LA «SONATA DE ESTÍO» DE DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

HAY hombres que trascienden a épocas antiguas. De algunos podría decirse el momento en que debieran haber nacido y decirse que son hombres Luis XV, que son hombres Imperio, que son hombres «antiguo régimen». Taine muestra a Napoleón como un hombre de Plutarco. Don Juan Valera es del siglo XVIII; tiene la fría malignidad de los enciclopedistas y su noble manera de decir. Son espíritus que parecen forjados en otras edades, almas que retrotraen al tiempo muerto y le hacen vivir de nuevo a nuestros ojos mejor que una historia. Tienen estos hombres de milagro el encanto de las cosas pasadas y el atractivo de una preciosa falsificación. Don Ramón del Valle-Inclán es un hombre «Renacimiento». La lectura de sus libros hace pensar en aquellos nombres y en aquellos grandes días de la historia humana.

Acabo de leer Sonata de estío y creyera a su autor un varón musculoso, amplio de miembros, de frente carnosa, grueso como un Borgia y rebosando instintos crueles: alguien que ha de entretener sus ocios en retorcer una barra de acero, o en romper de un puñetazo una herradura, según cuentan del hijo de Alejandro VI. Por esas páginas, los amores y los odios camales andan sueltos, toman bellas posturas y fácilmente logran su empeño. Así debieron ser Benvenuto y el Aretino. Aquellos esforzados héroes del risorgimento sabían dar un sabor de galante malicia a sus narraciones tremebundas. Pero el autor de ese libro no se parece en nada a estos soberbios ejemplares de la humanidad: es delgado, inverosímilmente delgado, con largas barbas de misteriosos reflejos morados, sobre las que se destapan irnos magníficos quevedos de concha.

Tiene, sin embargo, D. Ramón del Valle-Inclán prendidos sus amores en las cosas más opuestas a esa moral enemiga de todo atrevimiento que va empapando los corazones humanos, esa triste moral inglesa, un poco sensiblera, tal vez, pero útil para los usos de la vida y la marcha tranquila de la república En Sonata de estío el marqués de Bradomín, aquel Don Juan feo, católico y sentimental, tiene amores con una criolla de bellos ojos, que cometió en su vida «el magnífico pecado de las tragedias antiguas». Rápidamente, como un gaucho a galope por el horizonte, cruza la relación, henchida la conciencia de asesinatos, un ladrón mejicano, un «Juan de Guzmán que tenía la cabeza pregonada, aquella magnífica cabeza de aventurero español». «En el siglo XVI hubiera conquistado su real ejecutoria de hidalguía peleando bajo las banderas de Hernán Cortés… Sus sangrientas hazañas son las hazañas que en otro tiempo hicieron florecer las epopeyas. Hoy sólo de tarde en tarde alcanzan tan alta soberanía, porque las almas son cada vez menos ardientes, menos impetuosas, menos fuertes». Valle-Inclán, al evocar los hombres de Maquiavelo, no se contenta con el ditirambo y llega hasta la ternura.

Yo quiero creer que el Sr. Valle-Inclán advierta en ocasiones cómo le brincan en el pecho ansias de vida libre e instintiva y hasta deseos de verter la «cantarella», el veneno de los Borgia, en los manjares de algún banquete; pero ante el espectro rígido de los códigos, resuelve, con muy buen acuerdo, amar tan sólo aquellos tiempos y aquellos héroes como una tradición familiar. Por un fenómeno de alquimia espiritual, el autor de Sonata de estío, alma del quattrocento, se convierte en un diletante del Renacimiento, y así aquellos ideales aparecen como exacerbados en un culto amanerado y vicioso. ¡Es la triste suerte de los hombres inactuales! Zarathustra, como temperamento, no ha sido sino un diletante del individualismo en estos pobres tiempos de democracia.

Pero aún hay más rasgos en el Sr. Valle-Inclán que hacen de él artista raro, flor de otras latitudes históricas.

