LA ESTÉTICA DE «EL ENANO GREGORIO EL BOTERO»

I

EL último número de Kunst für Alle —una importante revista alemana de arte— está dedicado a nuestro pintor Zuloaga, con motivo del triunfo que ha obtenido en la Exposición de Roma. Aprovechando un viaje de Bolonia, hice meses ha una escapada de cinco días a Florencia para ver una vez siquiera en la vida al «pensoso duca» que esculpió Miguel Ángel y saludar al paso con veneración la quinta medicea donde solía reunirse la Academia florentina. En el seno de esta Academia vino a renacer el platonismo, del cual emanaron la nueva física y la nueva moral. Si a esto se agrega que de Miguel Ángel procede el nuevo arte, nos espantará la energía incalculable de aquel paisaje tan reducido en que prendió el germen integral de la vida moderna. Usando de una metáfora atrevida, al buscar Herder sobre el haz de la tierra el lugar donde surgieron los primeros hombres, se preguntaba: ¿Dónde está la vagina del mundo? Florencia es algo así, lugar de alumbramiento, fontana de ideas originales e infinitamente expansivas.

Pues bien; una mañana —bajo el cielo florentin, que es acaso el más azul y el más profundo de Europa—, entre que miraba correr la rápida fluencia del Arno gentil y aguardaba que abrieran los Uffici, compré el Giornale cVitalia, y allí, en la primera plana, vi un título de letras grandes que decía: «Il piú forte Zuloaga». La victoria de nuestro pintor en el país clásico de la pintura me trajo a la memoria, no sé bien por qué, aquella otra gran fuerza que, oriunda del Levante ibérico, cayó un día sobre la gente italiana y la ató a sus destinos como cadáver de vencido a la cola del caballo vencedor. Los hombres de Florencia y Milán, de Urbino y de Roma, eran recios poderes altivos que se alzaban inconmovibles, fieros, duros, fríos como astas de bronce hincadas en tierra. Pero un día, César Borgia el Valentino llegó sobre ellas —un viento africano—, y los hombres de bronce se inclinaron a su paso, se doblaron, se encorvaron como espigas blandamente bajo el viento.

Con los cuadros de Zuloaga penetra en las Exposiciones un «sirocco», y no nos extrañaría que los demás lienzos se secaran, se resquebrajaran y abarquillándose se desprendieran de sus marcos. La razón de esto es un tanto paradójica. Zuloaga es un pintor que no sólo tiene un sentido personalísimo, sino que tiene una manera. Manera es a estilo lo que manía a carácter. Zuloaga es amanerado, y porque lo es comenzó a aplaudírsele y encomiársele. Hoy, el europeo sólo tiene paladar para amaneramientos. Sin embargo, aplausos y encomios son fortunas que Zuloaga comparte con muchos otros pintores, con muchas otras maneras de artistas. Lo específico de Zuloaga está en que es el «piú forte», en que se impone con la sencillez de lo evidente, en que arrebata, y no sólo place, en que aplasta las maneras de los demás, en que, estoy por decir, se aplasta a sí mismo: el Zuloaga amanerado sucumbe ante lo que hay en Zuloaga de «piú forte», y el espectador se aleja de sus pinturas pensando en el tema de éstas más que en el pintar del pintor. Hasta el punto es esto así, que muchas gentes reciben ante sus cuadros una impresión tan grande como lo es el despego que hacia su pintura sienten.

El número de Kunst für Alle reproduce algunas composiciones de Zuloaga, y trae, como texto, un artículo de Camille Mauclair sobre el conjunto de su obra. Mauclair alaba sin limitación a nuestro pintor, tal vez demasiado, pues no queda nunca claro el genio de un artista si al ensayar su descripción no se hace destacar la silueta de sus virtudes sobre el fondo de sus defectos. Insiste el crítico, con sumo acierto, en la independencia del arte de Zuloaga con respecto a las corrientes actuales de la pintura. En la edad del impresionismo, pinta Zuloaga como un clásico; en la edad del colorismo, Zuloaga, dibuja; en la edad del realismo, Zuloaga inventa sus cuadros. Por otro lado, es Zuloaga realista, colorista, impresionista. Además, recoge la tradición de los clásicos nuestros: Greco, Velázquez, Goya. Y en cuanto recoge la tradición clásica, es más bien romántico.

