LA CIENCIA ROMÁNTICA
SOMOS desatentos para nuestro prójimo porque nuestro prójimo hace zapatos y nosotros tejemos esteras. Como para los egipcios primeros el mundo terminaba en el valle del Nilo, solemos encerrar el mundo en nuestro gremio: no hay que salir de él. Estereros somos y sólo nos importan los hombres estereros, sin que cuidemos para nada de mirar a nuestro vecino el zapatero, cuyos zapatos han de pisar nuestras esteras. Un libro nuevo que aparece fue escrito para unos cuantos aficionados a la ciencia o al arte de que se ocupa. Y si esa ciencia y ese arte, por su dificultad o su novedad o su alejamiento de las preocupaciones políticas momentáneas, tiene pocos aficionados, el libro y la labor de hombre en él condensada desaparecen por los siglos de los siglos, y aquella fuerza de fecundación que a lo mejor poseía queda seca y estéril como la higuera del Evangelio. El literato no es otra cosa que el encargado en la república de despertar la atención de los desatentos, hostigar la modorra de la conciencia popular con palabras agudas e imágenes tomadas a ese mismo pueblo para que ninguna simiente quede vana. Pero el literato tiene también su gremio y dentro de él su universo, y por eso no habla casi nunca de los hombres de ciencia, para quienes a su vez los literatos no existen sino vagamente. De esta suerte, está salpicada y esparcida el alma española en sinnúmero de círculos discretos y es la vida española un montón de avemarías desglosadas que jamás se enhilan en rosario.
¡Cuánto más fructífero sería pensar que todas nuestras acciones tienen una dimensión común: lo nacional; que todos los libros además de ser problemas científicos, son problemas nacionales! El individuo no ha existido nunca: es una abstracción. La humanidad no existe todavía: es un ideal. En tanto que vamos y venimos, la única realidad es la nación, nuestra nación; lo que hoy constituye nuestros quehaceres diarios, es la flor de lo que soñaron nuestros abuelos. Por esto, acaso, afirma Shakespeare que somos de la misma urdidumbre que nuestros sueños y de su misma sustancia. Los padres sueñan a los hijos y un siglo al que sobreviene.
Tenemos, pues, un terrible deber con el porvenir, que da a nuestras acciones todas un valor religioso, porque si algo de suculento ha de cocerse en los pucheros de nuestros nietos, habremos de comenzar a guisarlo ahora. La noción de que el más leve de nuestros gestos se perpetuará, ya idéntico, ya como germen creciente, en las generaciones venideras, me parece que bastaría, más que muchos libros sociólogos, a encendernos el ánimo y hacernos el paso firme.
Si, como decimos, todas las acciones nuestras tienen una cara nacional que mira a Oriente, habrá también una manera nacional de mirar todas las cosas. Desde este punto de vista quisiera hablar de algo que me ha ocurrido leyendo el Diccionario del Quijote, publicado pocos días antes por D. Julio Cejador. Como se trata de una obra de lingüística, y yo, por mis pecados, no soy lingüista, ha sido forzoso cuanto precede para justificar mi intromisión.
Creo que habrá multitud de lectores voraces que coincidan conmigo en tener por los libros de más sabrosa lectura los que narran simplemente viajes a tierras nuevas y los diccionarios etimológicos.
Unos y otros tienen esto de común: que nos presentan una visión volcánica de la humanidad. En los terrenos formados por los volcanes, aparecen anacrónicamente revueltos los estratos geológicos, y a veces pisamos una capa de tierra viejísima por donde trotaron en los buenos tiempos de la fauna animales tremendos, y donde los hombres dejaron huella ingenua de sus primeros razonamientos, de sus instintos aún encabritados y de sus cruentas filosofías.
Así, un viajero que corre las cuatro partidas y arriba al cabo a las islas Salomón o de los Arsácidas, tráenos una imagen de tal vieja capa o estrato humano, donde con la rudeza de todas las iniciaciones vemos los comienzos de nuestros pensamientos, quereres y odios. Así, un etimologista, al seguir el idioma a redrotiempo y hacer la historia de cada palabra, nos ofrece, como una galería de retratos genealógicos, la estirpe de estas mismas ideas, que ahora andan por los caminejos de nuestro cerebro y que, a despecho de algunos ideófobos, son la fórmula y el resorte de nuestras vidas.