Hoy todos somos tristes: unos tienen la tristeza ornada de sonrisas buenas, otros son quejumbrosos y fatídicos hasta ponernos el corazón en un puño; pero es un hecho que el pesimismo juega con nosotros como un bufón macabro. La literatura francesa naturalista ha sido una queja prolongada, un salmo lamentoso para los desheredados. Dickens llora por los pobres de espíritu. Los novelistas rusos no presentan sino harapos, hambre e ignominias. El arte que comenzó danzando, se ha tornado hosco y regañón, y contribuye harto a amargamos la pésima existencia de neurasténicos. Los artistas, presintiendo acaso un crepúsculo en su historia, se han vuelto ingratos y amenazadores como profetas que se alejan. Todas las dificultades de la lucha por la existencia han asaltado la fantasía de los escritores y han ganado derecho de ciudadanía en la creación literaria. La novela moderna, desde Balzac, gran deudor, es la vida nerviosa y enferma de la falta de dinero, de la falta de voluntad, de la falta de belleza, de la falta de sanidad corporal o de la falta de esos otros aditamentos morales, como el honor y el buen sentido. Es la literatura de los defectos.

La literatura del Sr. Valle-Inclán, por el contrario, es ágil, sin trascendencia, bella como las cosas inútiles, regocijada aun en sus mujeres pálidas y en sus moribundas; galante como una charla de Versalles, llena de poderío amoroso y caballeresco, y no digo tónica y reconstituyente, porque no estaría bien. Los personajes de Sonata de estío no tienen que luchar con los pequeños inconvenientes que para gozar de la vida a fauces anchas son las severas y arrugadas consejas de la moral contemporánea, y así su lectura es amable y da al ánimo solaz y recreo. En estas ficciones bien halladas descansan los nervios de la tristeza circundante.

Es muy de admirar hoy tan regocijada disposición de espíritu. No ver sino fuertes y atrevidos brazos, sino amores magníficos en este país de las tristezas, es algo heteróclito y nada frecuente.

Yo andaba estos días buscando a ello explicación, y leyendo un libro de cubierta amarilla anoté en el cuadernito por mí dedicado a tales usos que Anatole France dice de Banville: «Es acaso de todos los poetas el que menos ha pensado en la naturaleza de las cosas y en la condición de los seres. Formado su optimismo de una absoluta ignorancia de las leyes universales, era inalterable y perfecto. Ni por un momento el amargor de la vida y de la muerte ascendió a los labios de este gentil asociador de palabras». Sólo así se comprende que hable el Sr. Valle-Inclán de lo que habla en unos tiempos tan anémicos y reglamentarios que ni aun alientos quedan para los grandes vicios y los crímenes grandes.

Sí: el autor de las Memorias del Marqués de Bradomín es un hombre de otros siglos, una piedra de otros períodos geológicos que ha quedado olvidada sobre el haz de la tierra, solitaria e inútil a las aplicaciones de la industria.

Y no sólo aparece de esta suerte en su concepción o no concepción moral de los hombres, sino también en su arte, que tiene mayor semejanza con la de un orfebre que con la de un literato, tal y como por acá es la literatura: a veces nubla sus páginas el preciosismo. Pero, sobre todo, es un arte exquisito y perfecto: vigila el artista dentro de su espíritu, con la solicitud de las vírgenes prudentes, aquella primera lámpara de que habla Ruskin: la lámpara, digo, del sacrificio.

Parece que existieron épocas de decadencia en que un pueblo heredero de cultura sorprendente y enorme, ebrio de perfección y de refinamiento, enfermo, acaso, de megalomanía como toda degeneración aristocrática, se mostró dispuesto a renunciar los goces sólitos y tranquilos y aun las cosas necesarias por construir obras de maravilla, y así sacrificaba sus riquezas y sus vidas en aras de la magnificencia. Este es el espíritu de sacrificio: aquel espíritu de furibundos anhelos estéticos no se cuidaba de que una parte de la ornamentación hubiera de estar más o menos alejada de la vista para construirla de maderas y metales ricos y completar en ella una igual labor lenta y acabada.

¡Cuán lejos estos tiempos en que un artífice volcaba su vida, una intensa vida de pasiones y belleza, sobre lo más oculto de una cúpula augusta y perdurable! Raros y extravagantes son hoy tales artífices.

Parece que en el siglo XIX se inspiraban las obras de nuestros autores, más que en un arte sincero, espontáneo, en pragmáticas oratorias y en hábiles perspectivas de escenógrafo. Como la creación bella no era ya una necesidad expansiva, un lujo de fuerzas, un exceso de idealismo, de fortaleza espiritual, sino un oficio, un medio de vida reconocido, estudiado, socialmente estatuido, se comenzó a escribir para ganar lectores.