No me atrevo a poner peros a Mauclair, que tanto sabe de arte. Pero, francamente, si todo eso es así, como lo es en verdad, Mauclair debió sacar la consecuencia que no saca, a saber: la pintura de Zuloaga, como tal pintura, carece de unidad, es ecléctica. Métodos, tradiciones, intenciones en parte antagónicos coexisten en esos cuadros, sin que por sí mismos puedan llegar a unidad. O mejor dicho: la unidad de la pintura de Zuloaga es una presión violenta a que la voluntad del artista somete los elementos y tendencias disparejos. Esta unidad externa, que no nace espontáneamente de los elementos mismos, de las tendencias mismas, es lo que llamamos manera. Manera es manía; manía es lo injustificado; lo injustificado es el capricho. Manera es, pues, capricho. Arte, empero, sensibilidad para lo necesario.

Ahora bien: por ciertos cuadros de Zuloaga pasa resoplando fieramente un viento irresistible, aterrador, bárbaro; un aliento caldeado, que parece llegar de inhóspitos desiertos, o frígido, como si descendiera de ventisqueros. De todos modos, una corriente de algo, de algo tan vigoroso, tan sustancial, tan evidente y necesario que, oprimiendo lo pintado en el lienzo, lo sienta, lo aprieta sobre sí mismo, le da peso existencial, solidez, necesidad. Diríase de algunos cuadros de Zuloaga que son como desfiladeros por donde irrumpe procelosamente un dinamismo superior a ellos e independiente de ellos.

Conviene insistir en esta dualidad del arte zuloaguesco, porque pocas veces aparece tan claro el efecto decisivo que en la creación estética produce aquel elemento de ella que no es técnica. Pocas veces resulta tan patente que la técnica es un a posteriori respecto al tema ideal que el artista percibe.

Cuando Zuloaga pinta una escena más o menos del gusto de París, pongamos por caso Le vieux marcheur —el viejo verde que es atraído, como una hoja quebradiza de otoño, por la ráfaga erótica de dos mozas andantes—, no podemos llegar al entusiasmo. Nos hallamos con una anécdota más allá de la cual hay lugar para infinitas anécdotas; además, esa anécdota no nos es referida de una manera simple, sombría y espontánea. El pintor pretende que nos detengamos en ella, convierte cada línea y cada mancha de color en una gesticulación, se afana demasiado en convencernos, insiste con exceso en los detalles y acaba por hacer cabriolas sobre el mísero tema anecdótico, que, exento de fortaleza, se viene abajo con toda la saltimbanquía de líneas y contrastes sobre él amontonada. Este no es nuestro Zuloaga: es un juglar que, tal vez muy diestro y ágil, nos entretiene con una fantasmagoría.

En cambio, Zuloaga ha pintado el enano Gregorio el Botero. Una figura deforme de horrible faz, ancha, chata y bisoja, calzados los pies de alpargatas y las piernas de calzones que medio se le derriban, en mangas de camisa, abierta ésta por el pecho, que avanza con enormes músculos de antropoide. Sobre el suelo se alzan, y apoyados en su hombro se mantienen en pie, dos henchidos pellejos que conservan las formas orgánicas del animal que en ellos habitó y afirman un no remoto parentesco con el hombre monstruoso que los abraza como a dos semejantes. Y este grupo de vida orgánica destaca sobre un paisaje de tierra desolada, sin árboles, rugosa, dura y frígida. A mano derecha rampan por un collado los cubos de unas murallas rudísimas de una ciudad apenas sugerida —sugerida lo bastante para que se sepa que es una ciudad bárbara y torva y enérgica, cuyos pobladores son crueles unos para con otros y cada cual es enemigo de sí mismo y nadie sabe qué es admirar ni qué es amor. Encima un cielo que es una guerra rauda entre un ventarrón y unas nubes, las cuales, en sus desgajes y culebreos dan cuerpo a las líneas de embestida del viento.

¿Y cómo está esto pintado? La pintura contemporánea, realizando un teorema de Leonardo, aspira a resolver cada cosa en las demás. Una mano, verbi gratia, es para el impresionista un lugar donde se reflejan las cosas en derredor existentes: pintar una mano es, pues, pintar las demás cosas en esa mano, y así sucesivamente. En realidad el impresionismo es la aplicación a la pintura del principio físico de Newton. Cada cosa es el lugar de cita para las demás. Pues bien; Zuloaga comienza por separar lo que en el cuadro hay de orgánico y lo que es inorgánico —tierra, cielo, construcciones—. El enano y los odres están pintados semi-impresionistamente, como los hubiera pintado Greco o Velázquez o Goya. En qué consista este semi-impresionismo no puede decirse con cuatro palabras; aun con muchas, sería fácil dar de él una fórmula equivocada. Sólo provisionalmente me atrevería a decir: el impresionismo de los clásicos nuestros es un impresionismo limitado por un medio neutro. El «plein air» del contemporáneo hace ilimitada la impresión: el aire libre es la negación del medio, porque no reacciona sobre las cosas, sino que las deja en su salvaje independencia, en su inagotable reflejarse mutuamente.