El Diccionario del Quijote, compuesto por D. Julio Cejador, es una de estas novelas regresivas, y acaso sea el trabajo etimológico más importante que ha visto la luz en España.
Don Julio Cejador traslada el centro de gravedad en el romanismo del latín al vascuence; para él, antes que viniera pueblo alguno histórico a nuestra península, hablaban los naturales, nuestros padres, vascuence y más vascuence. Ese fantasma de la etnología que se llama pueblo ibero, charlaba eúskera, y en España no se habló jamás latín, sino que desde un principio de la invasión romana comenzóse a guisar por mutua fusión o confusión esta recia hosquedad de nuestro lenguaje.
Y ¿sabe el lector lo que significan las conclusiones a que el señor Cejador llega luego de muchos años de estudio y después de haber gustado todas las fuentes de la sabiduría europea? Pues significa una grave indisciplina cometida dentro del batallón sagrado de la ciencia. En Alemania, en Francia, persiste de hace tres o cuatro siglos una muchedumbre de ciudadanos que se dedican exclusivamente a trabajar ciencia: en su historia no hay claros ni soluciones de continuidad: como los corredores nocturnos de la edad clásica, la edad de mármol, pasábanse a la carrera los unos a los otros la antorcha festival, sin que se apagara nunca, pásanse las generaciones de sabios, unas a otras, esta luz sagrada de la ciencia, sin que jamás se consuma. Por tal razón, puede decirse que en estos países la ciencia existe fuera de los científicos y en tanto que ella perdura y se desenvuelve van mudándose los que la sustentaban y llegan siempre otros nuevos ya adiestrados y regimentados por los sabios caporales. Es la sabiduría república que lleva una vida legal y reglamentada, siendo útiles y aun forzosos la ley y el reglamento como en toda fábrica, donde sin una acertada división del trabajo nada llegaría a su completamiento, quedando todo en esbozo y en rudo proyecto. La ciencia disciplinada, he aquí el tipo de la ciencia alemana y de la francesa.
Hoy por hoy, ignórase la filiación del idioma eúskaro: para Giacomio tiene grandes semejanzas con el egipcio, para el conde Gabelentz con el bereber. Para nuestros sabios de otros siglos fue uno de los setenta y dos en que se desperdigó el volapuk inicial humano cuando el vano intento de Babel. Para D. Julio Cejador es el eúskera ese primer idioma, el de Adán y Eva, o como quiera nombrarse a los primeros «hombres alalos», que dejaron su mudez y fueron parlantes.
Como hay tal discrepancia y tan poca claridad en el asunto, el «romanismo» reglamentado de Alemania y Francia ha dado la pragmática de que no se considere como serio trabajo científico el que trate de buscar en el castellano un fondo de iberismo o de euskarismo; hartos problemas de momento tiene ante sí la lingüística —se dicen los sabios— para que nos andemos a buscarle tres pies al gato. Y como en tiempos felices publicaban los monarcas leyes suntuarias, decreta la ciencia del día el apartamiento de ciertos problemas como de ejercicios vanos, suntuarios e indisciplinadores, portillos que aprovecha la fantasía para entrar a trastornar los severos cachivaches del erudito.
Todos debemos suspirar porque andando el tiempo den los espíritus españoles una buena cosecha de sabiduría, y a más de suspirar, debemos tejer nuestra vida propia de suerte que logremos ser sabios en algo. Necesitamos ciencia a torrentes, a diluvios para que se nos enmollezcan, como tierras regadas, las resecas testas, duras y hasta berroqueñas. Pero los que más predican la buena nueva de la ciencia no han advertido que quieren que tengamos ciencia alemana o ciencia francesa, pero no ciencia española.
