A. AULARD: «TAINE, HISTORIEN DE LA RÉVOLUTION FRANÇAISE»

HACE pocos días un amigo mío, catalán y aun catalanista, me escribía estas palabras: «Ya sabe usted cómo fue educada la generación de la cual salieron los que hoy gobiernan en este caos desdichado que se llama política catalana: se les ha enseñado el prólogo de la obra de Taine y… nada más».

Pero no ha ocurrido esto en Cataluña únicamente. Toda la generación española que ahora llega a las preocupaciones intelectuales ha sido educada, mal educada, por Hipólito Taine. Los espíritus groseros que no admiten otras influencias en la marcha inquieta de las naciones que las oriundas del «Deux ex machina» económico, serán los únicos en no lamentar esa labor pedagógica, ejercida tan exclusivamente por aquel sonoro espíritu. Yo la deploro sobremanera, y no quiero que pase la ocasión presente sin incitar a mis amigos a una revisión de sus más hondos estratos anímicos.

Ofrece la ocasión el nuevo libro de Aulard, profesor de la Universidad de París. Es éste un libro del que basta leer cincuenta páginas; casi estoy por decir que es un libro que no hay para qué leer, aunque es necesario que esté impreso. Aulard ha ido destilando página a página los tomos de los «Orígenes de la Francia contemporánea», y ha ido demostrando no sólo la innumerabilidad de sus errores —toda obra histórica de parecida amplitud ha de tenerlos—, sino la imposibilidad del acierto. Quisiera hablar más claro: Aulard demuestra la mala fe Científica de Taine. Nadie crea que me voy a meter en la morada interior de tan recia figura literaria; el vaivén íntimo de los espíritus es imposible de determinar; la intención del individuo al realizar un acto es inasible. Desde la perspectiva interna de un alma, el acto bueno y el acto malo tienen confines tan cambiantes y relativos como el calor y el frío que cada hombre siente. Si queremos referirnos a algo preciso, concreto, capaz de ser fijado, tenemos en negocios de calor y frío que buscar una figura objetiva en que la infinita complejidad de las sensaciones calóricas individuales se solidifique como un mar helado y se torne susceptible de mensura. Esto venimos a hacer con el termómetro, y él ha de decirnos si hace calor o frío, «digan lo que quieran los individuos».

De Taine se han compuesto mil leyendas hagiográficas: cada uno de sus discípulos nos ha contado lo que siente su alma al contacto del gran viento oratorio del maestro. Y casi todos han sentido calor. Se nos ha hablado repetidamente de la austeridad de pensamiento en que este hombre ha vivido; de su laboriosidad ejemplar, de su amor lírico a la verdad.

Todo esto está muy bien y es apto para que nos lo expresen en formas bellamente literarias. Pero debe interesarnos más el termómetro que las personas. Un buen régimen higiénico para los españoles fuera moverlos a preocuparse y divertirse más con las cosas que con los hombres. Es preciso que volvamos a preferir una integral o un silogismo a un héroe.

Y acontece que la morada interior de Taine pudo ser todo lo limpia y eucarística que plazca imaginar, pero del libro de Aulard resulta que si se simboliza en mil el número de documentos sobre las épocas que estudia ofrecidos a su buena fe, Taine no ha leído más que uno, y ése, rara vez hasta el fin. Este es el termómetro que mide la moralidad científica. La simple acción cumplida por Aulard de mirar la columna de ese termómetro, borra el libro de Taine de la lista en que están inscritos los libros discretos y honrados.

Varias veces, leyendo otras obras de este mismo autor, más próximas a la filosofía, había entrevisto con respetuoso horror análoga falta de precisión. Léase si no el capítulo «De la inteligencia», donde expone las teorías de Kant sobre espacio y tiempo. La incomprensión es tal, que rebasa el concepto de incomprensión. Lo propio le ocurre con Platón y con Descartes.

Aulard, que ha verificado y rectificado línea a línea, la documentación de los «Orígenes», y en su libro comunica un extracto de tan penosa y necesaria solicitud, resume su juicio de este modo: «Con los errores que provienen de la negligencia, de la desatención, es preciso ser indulgente, pues quien los corrija los ha cometido asimismo y los cometerá. Pero si los errores provienen de un mal método, si provienen de previa decisión, si provienen de pasiones políticas o filosóficas, si son en su mayoría tendenciosos, si los hay en cada página, casi en cada línea, ¿no arrebatan toda autoridad a un libro de historia? Pues éste es el caso del libro de los “Orígenes de la Francia contemporánea”. Puede decirse, después de una verificación continuada, que en este libro una referencia exacta, una transcripción del texto exacta, una aserción exacta, son excepción». Y luego añade: «Amaba la gloria literaria, parece que la amaba por encima de todo. Su fin principal, tal vez sin darse de ello cuenta, era maravillar al lector, hacerse admirar del lector. Aun cuando anuncie una suerte de concepción científica de la historia, se trata en realidad de una concepción literaria que aplica con materiales cualesquiera. Su vena ingeniosa y siempre ardiente le inspira trozos brillantes, admirables, que no son sino antítesis, sorpresas, colores, en suma, pirotecnia literaria. La verdad histórica se ve sacrificada en cada instante a las necesidades del arte».