De esta manera logra Zuloaga una densa y bien definida materialidad con que llenar sus figuras, una materia sólida y real que con su peso bruto contrarresta el dibujo. ¡El dibujo de Zuloaga! ¿Cómo traducir en palabras su voluntariosa condición, su genio travieso, liberal a la vez que positivo y constructor?

El dibujo de Zuloaga es un lírico instrumento que vive en guerra con la materia. La materia es la inercia que, imponiéndose a las cosas, las hace triviales. Porque hay en cada cosa una aspiración a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva; pero una aspiración que suele ser vencida por la materia. Y esto es lo que llamamos la realidad de las cosas: las pobres cosas que humilladas, derrotadas, vencidas por la presión pavorosa de la inercia, se recogen en sí mismas. El dibujo de Zuloaga es pura fuerza viva: un caballero de quijotesca sensibilidad que acude allí donde las cosas padecen mayor violencia de los poderes inertes, desfacedor de los entuertos que la materia origina, y sobre todo del más grave: la trivialidad, la inexpresión. Este lírico esfuerzo del dibujo consiste en desarticular las formas triviales, las formas materializadas, y con un leve toque, articularlas según el Espíritu. De este modo quedan las formas, por decirlo así, cargadas de electricidad, dotadas de moción y de emoción, de vital dinamismo.

Pero nótese bien: si las cosas no fueran triviales, si no fueran materia, ¿qué haría ese dibujo? Como la virtud necesita de los vicios y de ellos se alimenta, el dibujo de Zuloaga necesita sumirse donde las cosas se ahogan en materialidad, en vulgaridad, para, salvándolas de ellas, cumplir su destino. Donde aquéllas faltan, el lirismo del dibujo degenera en capricho.

En resumen: el enano Gregorio y su par de odres familiares, bien que dignificados por el dibujo, están delante de nosotros como cosas suficientemente reales que oprimen el suelo —última característica de lo existente, según advertían las almas ingrávidas de los condenados viendo a Dante caminar.

II

Por el contrario, el paisaje en torno no sólo no está pintado realistamente, sino que apenas está pintado. Aquí, donde lo que se representa son cosas mucho más materiales, casi puramente inertes; donde los objetos no son seres vivos, o, como los árboles, son los intermediarios entre la materia inorgánica y el animal, aquí el dibujo de Zuloaga asume toda la responsabilidad y toda la creación. Los paisajes de Zuloaga se acercan cada vez más al puro dibujo. Lo material, lo inerte de la tierra, de las piedras, de las casas, de las viejas iglesias, de los murallones es suprimido. La luz que los envuelve es un ritmo convencional, dentro del que van y vienen las cosas. Mal dicho, no las cosas: los ímpetus de las cosas.

Esta tierra de sol, sobre que recorta su bárbara silueta el enano odrero, no es la bestia enorme que nuestros ojos desespiritualizados nos presentan eternamente muerta, inmensamente inerte. Los declives, los hondones, los altozanos, la suave línea ondulada, la pronta elevación, el anfractuoso modelado que a la vista nos ofrece, se han convertido dentro del lienzo en un drama. La tierra se disocia en las tierras, actores de este drama: y todo ese relieve estático despierta súbitamente a uoa prodigiosa existencia dinámica. Ya no es sólo un objeto dotado de esta o de la otra forma: es sujeto, realidad semoviente, fuerza viva, ímpetu que lleva una intención, un carácter y su forma es su voluntad. Las tierras chocan unas con otras, ascienden y se encrespan, se atropellan, se rinden, despéñanse unas, giran bruscamente sobre sí otras, caminan, ganan el espacio, se serenan, ondulan, vuelven a irritarse, a aspirar, a erguirse y precipitarse como si una inquietud latente azotara sus almas tectónicas.

La pincelada de Zuloaga muestra aquí en todo su vigor una cualidad que le es peculiar. Ancha y prolongada, goza cada una de cierta independencia; porque sobre el color y la tonalidad, cada pincelada posee una dirección; es como la nuda expresión de una fuerza, es como un músculo. Así se comprende que casas, castillos, torres, bardas, montes, labrantíos, adquieran en sus cuadros animalidad, reviviscencia y movimiento.

