras superficies. Y, sin embargo, en cada momento, los sentidos manifiestan sólo superficies. De modo que la percepción nos aparece ya como la síntesis de dos formas de conciencia distinta: aquella en que se nos da la cosa superficial y aquella en que mentamos lo interior de la cosa. Hoffmann abandona el problema de cómo eso que llamamos el interior de las cosas se presenta ante nosotros y limita la cuestión a las propiedades superficiales de la cosa. Como por otra parte se refiere sólo a la percepción visual, designaremos el correlato[22] de ésta como «cosa real visual».
Objeto de tal es cualquier objeto lejano, remoto a nuestro tacto. Un cuerpo cúbico colocado a algunos metros de distancia nos ofrece tres de sus superficies de una forma que no coincide nunca con la que atribuimos a la cosa real cubo. Variando nuestra orientación y distancia respecto a él, cambia la forma, el tamaño, el color, etcétera, y, sin embargo, nosotros lo percibimos como el mismo cubo anterior. La «cosa real visual» consiste, pues, en una serie de vistas tomadas sobre la cosa con una cierta continuidad que nos representa la permanencia de un idéntico objeto. Y es esencial para lo que todos entendemos por cosa real, que esa serie de vistas, es decir, de experiencias, sea literalmente infinita. No podemos agotar los puntos de vista desde los cuales cabe ver una cosa. De modo, que según Hoffmann, se trata de un concepto límite, lo que Kant llamaría una idea.
Si restamos de lo que en la percepción declaramos como presente, lo que en verdad no lo es, tendremos una serie de visiones efectivas que no nos darán adecuadamente la cosa real, pero sí algo que a todas horas tomamos como cosa real. Si yo doy una vuelta entera en derredor de una silla, una serie continua de imágenes se desarrollará ante mí, que llega a formar un círculo cerrado. ¿Puedo llamar a esto cosa real? Cierto que no; esa serie conclusa no es más que una mínima porción de las que puedo yo tomar sobre el objeto. Si desde la distancia que he mantenido al girar en torno a la silla no se advertían las vetas, la aspereza, etc., de la madera, pueden aparecer estas propiedades acercándome. La nueva distancia me permitirá obtener una nueva serie cerrada. ¿Qué privilegio puede atribuirse una de estas series ni otra alguna para pretender ser ella la real?
Son, pues, estas cosas obtenidas por una serie cerrada de visiones algo que parece adecuarse a lo que llamamos realidad, pero que no lo es. Siguiendo la terminología de Hering, las llama Hoffmann «cosas visuales» (Sehding) en oposición a las reales. Con respecto a éstas, con aquéllas verdaderamente presentes en la visión.
Todo lo que no sea «cosa visible» de la «cosa real» pertenece a lo que podemos llamar factor ideal de la percepción.
Así, por ejemplo: el tamaño, un tamaño determinado, es propiedad que atribuimos muy característicamente a cada cosa. No hablo del tamaño métrico —que sería el de la cosa «atómica»—, sino del tamaño aparente que solemos adscribir a un objeto. Ahora bien; los árboles del final de la alameda tienen menor «tamaño visual» que los primeros. Una taza es grande como diez, si está a un metro de distancia, que si está a algunos más. Por otra parte, el «tamaño visual» varía según los individuos. Hoffmann habla de quien supone a la luna llena en el cénit el diámetro de un duro, y quien le atribuye medio metro. Yo he hallado las discrepancias más curiosas en este punto.
¿Cuál es, pues, el tamaño de la «cosa real»? Entre los varios que vemos tomamos uno y hacemos de él el tamaño. Hoffmann llama a éste el «tamaño natural». Cada cosa tiene «una zona de distancia» dentro de la cual nos parece más ella misma. El tamaño que en esa zona de distancia ofrece es elevado a norma. No puede marcarse una determinación general respecto a cual sea esa zona. Sólo cabe decir que los límites de ella estarán entre la distancia más próxima que permita ya tomar una visión integral del objeto y sus partes y la más lejana en que éste conserve todavía el tamaño que en esa más próxima presentaba.
Una curiosa complicación sale aquí al encuentro. Las partes de una casa —un ladrillo, por ejemplo—, no son vistas por mí en su «tamaño natural» cuando veo la casa entera en su «tamaño natural». En los objetos de magnitud considerable, el tamaño natural no es una simple suma de los tamaños naturales de sus partes. Es posible, sin duda, reunir una sobre otra las partes en su tamaño natural y obtener así un tamaño del todo que sea la suma. Pero esto sería un producto constructivo, no el tamaño visual del objeto, en nuestro ejemplo de la casa.
Prosigue Hoffmann haciendo observaciones interesantes sobre el género de dependencia entre las variaciones del tamaño visual y las variaciones de las imágenes retinales. En mi entender, esta consideración no interesa al problema fenomenológico para perseguir el cual en la Memoria de Hoffmann hago este extracto. Sólo para referirme a ello más tarde cuando hable de la sensación reproduzco sus conclusiones. Al alejarse una cosa de la pupila disminuye el tamaño natural de la cosa visual en menor grado que el tamaño métrico de las imágenes retinales. Por consiguiente, no hay correspondencia estricta, hay relativa independencia entre la base fisiológica y la imagen.
Además, cabe que teniendo el mismo tamaño la imagen retinal, el tamaño visual sea vario. Tómese la pluma de escribir: colóquese a 30 o 40 centímetros de distancia, y aparecerá en su tamaño natural. Conservando el mismo alejamiento, póngase de fondo la ventana y acomódese la visión al marco de ésta. La pluma parecerá entonces bastante mayor.
Quedan ahora otros constituyentes fenomenológicos de la «cosa visual» aún más importantes: la figura y el color.
Revista de Libros, septiembre 1913.