Cambiado el fin de la elaboración literaria, cambió el origen, y viceversa. Se escribía para ganar; se ganaba, es natural, tanto más cuanto mayor número de ciudadanos leyera lo escrito. El compositor lograba esto halagando a la mayoría de los hombres, «sirviéndoles un ideal», que diría Unamuno, deseado por ellos, mas previamente creado por el público. Y ello servido fácilmente, popularmente. Ya no hubo quien adornara sus puños de encajes, como cuentan que hacía para escribir Buffon. El gran estilo había muerto. ¿Quién iba a detenerse en reflexionar un cuarto de hora sobre la colocación de un adjetivo a la zaga de un sustantivo? Flaubert y Stendhal: un hombre rico y aficionado, y un desdeñoso, de pluma inactual.

«Toda la literatura del siglo pasado —dice Remigio de Gourmont— responde harto perfectamente a las tendencias naturales de una civilización democrática; ni Chateaubriand, ni Víctor Hugo pudieron romper la ley orgánica que precipita al rebaño en la pradera verdegueante donde la hierba crece y donde sólo habrá polvo cuando pase el rebaño. Muy pronto se juzgó inútil cultivar un paisaje destinado a las devastaciones populares, y hubo una literatura sin estilo, como hay anchos caminos sin hierba, sin sombra y sin fuentes».

No seré yo, ciertamente, quien afirme aquí, al pasar, que esté bien muerto el «bello estilo», ni quien llore ese cesáreo cadáver. Es asunto de más larga disquisición, y para disputar sobre él sería preciso escamondar previamente y con cuidado la significación y la comprensión de unos cuantos vocablos a que se han pegado muchas vanas ideas.

Y, dicho esto, continúo:

El democratismo no ha logrado escalar el alma rezagada algunos siglos del Sr. Valle-Inclán. Sordo, hasta ahora al menos, al rumor de la vida próxima, aún adora los escudos familiares que evocan leyendas hidalgas, los hombres solos que hacen huir, como Ignacio de Loyola, una calle de soldados, y desprecian a los villanos y a las leyes; guarda en la memoria un recuerdo deslumbrante de trajes riquísimos y brilladores, de joyas históricas y valoradas en ciudades, de posturas heroicas, de largos apellidos sonoros que son como crónicas, de toda la tramoya, en fin, soberbia, cuantiosa y archivada de la edad aristocrática. Y toda esa balumba de sentimientos de casta y de visiones orgullosas corre por su estilo y le presta andares nobilísimos de cantor de decadencias.

«La niña Chole tenía esas bellas actitudes de ídolo, esa quietud estática y sagrada de la raza maya, raza tan antigua, tan noble, tan misteriosa, que parece haber emigrado del fondo de la Asiria…» Y cuando decide Bradomín viajar hacia México: «Yo sentía levantarse en mi alma, como un encanto homérico, la tradición aventurera y noble de todo mi linaje. Uno de mis antepasados, Gonzalo de Sandoval, había fundado en aquellas tierras el reino de Nueva Galicia; otro había sido inquisidor general, y todavía el marqués de Bradomín conservaba allí los restos de un mayorazgo, deshecho entre legajos de un pleito…» «Cautiva el alma de religiosa emoción, contemplé la abrasada playa donde desembarcaron, antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los aventureros españoles hijos de Alarico el Bárbaro y de Tarik el Moro». Son estos párrafos de decadentismo clasicista, perlas prodigiosamente contrahechas.

Páginas hay en Sonata de estío que habrán costado a su autor más de una semana de bregar con las palabras y darles mil vueltas. Ha trabajado mucho, sin duda, para conocer el procedimiento de composición que da la mayor intensidad y fuerza de representación a los adjetivos. Valle-Inclán los ama sincera y profundamente; por algunos muestra un verdadero culto y los maneja con sensualidad, colocándolos unas veces antes y otras después del sustantivo, no por mero querer, sino porque en aquella postura, y no en otra, rinden toda su capacidad expresiva y aparecen en todo su relieve: los baraja, los multiplica y los acaricia. «El capitán de los plateados tenía el gesto dominador y galán…» En Beatriz se lee: «La mano atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón…» «Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron sobre la colcha: eran pálidas, blancas, ideales y transparentes a la luz». Y en Sonata de otoño: «Se exhalaba del fondo del armario una fragancia delicada y antigua». ¡Bella frase empolvada que parece salir revolando de entre los bucles de una peluca blanca!…

Este placer de unir palabras nuevamente o de una nueva guisa, es el elemento último y el dominante; de aquí que con frecuencia se amanere su estilo; pero, también de aquí, nace una renovación del léxico castellano y una valoración precisa de los vocablos.

