DEL REALISMO EN PINTURA

ALGUNOS pintores que han llevado este año sus cuadros a la Exposición oficial —nombre redundante, porque todo lo oficial trae consigo exposición— habían intentado introducir dentro de los marcos un poco de arte. Habían intentado introducir formas, órganos estéticos. Porque en esto viene a diferenciarse el marco de un escaparate o el marco de una ventana del marco de un cuadro: al través de aquéllos se ven cosas sometidas a la gravitación universal; al través de éste se ven formas liberadas de la existencia.

Y, con un acierto verdaderamente ejemplar, la crítica, el Jurado y el público han maltratado a esos mozos pintores, por la manía en que han caído de crear un mundo sentimental con las cerdas de león de sus pinceles y haberse dejado mover por

un desiderio vano della bellezza antica.

Y como a todo el que en España aspira de lo oscuro a lo claro, se les ha amonestado con la lucida evocación de eso que llaman raza, casta o tradición nacional. Y se ha decretado que los españoles hemos sido realistas —decreto que encierra alguna gravedad—, y lo que es aún peor, que los españoles hemos de ser realistas, así, a la fuerza. Y luego se ha llamado a esos pintores idealistas; lo cual debe significar alguna fea condición, porque se usaba del vocablo como de un insulto patente.

Y, a la postre, no enojaban en tanto grado las obras presentadas como las «tendencias»… Tendencias era lo que solía condenar la Inquisición. En el mundo lo malo es la tendencia. Porque tendencia es impulso desde lo presente hacia lo que aún no existe sobre la tierra, hacia lo que aún no existe más que en la mente de unos cuantos. Las tendencias tienden siempre hacia ideas, de lo real hacia lo ideal. Hacia la realidad no se puede tender, porque está allí donde estamos. Poseer tendencias es tener ideas, es llevar dentro un ideal como se lleva espada al cinto o una lanza en la mano. Y esto es vedado, porque como Goethe decía, «todo lo ideal es usadero para fines revolucionarios».

No hagáis usos nuevos vosotros los nuevos pintores. Hay una estética gobernante: se llama a sí misma realismo. Es una estética cómoda. No hay que inventar nada. Ahí están las cosas; aquí está el lienzo, paleta y pinceles. Se trata de hacer pasar las cosas que están ahí al lienzo que está aquí. Es una estética según la manera de los que parlan en la Plaza Mayor: «Respetable público: aquí está el huevo e aquí está el pañuelo…».

Un célebre pintor contemporáneo solía resumir toda su estética en estas palabras: «El arte de la pintura consiste en hacer un pimiento que parezca un pimiento». Esto es la pintura desde el punto de vista del pintor; pero desde el punto de vista del contemplador tendríamos que decir así: «El placer estético que un cuadro produce es lo que más se parece a una indigestión».

¿Será lícito asombrarse al oír que personas de alguna formalidad llaman a Velázquez realista o naturalista? Con hermosa inconsecuencia suprimen de este modo todos los méritos velazquinos. Porque si a Velázquez hubieran importado principalmente las cosas, las res o la Natura, hubiera sido nada más que un discípulo de los flamencos y de los cuatrocentistas italianos. Estos son los conquistadores de las cosas, de las naturas de las cosas. Y no por casualidad. Ábrase el Tratado de Leonardo por cualquiera parte y se hallará la teoría del realismo estético.

La segunda mitad del siglo XIX ha puesto a Velázquez en la cumbre suprema del arte. No nosotros, conste: los ingleses, los franceses nos han enseñado a mirar a Velázquez. No es Lucas quien descubre con ojos nuevos a Velázquez y Goya. Lucas era incapaz de esta genialidad. Delacroix enseña a Lucas el secreto de nuestros dos grandes pintores: que los cuadros se pintan como se labran las joyas: con materias preciosas, con colores subitáneos y brillantes. Claro está que Lucas no aprendió bien nunca la lección. La aprendió y potenció Manet. El Velázquez de que hoy se habla no es el que veían los ojos sin brío de Felipe IV, sino el Velázquez de Manet, el Velázquez impresionista.