Yo no sé si esta interpretación dinámica del paisaje fue traída al arte europeo por la tradición japonesa. Me importa ahora solamente recordar lo que más arriba dije: que Zuloaga pinta según un arte las figuras, y según otro los paisajes. En aquéllas acentúa la animalidad y la materia; en éstos insiste sobre lo que tienen de espíritu, de energía, de vitalidad belicosa. Ahora bien: sobre un paisaje irrealizado —ésta es acaso la palabra justa— las figuras tienen forzosamente que arrastrar una existencia grotesca. ¿Cómo es posible que pesen sobre la tierra, si la tierra aquí no es tierra? ¿Cómo es posible que respiren, si el aire aquí no es aire? Fondo y figura se escupen mutuamente, son incompatibles y se empujan uno a otro fuera del cuadro. Estamos en el reino del capricho y, por tanto, lejos del reino del Arte.

Arte es sensibilidad para lo necesario. Al decir esto aspiro a coincidir con lo que más de una vez he oído a un grande artista de nuestra tierra que, como grande artista, posee una genial intuición de la esencia del arte. Me refiero a Valle-Inclán, cuando dice: «El Arte es el arte de lo eterno, de lo que no tiene edad». Eterno, claro está, no quiere decir lo que dura siempre, porque entonces habríamos de aguardar al fin de los tiempos para comenzar a hacer arte. Ni lo que ha durado hasta la fecha, porque han durado muchas cosas que mañana o pasado perecerán. No; el síntoma de lo eterno es lo necesario. Esto piensa, creo yo, Valle-Inclán. Se trata de que el arte verdadero tiene que expresar una verdad estética, algo que no es una ocurrencia, que no es una anécdota, que es un tema necesario. Mas dejemos esta cuestión, excesivamente abstracta y peligrosa para ser aquí discutida. Notemos sólo que en este cuadro de Zuloaga la unidad y la solidez en él resplandecientes proceden, no de su técnica, que es contradictoria, sino del tema latente bajo la pintura.

De su tema saca Zuloaga esa característica fortaleza de algunos de sus cuadros, y el trabucazo que nos pegan en medio del pecho al confrontarnos con ellos es la súbita explosión de nuestro ánimo, volatilizado al contacto con una realidad trágica.

El enano Gregorio el Botero sería una curiosidad antropológica, un fenómeno de feria si su fisonomía concreta, individual, de humano bicharraco no fuera enriquecida y explicada por la idea general, por la síntesis derramada en el crudo paisaje que le rodea. Gregorio el Botero es un símbolo; si se quiere, un mito español. Y en esto consiste la fuerza de Zuloaga: en ser un creador de mitos. Veamos cómo.

Sabido es que Zuloaga se ha declarado enemigo de la doctrina europeizadora que en formas y tonos diferentes defendemos algunos. Por tanto, es Zuloaga nuestro enemigo. Mas ahora no se trata de discutir doctrinas. Ante la obra de arte, las discrepancias teóricas sobre historia y política deben enmudecer. Sin embargo, la doctrina europeísta ha tenido, aparte su acierto o su error, una utilidad indiscutible: la de que se ponga en su fórmula extrema el problema de España. Unos y otros convienen en lo siguiente: es la española una raza que se ha negado a realizar en sí misma aquella serie de transformaciones sociales, morales e intelectuales que llamamos Edad Moderna. La civilización ha avanzado, ha construido nuevas formas de vida, ha impuesto nuevas condiciones a la existencia, demanda nuevas virtudes y repele como vicios y flaquezas y miserias algunas que antaño lo fueron. Los pueblos que se han sometido a este cambio del medio histórico han renunciado a perseverar en su ser, han aceptado las reformas de su carácter y han comprado el bienestar, el poderío, la moralidad y el saber, a cambio de esa renuncia. Como Fausto, han vendido su alma o porciones de ella para mejorar su fortuna.

Nuestro pueblo, por el contrario, ha resistido: la historia moderna de España se reduce, probablemente, a la historia de su resistencia a la cultura moderna. China o Marruecos han resistido también, se dirá. Pero la cultura moderna es genuinamente la cultura europea, y España la única raza europea que ha resistido a Europa. Este es su gesto, su genialidad, su condición, su sino. ¡Un ansia indomable de permanecer, de no cambiar, de perpetuarse en idéntica sustancia! Durante siglos sólo nuestro pueblo no ha querido ser otro de lo que es; no ha deseado ser como otro.