Incuba las imágenes tenazmente para hacerlas novísimas: «La luna derramaba su luz lejana e ideal como un milagro». En otra ocasión habla de las conchas prendidas en la esclavina de un peregrino «que tienen la pátina de las oraciones antiguas», y de un «dorado rayo del ocaso que atraviesa el follaje triunfante, luminoso y ardiente como la lanza de un arcángel».

En esto de las comparaciones es muy curioso observar la influencia de los autores extraños sobre el Sr. Valle-Inclán, sin que esto sea negar que hayan influido de otros varios modos. La prosa clásica idolatrada ha sido poco amiga de esas asimilaciones, de esos acercamientos concisos y rápidos, y fiel a la tradición romana, ha preferido ciertas comparaciones casi alegóricas. Se recorren páginas y páginas de los Escudero Marcos, de los Guzrnán de Alfarache, libros eriales de nuestra literatura, sin que sea posible cortar la flor de una imagen. Por otra parte, la comparación genuinamente castellana, la que tiene abolengo en los clásicos y que aún perdura en los escritores nuestros del siglo pasado, es una comparación integral de toda la idea primera que se casa con toda otra idea segunda.

La razón de esa ingenuidad no osaré decirla, porque aún suena mal a muchos oídos que se diga: las comparaciones castellanas son integrales, porque nuestra literatura, y más aún nuestra lengua, han sido principalmente oratorias, retóricas. Como esto desagrada un poco y no es piadoso desagradar a conciencia, no he de decirlo.

Pues bien; el Sr. Valle-Inclán cuaja sus párrafos de semejanzas y emplea casi exclusivamente imágenes unilaterales, es decir, imágenes que nacen, no de toda la idea, sino de uno de sus lados o aristas. De un molinero que adelanta por un zaguán se lee que es «alegre y picaresco como un libro de antiguos decires»; del seno de Beatriz, que «es de blancura eucarística»; y en otro lugar: «Largos y penetrantes alaridos llegaban al salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban en el silencio como las alas del murciélago Lucifer…» Esta faena de unir ideas muy distantes por un hilo tenue, no la ha aprendido de juro el Sr. Valle-Inclán en los escritores castellanos: es arte extranjero, y en nuestra tierra son raros quienes tuvieron tales inspiraciones.

En ese estilo precioso, que se repite con cierta dulce monotonía, que desprende un vaho de cosas sugeridas, presenta sus personajes y dibuja sus escenas el autor de estas Memorias Amables.

¡Los personajes!… Después de lo que al comenzar he dicho, fácil es suponerlos… Hombres galantes, altivos, audaces, que derrumban corazones y doncelleces, que pelean y desdeñan, amigos de considerar los sucesos de sus vidas con cierta fácil filosofía petulante… Villanos humildes, aduladores, de rostro castizo y hablar antiguo… Clérigos y frailes campanudos y mujeriegos: toda una galería de hombres de aventura, tomados en una tercera parte de sus fisonomías de conocimientos del autor, y en las otras dos de los cronistas de India, de las Memorias de Casanova y Benvenuto y de las novelas picarescas. Las mujeres suelen ser o rubias, débiles, asustadizas, supersticiosas y sin voluntad, que se entreguen absorbidas por la fortaleza y gallardía de un hombre, o damas del «Renacimiento», de magnífica hermosura, ardientes y sin escrúpulos.

Tales son las figuras: entre ellas las hay inolvidables, soberbiamente acuñadas. Aquel D. Juan Manuel, tío de Bradomín y señor del Pazo de Lantañón, es un último señor feudal que se queda prendido por siempre en la memoria del lector.

No hay ningún ser vulgar en estas novelas y en estos cuentos; todos son atroces: o atrozmente sencillos o atrozmente voluntarios. Ese hombre-medio de la literatura naturalista y democrática no podía encajar con sus pequeños deseos y su parda vida entre vistosos y pintorescos caracteres.

