TEORÍA DEL CLASICISMO

I

AMIGO Rubín de Cendoya: al tiempo que yo me ajetreaba por tierras heteróclitas, corregía usted tranquilamente las líneas de su espíritu según la pauta ofrecida en el perfil de las sacras montañas celtíberas. Es usted un hombre envidiable que nació en Córdoba y supo, sin embargo, afirmar desde luego, junto al casticismo el clasicismo, entendida esta palabra a nuestro modo, no como un modelo y una regla, sino como una dirección y un impulso, no como un tipo dogmatizado, sino como un credo fluyente que en cada instante se supera a sí mismo, se muda el cuerpo dentro de un cauce sin mudanza. Aún hay gentes para quienes no es del todo claro esto del clasicismo, gentes adolecidas por la confusa sospecha de que toda esta máquina del mundo nació el mismo día que ellas; dejémosles en su opinión: a la postre, conviene sobremanera que algunos amigos nuestros piensen de distinta suerte que nosotros, porque así logramos el enriquecimiento de la conciencia nacional. Y abandonándoles la ardua faena de adecentar lógicamente su solipsismo, procuremos nosotros poner a nuestras energías, pocas o muchas, el cauce y la conciencia de lo clásico.

Hace dos semanas traté de exponer lo que yo entiendo por clásico, mas siendo el espacio poco, me reduje a describir la significación que a este concepto atañe en una filosofía de la cultura. Y quisiera insistir una vez y otra sobre este tema, porque lo considero decisivo en todo tiempo, y porque considero el tiempo de ahora decisivo para todo el porvenir español. A despecho de algunas apariencias que inquietan nuestro optimismo, usted y yo, amigo D. Rubín, estamos convencidos de que los cerebros españoles comienzan a renovar sus hábitos mentales, dejando los que nos han malservido tres siglos por un ansia vaga de otros nuevos. Y como la movilidad intelectual de nuestra raza es por demás sospechosa, témome que estos hábitos que ahora vamos adquiriendo hayan de durarnos unas cuantas centurias. Por esto en otras castas es lícito perdonar ciertos leves errores y algunas tildes, siempre que la orientación general sea justa. Mas aquí es menester una gran precisión, so pena de que pequeñas faltas iniciales produzcan al proyectarse en siglos remotos un desfalco histórico y la insolvencia cultural.

Decía, pues, el otro día que, si creemos en la cultura, tenemos que creer en el clasicismo, porque es éste, en mi entender, algo así como un principio de la conservación de la energía histórica; algo así nada más, porque la energía histórica aumenta y la física permanece igual a sí propia. Me escribe usted que no está muy clara mi lucubración, y yo voy a intentar con algunos rodeos en ésta y otras cartas explicarme suficientemente.

Es menester, ante todo, arrancar el clasicismo de la literatura, y en general, de los brazos blancos y hadados del arte, porque el arte, como mujer al cabo, es deliciosa en su ingenuidad, pero es temible en sus reflexiones. Cuando el arte en una hora de melancolía y de mengua entra en reflexiones sobre sí misma, nace una cosa absurda, a la cual, en sentido lato, llamamos poética. Y en uno de los capítulos de la poética se habla de los clásicos como de modelos que es preciso imitar, se les pone como una meta a las aspiraciones, por tanto, fuera de nosotros, en una región trascendente e inasequible. Y si se pregunta por qué los clásicos son tales y tales y no otros, la poética sólo puede responder: Porque sí. Como ve usted, amigo Cendoya, el clasicismo, oriundo de la reflexión artística, acaba por ser más bien una grosería.

Aunque yo coincida fortuitamente, más que otros amigos contemporáneos, con las valoraciones de la crítica artística tradicional, doy la razón a dichos iconoclastas —gente, por lo demás, de espíritu sumario y montaraz— cuando se encambronan y se encrespan contra esa Poética incivil. Sí, hermano Cendoya, incivil porque no puede responder a la demanda: ¿«Quid juris»? ¿Con qué razón? Lo racional es lo que constituye lo civil, lo jurídico; es el terreno en que pueden ensamblarse las diferencias individuales y aunarse en ciudad, en sociedad jurídica, pasando de lo selvático a lo ciudadano. El juicio estético, en cambio, es en sí mismo irracional: decide en él aquel grumo del individuo inaislable para el concepto, huidero, bravío, irreductible a la acción legífera de la ciencia. Cual todos los españoles mozos de esta hora, he movido yo larga guerra a mi «yo» para arrojarlo, como un mal can, de los fanos consagrados a la lógica y a la ética, a la vida especulativa y a la vida moral: aullando el canecillo de mí mismo, ha ido a acogerse en la espléndida democracia de la estética, y me temo mucho, amigo Rubín, que no ha de ser fácil arrojarlo también de allí, porque ha de hacer valer allí sus «droits de l’homme». Por esto digo que no se debe buscar primariamente en el arte, en la historia literaria el concepto de clásico: sino primero en la historia de la ciencia, luego en la historia de la ética, del derecho, de la política. En estos dominios el suelo es firme y podremos llegar a convenio. Después pasaríamos a la estética y veríamos cómo hay también un clasicismo artístico, pero sólo después. No se entra, en suma, al clasicismo por la senda florida e incierta de lo bello, sino por el severo camino de las matemáticas y de la dialéctica.

