GLOSAS
GLOSA.—Nota o reparo que se pone en las
cuentas a una o variéis partidas de ellas.
DE LA CRÍTICA PERSONAL
HABLABA ayer con un amigo mío, uno de esos hombres admirables que se dedican seriamente a la caza de la verdad, que quieren respirar certezas metafísicas: un pobre hombre.
—¿Ha leído usted —me dijo— la crítica que hace Fulano de la obra Tal?
—La he leído, señor de mi ánima; es deliciosa.
—¡Deliciosa!… ¿Dice usted que deliciosa?… ¿Pero es posible que sea lícito escribir cosas tales? ¿Porque a él le aburra nuestro teatro clásico, ese teatro, etc.? ¿Y la imparcialidad de la crítica?
Le dejé pasar, y no le contesté. Si hubiera roto su creencia en la imparcialidad, sólo habría conseguido hacerle verter unas lágrimas sobre el nuevo ídolo muerto. Es un hombre que se alimenta de carnes indudables.
La crítica ha de ser imparcial, Veamos, veamos…
¿Qué es la imparcialidad? Serenidad, frialdad ante las cosas y ante los hechos. ¿Qué es crítica? Clavar en la frente de las cosas y de los hechos un punzón blanco o un punzón negro; arrastrarlos al lado de lo malo o al lado de lo bueno, Siempre clavar, siempre arrastrar.
Detrás de cada cosa, de cada hecho, hay el creador de la cosa, el autor del hecho. Si él ha pasado, ocuparán su puesto los hijos, los discípulos, los representantes. Si han muerto los hijos, los discípulos, los representantes, el hecho, la cosa ha muerto también.
En tanto que haya alguien que crea en una idea, la idea vive. Si una pasión antigua, un odio añejo vibra aún en algún músculo, la pasión, el odio, alentarán todavía.
Los Troyanos y los Aqueos pelearon rudamente sobre Ilion: sus hijos combatieron sobre sus memorias. ¿Quién se ocupa hoy de los Troyanos fuertes y de los Griegos bien armados?
Víctor Hugo y Ponsard maldijeron el uno del otro; sus discípulos se mostraban los puños.
¡Víctor Hugo! ¡Ponsard! El uno ha sido «la campana gorda de la poesía lírica»; el otro elaboraba «camafeos-antiguos-modernos». Nada más.
No hablo, por lo tanto, de las religiones muertas, de los dioses que traspusieron con sus credos bajo el brazo. Hablo de la crítica que discierne entre cosas que viven.
Ahora bien: ¿creen ustedes que la vida se deja taladrar y arrastrar sin lucha?
El crítico ha de luchar. La crítica es una lucha. ¿Cómo no se ha de descomponer el vestido? ¿Cómo puede flotar la serenidad sobre la lucha?
Pero mirando al trasluz la palabra imparcialidad, quiere decir impersonalidad. Ser impersonal es salirse fuera de sí mismo, hacer una escapada de la vida, sustraerse a la ley de gravedad sentimental.
De tal suerte —dicen— se podrá ser justo.
¡Justo! ¡Justicia! Es cierto; cada individuo es la suma de elementos comunes y elementos diferenciadores. Estos últimos son los que hacen de un individuo tal individuo. Para ser justo es preciso alejar de sí mismo esos elementos diferenciadores que son la personalidad. Si no se extirpan, si no se suspenden al menos, no se podrá ser justo.
Es, pues, la justicia un gran cuento chino. Abandone el hombre lo que hace de él tal hombre y pasará instantáneamente a ser el homo. Se irá a posar en una definición de Santo Tomás como un pájaro sombrío o habrá de guarecerse en el Museo Zoológico, en aquella anaquelería medio oculta, en cuyo frontis se lee: «Lemuriano distinguido».
Desde allí puede hablar Su Justicia.
Los bedeles asomarán sus rostros de gravedad burlesca y exclamarán: ¿Quién gruñe ahí dentro?
De modo, señores míos, que justicia es un error de perspectiva, es mirar las cosas de lejos, del otro lado de la vida. Pero ¿es posible salirse de la vida?
Tal vez —diría mi amigo, aquel amigo adorable—, tal vez no se logre ser justo; mas no mezcle el crítico en sus afirmaciones o negaciones, sus odios o simpatías propias. Sea, al menos, impersonal.
Hay dos maneras de hacer crítica impersonal: la de Taine y la de Sarcey —el rhetor apolíneo y el burgués, buen padre de familia.
La primera es la crítica objetiva.
«Taine —dice Brunetière— no ha trabajado toda su vida en otra cosa que en buscar el fundamento objetivo al juicio crítico».
Construir el escantillón de la estética, el diapasón normal de la belleza; he aquí el empeño.
Taine fabrica una escala de valores; según ella, todo es bueno, todo cabe en la simpatía crítica, una simpatía panteística, a lo Jorge Sand. Lo mejor y lo bonísimo son de un valor filosófico irreal; el arte se escapa alegremente a través de esa red lógica como el agua de una canastilla. «La teoría crítica de Taine —afirma Barbey d’Aurevilly— es, en suma, la muerte de toda crítica».
Tuvo razón Sainte-Beuve al escribir que el potente normalien debió titular su Historia de la Literatura Inglesa, «Historia de Inglaterra por la Literatura».
* * *
Pero hay otro modo crítico: a la Sarcey.
La influencia de la personalidad en la crítica es deplorable: hay que ser impersonal, es decir, hay que afirmar lo que la mayoría afirme; hay que negar lo que la minoría niegue.