Lo pintoresco: he ahí la fuerza principal de las páginas que glosamos. Valle-Inclán corre desalado a la caza de lo pintoresco en sus composiciones. Es el eje de su producción: me dicen que también lo es de su vida, y yo lo creo.

Para poder atrapar esa postura graciosa y amena de las cosas y de las personas hace falta haber vivido bastante, haber huroneado en muchos rincones y —¿quién sabe?— tal vez haber tenido poco amor al hogar y haber dado muchos bandazos por esos curiosísimos mundos. Yo pienso en ocasiones por qué causa lo pintoresco estará desterrado de la literatura diplomática. Pienso esto cuando leo los libros fríos y correctos de algunos escritores nuevos del Ministerio de Estado que alienta y ampara el alma de D. Juan Valera, ese Dios-Pan sonriente y ciego que perdura en el yermo jardín de nuestras bellas letras como la estatua blanca y rota de una deidad gentílica.

Para lograr eso, que es como un anecdotismo de rasgos más que de frases, hace falta haber vivido, como para ungir de emoción a las palabras hace falta haber sufrido. Sé de un amigo mío que era mozo, feliz y literato, y pensaba esto que yo ahora pienso: sabía que cultivar su espíritu para el arte no era sólo leer y anotar; que era preciso el Dolor que nos hace tan humanos. Y yo veía a aquel ingenuo muchacho correr tras el Dolor de un modo insensato, y el Dolor esquivarle de un modo desesperante. ¿No es curiosa esta nueva manera de Don Quijote?

Perdónese la escapada a recuerdos personales. He asociado la memoria de un amigo mío que quería, como Dickens, emocionar, con D. Ramón del Valle-Inclán, que no emociona ni quiere. Sólo en Malpocado, unas cuantas líneas definitivas conmueven al lector. El resto de la obra es inhumanamente seco de lágrimas. Compone de suerte que no hay en ella nada de fresco sentimentalismo, ninguna página libre a una inspiración de última hora. El artista oculta celosamente las amarguras y las desgracias del hombre: hay un exceso de arte en ese escritor. Llega a desagradar como un señor que no se descuida nunca en el abandono de la pasión, del cansancio o del hastío.

Tal es el autor de las Memorias del Marqués de Bradomín.

Estilista original y al mismo tiempo adorador de la lengua patria, adorador hasta el fetichismo; inventor de las ficciones novelescas con más raíces en una humanidad histórica que en la actual. Enemigo de toda trascendencia, nudo artista y trabajado creador de nuevas asociaciones de palabras. Y estos rasgos pronunciados hasta la exageración, hasta el amaneramiento. Por eso, como todo carácter excesivamente marcado y exclusivo, como todo intenso cultivador de un pequeño jardín, Valle-Inclán tiene muchos imitadores. Algunos han confundido o asemejado su arte con el de Rubén Darío, y entre ambos y los simbolistas franceses han ayudado a escribir a un número considerable de poetas y prosadores que hablan casi lo mismo irnos que otros y en una lengua retorcida, pobre e inaguantable. Y ese trabajo, de ardiente pelear con las palabras castellanas para realzar las gastadas y pulir las toscas y animar las inexpresivas, ha resultado en lugar de utilísimo, perjudicial.

Si el Sr. Valle-Inclán agrandara sus cuadros ganaría el estilo en sobriedad, perdería ese enfermismo imaginario y musical, ese preciosismo que a veces empalaga, pero casi siempre embelesa. Hoy es un escritor personalísimo e interesante; entonces sería un gran escritor, un maestro de escritores. Pero hasta entonces, ¡por Baco!, seguirle es pecaminoso y nocivo.

Confieso, por mi parte, aunque esta confesión carezca de todo interés, que es de nuestros autores contemporáneos uno de los que leo con más encanto y con mayor atención. Creo que enseña mejor que otro alguno ciertas sabidurías de química fraseológica. ¡Pero cuánto me regocijaré el día que abra un libro nuevo del Sr. Valle-Inclán sin tropezar con «princesas rubias que hilan en ruecas de cristal», ni ladrones gloriosos, ni inútiles incestos! Cuando haya concluido la lectura de ese libro probable y dando placentero sobre él unas palmaditas, exclamaré: «He aquí que D. Ramón del Valle-Inclán se deja de bernardinas y nos cuenta cosas humanas, harto humanas en su estilo noble de escritor bien nacido».

La Lectura, febrero 1904.