¿Quiere usted un ejemplo? Cuando Mauricio Barrés lleva su ardorosa petulancia de académico francés a la carroña de Grecia y pasea la preocupación de un libro por escribir (el «Voyage de Sparte»), entre la podre insignificante de un pueblo que murió hace veinte siglos, habla sinceramente, por vez primera acaso, al referirnos que allí se embota la sensibilidad de un nacionalista parisiense. «Les nerfs nous sauvent de la vulgarité», cree Barrés y aquella luminosidad muerta nada dice a sus nervios. ¿Lo ve usted, D. Rubín? Grecia no es ya para los artistas, ni para las mujeres: en general, Grecia no tiene ya nada que decir a los nervios. En adelante sólo deben ir a Grecia los predicadores socialistas para aprender la norma de un «demos» aristocrático: y los filósofos para cumplir una vez más el rito del respeto histórico. Mauricio Barrés no debe volver. Pero en todo tiempo habrá frente a los viajeros que sólo saben renovar sus aspiraciones sobre paisajes nuevos, otros que verán sobre paisajes viejos y gastados paisajes originales. Y así el filósofo irá por los siglos a la carroña de Grecia y acertará a alambicar del paisaje tan usado alguna nueva forma de perenne Virtud y alguna brizna nueva de Razón.

La Poética tradicional, repito, es culpable de este desviamiento lejos de lo clásico. Ha hecho de ello una trascendencia, algo fuera del hombre moderno, inasequible, hierático y ha caído con todas las demás trascendencias. A. nosotros toca hacerlo inmanente en el hombre dé todos los tiempos, desencantarlo, obligarle a que fluya a lo largo de toda la historia europea y a que se remanse en los lugares gloriosos que llamamos Renacimientos.

Para que lo clásico pueda manar en cualquier momento de nuestra historia, es preciso hacer de él un concepto sobrehistórico. Me explicaré. En su «Arte de poesía castellana» decía, por ejemplo, Juan del Enzina: «Que no dudo nuestros antecesores aver escrito cosas más dinas de memoria: porque allende de tener mas bivos ingenios, llegaron primero e aposentáronse en las mejores razones e sentencias». Y el prólogo de la «Primera crónica general de España», comienza: «Los sabios antiguos, que fueron en los tiempos primeros et fallaron los saberes et las otras cosas…» Estas dos citas de tan diversas épocas vienen a ser una definición implícita del clasicismo a la manera que se ha entendido hasta ahora. Eso es lo clásico histórico: así lo entendieron con la Edad Media los sabios amigos del sabio Alfonso: así entendió el clasicismo Juan del Enzina aunque humanista y renacentista, gran corredor de Italia y sanísimo poeta. Para ellos lo clásico es lo antiguo y las obras y los hombres clásicos alcanzan ese privilegio merced a sus años de servicios.

Otro síntoma de lo que voy hablando, amigo Rubín, es la querella perdurable de antiguos y modernos; planteada así la cuestión, es una inepcia. Debió hablarse de clásicos y románticos: no de antiguos y modernos. Clásicos y románticos los ha habido siempre, de Grecia acá: la historia europea, por otro nombre humana, es la historia de las luchas entre esos dos ángeles. Ormuz y Arimán, principios de lo bueno y de lo malo.

En cualquier momento del hoy, del ayer o del mañana europeos, se hallará la pelea metafísica de ambos principios, en mengua el uno, triunfante el otro, polarizando la agitación humana.

El error de pensar el clasicismo según una noción cronológica y más o menos estrictamente confundirlo con la antigüedad, tiene tan hondas raíces psíquicas, que no dudo atribuirlo a los restos de asiatismo que quedan en los corazones europeos. Pues es sabido que para el oriental un libro, por el mero hecho de ser antiguo, es un libro inspirado, es un libro divino. Aquí tiene usted el clasicismo histórico de mongoles y semitas, el clasicismo como superstición, el clasicismo romántico. ¿Por qué romántico? —me dirá usted…

El Imparcial, 18 noviembre 1907.