¡El hombre lúgubre de las multitudes, que vio Poe, haciendo crítica!
¿Qué acontece? En fin de cuentas, el procedimiento se reduce a sustituir las influencias personales, el determinismo individual, a las influencias de la masa. La multitud como turba, como foule, es impersonal por suma de abdicaciones, involuntaria, torpe como un animal primitivo.
Montesquieu bataneaba graciosamente la ley de las mayorías. ¿Se adopta la decisión de ocho individuos en contra de la de dos? ¡Grave error! Entre ocho caben verosímilmente más necios que entre dos.
Son curiosos los resultados de la psicología de las multitudes.
La observación es vieja. Los hombres de criterio delicado, al formar parte de un público, pierden sus bellas cualidades. De suerte, que una multitud de cien individuos formando un público es inferior a la suma de esas cien intelectualidades separadas.
«En el teatro —dice Nietzsche— no se es honrado sino en cuanto masa; en cuanto individuo se miente, se miente uno a sí mismo. Cuando se va al teatro, se deja uno a sí mismo en casa, se renuncia al derecho de hablar y de escoger, se renuncia al gusto propio y aun a la misma bravura tal como se posee y se ejerce frente a Dios y los hombres, entre los propios cuatro muros».
Pero es más; la crítica impersonal ni aun consigue la atención de esa misma multitud, cuyo fallo expresa y formula; no hiende el cerebro plúmbeo de la multitud.
¿Por qué? Sencillamente, porque ésta no se reconoce. La masa, por ser impersonal, no tiene la memoria de su propia identidad en virtud de la cual el individuo se reconoce hoy como el mismo de ayer. Es decir: aquella opinión no es la opinión de la multitud. Tampoco es la del crítico; ha abdicado. El creador del juicio ha desaparecido misteriosamente, el autor no se puede presentar.
Y ¿qué valor tiene hoy, después de la gran matanza de misterios, qué valor tiene una acción, cuyo autor no se presenta?
La gente necesita al cabo una razón social garantizada de capital fuerte. Esta es la personalidad, la voluntad de potencia.
La serie innúmera de ceros que forma la masa sigue a la unidad que le da valor. Tras ella se agrupan sus elementos redondos y vacíos.
Se lee en Aurora: «Todo cambio intentado sobre esa cosa abstracta, el hombre, homo, por los juicios de individualidades poderosas, produce un efecto extraordinario e insensato sobre el gran número».
Esto es un hecho.
Alejarse de las cosas para comprenderlas es lo que se llama presbicia. Hay que salir a su encuentro y chocar con ellas. ¿Quién conocerá su fuerza como el que entre en lid con las cosas? Él dirá a los sentados en la gradería: ¡Bien por mi vida, bien pica! ¡Es una coraza vacía, sacudidla y haced de ella sonajeros!
Hay que ser personalísimo en la crítica si se han de crear afirmaciones o negaciones poderosas; personal, fuerte y buen justador Así, las palabras son creídas; así se hacen rebotar en el tiempo y en el espacio los grandes amores y los grandes odios.
¡Ah! Lo había olvidado. También hay que ser sincero.
«El héroe, es decir, el hombre a quien siguen otros hombres —dice Carlyle—, fue siempre sincero, primera condición de su ser».
Por lo demás, la justicia es una divinidad tan aburrida, de un culto tan poco ameno…
* * *
«Danos una ley», clamaban las tribus hebreas en el desierto «sonoro y rosado». «Danos una ley», clamaban circundando a Moisés. El hombre fuerte vio las líneas ondulantes de cabezas, contempló a los hebreos que suplicaban y les dio una ley.
Es la conseja antigua y perdurable. Los pueblos son siempre pobres enfermos de la voluntad y no creen en sí mismos.
Esa creencia es necesaria para la vida y la buscan fuera.
La historia va mostrando grandes cuadros de imploraciones, pueblos que piden una ley, un canto, una leyenda; turbas dolientes y miserables que buscan con los ojos la serpiente de bronce.
—¿Quién nos dará la ley? —se dicen— . ¿Nosotros mismos? Y ¿quiénes somos nosotros? No lo sabemos. ¿Quién nos dirá qué cosa somos nosotros?
Allá abajo se pasean uno a uno, varios hombres de ceños misteriosos y pupilas ardientes. Se cruzan y se miran con rencor.
El pueblo continúa: Nosotros no nos podemos ver, tal vez alguno de aquéllos nos vea.
El pueblo se fracciona; cada grupo se acerca a uno de los hombres que pasean solos y le pregunta:
—Dínoslo si lo sabes. ¿Quiénes somos?
Aquellos hombres ceñudos dan respuestas diversas. Cada grupo cree en una respuesta y alguno de los definidores es ahorcado.
Aún no han logrado ponerse de acuerdo ni los hombres ceñudos, ni los pueblos creyentes.
Aquí termina la parábola.
Moraleja: no se puede hacer crítica a bragas enjutas.
Es muy fácil a las gentes asociar las ideas; es muy fácil dar a las palabras sentido y valor morales.
¡Qué difícil es la disociación!
¿Cuándo verán en el apasionamiento algo magnífico y bueno?
—Paradojas —prorrumpen.
Todos los hombres se juzgan capaces de pasión; ignoran que las pasiones son dolores inmensos, purificantes…
También ríen.
Vida Nueva, 1 de diciembre de 1902.