Cualquiera que sea el juicio que este hecho nos merezca, esa lucha de una raza contra el destino tiene grandeza y crueldad tales, que constituye un tema trágico, un tema eterno y necesario. Porque la cultura, que es un eterno cambio progresivo, es, a la vez, una eterna destrucción de los pueblos mismos que la crean. Y la terribilidad del caso se hace más patente allí donde un pueblo se niega a consentir la amputación de su carácter y centra todas sus energías, antes ocupadas con producir cultura, en el puro instinto de conservación contra la cultura misma, contra el nuevo orden férreo y fatal. Como toda tragedia, reclama ésta una fórmula paradoxal que puede sonar así: una raza que muere por instinto de conservación.

Pero con decir esto no hemos hecho sino aproximarnos conceptualmente al tema, y los conceptos son siempre una mediación entre las cosas y nosotros. Es preciso que lleguemos a una conciencia más profunda, a una conciencia inmediata del tema español. Es ésta la conciencia sentimental, la sensibilidad. Zuloaga es tan grande artista porque ha tenido el arte de sensibilizar el trágico tema español.

Ahora resultará claro por qué el arte anecdótico no es Arte. Un cuadro anecdótico nos presenta un trozo de realidad tan ameno, tan curioso, que nos entretenemos en él. Y somos retenidos por las divertidas existencias aprisionadas en el lienzo. Un cuadro verdadero se sirve de lo que en él está expreso como de un plano inclinado para hacernos resbalar y lanzarnos vertiginosamente a un trasmundo donde los dolores duelen más y alegran más las alegrías, y todo tiene una vida potenciada, densísima e incalculable: un lugar de maravilla donde todo se comprueba, donde cada cosa es un símbolo. Y ¿qué es un símbolo sino aquel poder supremo que infundiéndose en una, cosa hace que en ella vivan todas las demás, o al menos una gran parte?

La simplicidad bestial de este enano nos hace resbalar, en busca de explicación, sobre el paisaje circundante: en éste a su vez hallamos un inquietador comentario de aquél y volvemos a resbalar hacia la figura, que de nuevo nos repele sobre la tierra en que nació, la cual, vitalizada, nos parece el hombre mismo, y acabamos por comprender que el cuadro se halla fuera de ambos, en su relación, en su unidad, en lo que no está pintado, en una infinidad de hombres diferentes que habitan tierras diferentes, pero que se integran y coinciden en este destino terriblemente sencillo: morir sobre su tierra por aspirar a conservarse idénticos.

¡Divino enano inmortal, bárbara animácula que aún no llegas a ser un ser humano y lo eres bastante para que echemos de menos lo que te falta! Tú representas la pervivencia de un pueblo más allá de la cultura; tú representas la voluntad de incultura. ¿Y qué hay más allá de la cultura? La naturaleza, lo espontáneo, las fuerzas elementales. Por eso, cuando el pintor ha querido enaltecer una raza cuyas virtudes específicas son la energía elemental, el ímpetu precivilizado, ha seguido la tradición viejísima del arte, que representa lo que en el hombre hay de naturaleza irreductible y de elemento, en el hombre capriforme, en el sátiro, y ha buscado tu deforme prestancia, enano sublime, sátiro español, y te ha dado como atributos dos pellejos berrendos. Ser hombre es un perenne superarse a sí mismo. Tú, sátiro botero, eres el hombre que hace alto en el camino de perfección, hinca los pies en tierra y decide perdurar desafiando la incontrastable mudanza. La tierra en torno, tu madre, sacude como tú el cultivo, y se vuelve áspera y cruda y cabría, como tú, haz de músculos bravos. Erial en derredor quedó el campo, y la ciudad decadente desborda su putrefacción y su ruina sobre las murallas ruinosas. Pero tú te alzas sobre la desolación que amas, sobre la tierra tonsurada, reseca, pedregosa, bajo el cielo duro, bruñido, reverberante como una piedra preciosa; te alzas membrudo, y tu cuello de novillo aguanta sereno el yugo de la fatalidad.

En la villa te aguardan hombres que levantan al sol los sarmientos ociosos de sus brazos, y tú, duende familiar, espíritu de la raza, les llevas tus odres henchidos de sangre de nuestro suelo, la cual es un fuego que enciende las pasiones, pone los odios crespos y consume los nacientes pensamientos.

Ve, ve a la villa, poder inmarcesible: cumple tu fiel y trágica misión. Pero cuida no revienten tus odres y las rúas se encharquen con sangre de España.

Mucho más podría decir de este cuadro quien supiera más de pintura. Mas yo no soy crítico de arte, y aquí da fin la estética de «El enano Gregorio el Botero».

1911.