II

Estas cartas, amigo D. Rubín, que juzgará petulantes más de un lector, son sencillamente incitaciones dirigidas, por el conducto de usted, a algunos muchachos celtíberos que hoy comienzan a adquirir métodos espirituales. Y no es otra su intención que ofrecerles un compás mental y una dignidad frente a algunos dogmas incontinentes que dominan la conciencia actual española. Yo he sido casticista, y hasta he dado a la luz cierta confesión de celtiberismo a redropelo que me hizo usted años ha, cuando era usted más joven y admiraba al pintor Theotocopuli con mayor sinceridad que comedimiento. De entonces acá, y a la vuelta de algunas peregrinaciones por tierras de escitas, me he convencido de que existe ya en España una muy recia corriente afirmadora de la casta y de la tradición sentimental. Debiendo ser nuestra norma el enriquecimiento de la conciencia nacional, creo, pues, hermano Cendoya, llegado el momento para que dejemos nosotros de ser casticistas. Hay en un pueblo tanta mayor cultura, cuantos más sean los temas ideales presentes en su conciencia. La publicación reciente de un hermoso libro acerca del Greco, compuesto por un profesor de pedagogía, nos anuncia la entrada oficial del casticismo en la conciencia española, y nos garantiza —dado el puesto social del autor— la perpetuación en los ánimos jóvenes de algunas vibraciones étnicas. Porque se hace en este libro una afirmación tan amplia e inequívoca del casticismo y de la mística, que no podíamos pedir más, y que acabará de confirmarnos en nuestra decisión de ser clasicistas. Pero del libro y del asunto hablaré a vuestra merced otro día, cuando llegue la ocasión de sustentar que el clasicismo es lo opuesto al casticismo.

Recordará usted que al concluir la carta anterior sostenía yo la necesidad de fijar a lo clásico una noción sobrehistórica: agilizado así, podría bajo la especie de licor y de jugo fluir en perenne primavera a lo largo de todas las venas históricas. Si el Buddha no hubiese sido más que un ser histórico y no un ser divino, no habría podido ejercitar aquella ebria caridad cuando a poco de nacer le llevó su padre a visitar quinientos de sus parientes, la familia entera de los príncipes Salvias. Porque todos ofrecieron al niño por morada sus palacios, y el Buddha, para no adolecer el corazón de ninguno, se multiplicó quinientas veces y habitó a un tiempo los quinientos palacios.

Un resto de asiatismo, de propensión a materializar las cosas, veo yo en la confusión de lo clásico con lo antiguo. Esto es clasicismo romántico, reaccionario, conservador, amigo de quemar, como un incienso, sobre un altar consagrado al Dios de los muertos la sustancia odorífera del porvenir. Para nada nos sirve este clasicismo de los holgazanes que nos hace mal de ojo puesto allá en la hondura de unos siglos viejos. Necesitamos, antes bien, un clasicismo que oriente nuestra actividad, y trayéndonos aromas de tierras novísimas, nos incite a la conquista

Por mares nunca d’antes navegados.

Si los antiguos hicieron esta faena del pensar o del pintar o del componer versos, y en general, del vivir de la mejor manera imaginable, no sé qué sentido puedan tener nuestras esperanzas. El colmo de éstas no pasaría de significar una segunda representación. ¿Y para qué dos Grecias si con una basta? ¿Y para qué dos Quevedos si con uno sobra? Para este clasicismo incapaz de fluidez somos meramente epígonos, y la historia, más que historia, un coro gigantesco de multitudes extáticas aplaudiendo la postura que un día tomó un pueblo o el gesto que una tarde ocurrió a un grande hombre. Pues no acierta a infundir en nuestros ánimos otra emoción que la del éxtasis ante la obra llamada clásica, y si nos mueve es la copia, forma exquisita del éxtasis.

No, maestro Juan del Enzina, los antiguos no «se aposentaron en las mejores razones e sentencias»; las mejores razones y sentencias son siempre las que están por hallar y por decir. Lo que ha sido, por el mero hecho de haber sido, renuncia a ser lo mejor. Y la amargura suprema del hombre no es haber nacido, como cree impíamente el sacerdote Calderón, sino precisamente haber nacido ya, no poder ya gustar este jocundo suceso de nacer o de renacer en una edad más nueva, más futura; cuando los hombres sean más justos y hagan versos mejor medidos que cuantos fueron antes y tengan compuestas unas matemáticas más complicadas y, por tanto, más exactas. Este es el único pesimismo admisible y piadoso, religiosamente humano: no el pesimismo de ser desventurados, sino el pesimismo de no poder ser mejores. Si lo clásico, si lo mejor fuera lo pasado, como sólo el porvenir está en nuestra mano, pero el pasado no, sería cosa de ir a buscar con estoica quietud del ánimo a esos muertos mejores saliendo por la puerta silente y única que hacia los muertos se abre.