Menéndez Pelayo, cuando juvenil y hazareño, rompió aquellas famosas lanzas en pro de la ciencia española; antes de su libro entrevíase ya que en España no había habido ciencia; luego de publicado se vio paladinamente que jamás la había habido. Ciencia, no; hombres de ciencia, sí. Y esto quisiera hacer notar. Nuestra raza extrema, nuestro clima extremo, nuestras almas extremosas no son las llamadas a dejar sobre la historia el recuerdo de una forma de vida continua y razonable.
Como hemos hecho historia a la manera que un terremoto, hemos hecho y haremos todo lo demás. «No mañanamos, no mañanamos», se complacía en repetir Navarro Ledesma. Y ¿queremos tener ciencia disciplinada? Al tiempo que supone ésta una continuidad en el esfuerzo, la ciencia y los sabios españoles son monolíticos, como sus pintores y sus poetas: seres de una pieza que nacen sin precursores, por generación espontánea, de las madres bravas, aunque bastante cenagosas de nuestra raza, y mueren muerte de su cuerpo y de su obra, sin dejar discípulos. Al contrario de Alemania, nuestra ciencia ha vivido sólo en los entresijos de los que la crearon y se la han comido los gusanos también. Es en nosotros la ciencia un hecho personalísimo y no una acción social, o como quiera decirse, lo que se ha llamado sinergia.
Un ejemplo curioso, por referirse al género de las labores eruditas que han motivado estas líneas, es el abate Hervás y Panduro. Crea la filología comparada en su «Catálogo de las lenguas» y la crea para sí mismo, monolíticamente. ¿Puede decirse que haya habido en España de entonces acá filología comparada?
Nuestra ciencia será, pues, siempre indisciplinada y como tal fanfarrona, atrevida, irá ganando la certidumbre a brincos y no paso a paso, acordará en un momento sus andares con la ciencia universal y luego quedará rezagada siglos. Ciencia bárbara, mística y errabunda ha sido siempre, y presumo que lo será, la ciencia española.
En el primer año del siglo pasado hicieron buena amistad Guillermo de Humboldt y D. Pedro Pablo de Astarloa, cura de Durango. Andaba Humboldt sobre los treinta de edad; tenía aquella serenidad de griego nuevo que se repite en más de un germano de su tiempo; serenidad aquella, tan fecunda como la de los grandes ríos que padrean las tierras asiáticas, y de la cual nació esta máquina terrible de la Alemania imperial. El cura de Durango no sé cómo sería de rostro; hallábase entonces ocupado en componer su Apología de la lengua Vascongada donde se ponía a este idioma como dechado de la perfección. Es esta obra un modelo de ciencia indisciplinada, de ciencia sentimental, donde el resultado no surge al fin de la labor raciocinante, sino que es anterior a ella, y puesto por lo instintivo. Humboldt y Astarloa pasearon juntos muchas veces. Humboldt miraba con resignación continente la existencia, vivía a fuerza de sistema y de filosofía. Astarloa sistematizaban fuerza de vida y no veía en las cosas sino un motivo para la exaltación desaforada del propio ánimo. Así, el buen cura de Durango tuvo una contienda formidable con el buen cura de Montuenga, que contestó a su «Apología», y D. Juan Antonio Moguel escribía de él a Vargas Ponce: «No quiero ocultar a Vmd. que no gustarán los críticos de buenas narices su genio sistemático y su “pasión acalorada” que hará olvidar a Larramendi». No, por buena ventura y en santa hora, no hizo el cura de Durango olvidar a Larramendi, como no hará don Julio Cejador olvidar al cura de Durango. La obra de Astarloa y sus palabras y su «pasión acalorada» pusieron en el espíritu de Humboldt el germen de su estudio clásico sobre la toponimia ibérica. ¿Qué la ciencia alemana es una ciencia clásica? Convenido: la ciencia española será una ciencia romántica.
Dios vaya con la hacienda de estos nuevos hombres de la sociología, que no aciertan a mejorarnos si no es trastrocándonos la enjundia, ni a volvernos en salud si no es haciéndonos otros.
El Imparcial, 4 junio 1906.