«Es también un hecho que a Taine le falta paciencia, no le es posible leer un documento hasta el final con tranquilidad, pasivamente. En tanto lee, reacciona contra su lectura, luego deja de leer y se figura lo demás con un apresuramiento febril por escribir, por crear».

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Aulard ha restringido su afán a comprobar la inconsistencia de la erudición histórica en Taine: el libro necesita una labor paralela en que se muestre la inconsistencia de su educación filosófica. Cuando esto se haya cumplido, quedará una imagen justa de lo que en verdad fue Taine: un gran ingenio y un fuerte temperamento retórico. Entonces se le podrá admirar, sin que la admiración sea perniciosa.

Nada más melancólico, que oír a toda hora unidos estos dos nombres: Taine y Renan. Para colmo de melancolía no sé qué eufónica predilección ha puesto tal orden en esa pareja tan dispareja. Nietzsche solía salir de quicio cuando escuchaba a los ingenuos alemanes hablar de Goethe y Schiller. Como en este caso conviene corregir la costumbre y mejorar el juicio vulgar.

En el cauce del siglo XX va hinchiéndose más y más el claro nombre de Renan. Su obra ha resistido todas las censuras, siendo así que trata de problemas a que ha dedicado la última época un colmo de atención y de trabajo. ¿Es esto decir que no haya que rectificar en la «Historia del pueblo de Israel» y en la de los «Orígenes del cristianismo»? Ni mucho menos; anchos miembros de ambos edificios se han venido abajo: nuevas investigaciones han hecho pasar la aguda reja del arado crítico sobre los escombros. Ambas obras históricas de Renan son dos ruinas. Pero han caído noblemente, como caen los edificios clásicos a pesar de serlo y hoy son ruinas animadas, donde podemos ir y vamos en peregrinación espiritual, seguros de traer al retorno algunos efluvios fecundos de perenne sabiduría.

Taine es hoy el último baluarte teórico de los conservadores porque fue enemigo de la «Razón» y habló de no sé qué realidad distinta de la racional, a cuyo amparo pueden llevar al cabo sus manejos los instintos reaccionarios. Renan, en cambio, sigue siendo contraseña revolucionaria y progresiva. Sus opiniones acerca del 89 pudieron vacilar y moverse ondulando a lo largo de su vida, vida movible y sugestiva de felino intelectual; pero, a la postre, venció la rectitud de su cerebro sobre los ascos de su corazón, que se había inquietado un poco en medio de la gresca de la Comuna. Mas no contento con esto ha sabido infiltrarse, como un humor secular y prudente de so la tierra, en las almas de los clérigos franceses. Hace poco tiempo, leyendo el libro de Dom Leclerq sobre la España cristiana, me tomó una gran risa al sorprender un párrafo de Renan intercalado, sin advertencia, entre los otros mansos del buen fraile.

También fue Renan literato y acaso dañó un poco la literatura a la integridad de su conciencia científica. ¡Pero tan poco! Con todo y con ello, Renan —aunque figura de segundo orden en la gran perspectiva de la historia de la cultura— supo injertar su ingenio en los profundos bosques sagrados, vírgenes, hoscos, difíciles, que son vivero de humanidad. Renan, si no llegó jamás a inventar una idea —no es la invención su característica—, llegó hasta el fondo del aprendizaje en el estudio de los grandes productores. No fue un filósofo original, pero se abrevó severamente en los problemas disciplinarios de la sabiduría como esos fervientes budistas que llegan hasta el río sagrado y viven algún tiempo en sus aguas dejando que la divinidad líquida macere y sature sus carnes.

No pretendo en dos párrafos cerrar con el nombre de Taine: sería necio, sería poco piadoso y, sobre todo, sería injusto. Todos debemos a las paradojas de Taine un primer impulso al juego intelectual cuando en torno a los veinte años, cansado de jugar nuestro cuerpo, despertó al ejercicio nuestro espíritu. Además, Taine puede operar un influjo fecundo en los estudios artísticos: su idea de la historia del arte, su noción de lo bello, aun pareciéndome terriblemente falsas, llevan en aluvión un interés serio y objetivo. La crítica artística, como interpretación histórica de las obras bellas, obliga al estudio y a la síntesis de épocas pasadas del hombre, ensancha el criterio y el gusto, enriquece el horizonte del juicio y, por encima de todo, lleva a considerar la obra de arte como una realidad hondamente humana ante la cual aparecen ridículos los párrafos de una crítica subjetiva.

¡Bien podía haber influido más en nosotros el Taine de la Estética y menos el Taine de la Política! Pero ha ocurrido todo lo contrario y los conservadores abusarán largo tiempo aún de tal autoridad para echarnos en cara nuestro racionalismo —¡como si fuera una peste!— a los que no estamos conformes con la realidad actual y evocamos otra más discreta y más justa.

El Imparcial, 11 mayo 1908.