Esta concepción del clasicismo —que como ven ustedes nos expone a la neurastenia— permanece viva en la sociedad actual y no lograremos nunca raerla por completo de las preocupaciones humanas. Apenas arrojada de un lugar, vase a florecer en otro, pues no es sino una manera favorita de mostrarse el romanticismo. Y éste es indestructible, como principio del mal que es. Pues ¿qué haría, amigo Rubín, el principio del bien si no tuviera perennemente ante sí el fantasma del mal? Yo creo que la lubricidad está puesta en el mundo únicamente para dar ocasión a que algunos hombres severos sean castos. La tentación de la manzana paradisíaca es el embrión de la historia universal. La experiencia de la virtud sólo es posible por el vicio. Este es, a mi entender, el hondo sentido que orienta el dogma cristiano del pecado original, cuyo sentido, transcribe menos pintorescamente Kant cuando nos habla del «mal radical» en el hombre. Porque siendo para él el hombre aquel ser capaz de mejorarse indefinidamente, ocurrirá que en cada instante es malo por bueno que sea, si se le compara con lo que puede llegar a ser en el instante siguiente. El hombre es radicalmente, originalmente malo. Si quiere usted un ejemplo aclaratorio lo tomaré de las virtudes políticas, que son las virtudes más ciertas, que son las virtudes primarias. Las constituciones oriundas de la Revolución francesa que estatuyen la igualdad de derechos políticos, son mejores, moralmente hablando, que las que sustentaban los privilegios nativos y el despotismo por la gracia de Dios; y, sin embargo, hoy son moralmente malas y ya nuestros corazones se mueven melancólicos e inquietos porque anhelan otras constituciones más justas en que se realicen ciertas severas igualdades económicas.

Mas por si a algún lector pareciera artificiosa esta teoría de Kant, llamada teoría del mal radical, quede hecha la ruda advertencia de que para quien no existen los problemas son artificiosas, rebuscadas y paradójicas las soluciones.

A estas intenciones de Kant, tan mesuradas y tan estrictas, ha buscado Nietzsche una imagen excesiva que ha llamado sobrehombre. Al menos creo que es ésta su única interpretación plausible: el sobrehombre es el sentido del hombre porque es la mejora del hombre, y el hombre debe ser superado porque aún puede ser mejor.

Para esta sugestión de una mejora indefinida del hombre dentro del cauce de la historia, sin que sea admisible un tipo histórico de bondad y perfección insuperables, quisiéramos hallar un apoyo en el verdadero clasicismo: más aún, esa lucha por mejorarse, por superarse, es la emoción clásica: y querer afirmar algo histórico como definitivo, sea un pueblo, sea un héroe, sea el propio «yo», es la emoción romántica que habita a manera de tentación innumerable los ánimos clásicos más puros, y recuerda aquella espada roja que se le figuró en el pecho a Amadís, doncel del mar, y que le ardía y le abrasaba hasta que el sabio Alquifel logró curarle. Mas para este rojo ardor romántico no basta con un curandero imaginario, y sería menester un redentor, cuando menos.

Pero, ¡ay!, que el mal, que el romanticismo es racial, es radical; como el hombre no puede saltar fuera de su sombra, según el proverbio árabe, tampoco puede desarraigar su romanticismo. Y bien, ¿qué? ¿No da ese mismo mal un sentido a nuestras energías, si bien trágico? El sentido es patente: domeñar dentro de nosotros la bestia romántica para que progrese en nosotros la realidad del hombre clásico, realidad inasible y por eso precisamente ideal seguro y perenne.

¿Recuerda usted aquella tragedia quieta y luminosa que pintó Tiziano en su cuadro «Amor divino y amor humano»? Dos mujeres sentadas a ambos extremos de un estanque de mármol y en medio un niño que busca en el fondo del agua tal vez una rosa ahogada, o no se sabe qué. Nuestro corazón vacila entre a qué mujer entregarse, y no acierta decidir cuál es la hembra divina y cuál la humana, porque halla en las cavidades de sí mismo resonancias para una y otra. La equívoca alegría nos da dolor, y en tanto aquel brazo gordezuelo del niño que se refracta en el iris del agua y como que se quiebra…

Le contaré a usted otro día las dualidades dolorosas del corazón de Rousseau, gran romántico, y le hablaré de la Edad de Oro, invento del clasicismo romántico, y de cómo Miguel de Cervantes, gran clásico, se burla $e ella por boca de Alonso Quijano el Casto.

El Imparcial, a diciembre 1907.