Ahora bien; no hay nada más opuesto al realismo que el impresionismo. Para éste no hay cosas, no hay res, no hay cuerpos, no es el espacio un inmenso ámbito cúbico. El mundo es una superficie de valores luminosos. Las cosas, que empiezan aquí y acaban allá, son fundidas en un portentoso crisol, y comienzan a fluir las unas por dentro de los poros de las otras. ¿Quién es capaz de coger una cosa en un cuadro de Velázquez de la última época? ¿Quién es capaz de señalar dónde empieza y dónde acaba una mano en Las Meninas? Aún se podría aspirar a tener un día entre los brazos el cuerpo marfileño y lánguido de la Mona Lisa; pero esa azafata que alarga el búcaro a la niña cesárea es fugitiva como una sombra, y si intentáramos aprehenderla quedaría en nuestras manos sólo una impresión.

No cabe pensar antítesis mayor que la que existe entre los pintores que buscan la naturaleza, las cosas, y los que buscan las impresiones de las cosas. Wickoff, de Viena, ha llamado estos dos linajes de pintura naturalismo e ilusionismo. Los naturalistas —como italianos del siglo XV, flamencos y alemanes—, reúnen en el cuadro una serie innumerable de actos visuales; han estudiado previamente cada cosa y cada parte de cada cosa; han investigado con idéntica acribia las figuras que han de ocupar el primer plano y las que han de asentarse en el último; han averiguado las deformaciones que el aire intermedio impone a los cuerpos lejanos (recuérdese lo que Leonardo escribe sobre las gradaciones del azul, según las distancias); han aprendido anatomía, perspectiva, física. Se acercan a los cuerpos armados de todas armas como si fueran a conquistar un áureo vellocino. Y esto son, en realidad, las cosas para ellos: sublimes riquezas que contemplan los ojos codiciosos. Porque son verdaderamente sensuales y amantes de la tierra y de las realidades sobre la tierra. Sus globos oculares se acomodan a cada distancia y a cada cosa: se afanan en su persecución. La realidad reina sobre el pintor como la mujer amada en la hora del paroxismo.

Pero este nuestro Velázquez… Contemplad en sus autorretratos el desdén con que miran el mundo sus ojos cansados. Tras de sus hombros parece alzarse, como una musa doméstica, la indiferencia. Le importan sólo las imágenes fugaces que en un vibrar de los párpados envían las cosas a su retina. Y cada cuadro de este genio es, más bien que un pedazo del mundo, una inmensa retina ejemplar. Velázquez nos ilusiona, nos alucina. Lejos de obligar a sus ojos que se acomoden a las solicitaciones de los cuerpos, hace que éstos se acomoden a su visión, y al pasar entre sus párpados apenas abiertos, quedan las cosas laminadas primero, luego pulverizadas en átomos de luz. La luz importaba a Velázquez, no los cuerpos de las cosas. La luz, que es la materia con que Dios creó el mundo.

De Goya no hay que hablar en este respecto, porque el divino sátiro de la pintura no es sólo indiferente ante las cosas. Es iracundo. Se acerca a ellas, sí. No tiene la desdeñosa distinción de Velázquez. Pero se acerca a ellas con un látigo y fustiga como un energúmeno los pobres lomos jadeantes. En aquellos cuadros donde parece entregarse a las furias demoníacas que anidan en su corazón como rapaces aves negras en una torre de granito, las cosas entran dilaceradas, acuchilladas, harapos de sí mismas. ¿Dónde podría quedar plaza para el realismo en este genio de la caprichosidad?

El realismo español es una de tantas vagas palabras con que hemos ido tapando en nuestras cabezas los huecos de ideas exactas. Sería de enorme importancia que algún español joven que sepa de estos asuntos tomara sobre sí la faena de rectificar ese lugar común que cierra el horizonte como una barda gris a las aspiraciones de nuestros artistas. Tal vez resultaría que somos todo lo contrario de lo que se dice: que somos más bien amigos de lo barroco y dinámico, de las torsiones y el expresivismo.

Y sería buena nueva. Porque con la palabra realismo se quiere significar de ordinario una carencia de invención y de amor a la forma, de poesía y de reverberaciones sentimentales, que agosta miserablemente la mayor porción de las pinturas españolas. Realismo es entonces prosa. Realismo es entonces la negación del arte, dígase con todas sus letras.

Los pintores que este año han sido más discutidos, y que yo no trato de defender en particular, aspiran a arrojar los mercaderes del templo, la prosa del arte. Buscan, tras de las apariencias, nuevas formas a construir. Afírmense en su propósito: corrijan ciertas puerilidades y arcaísmos, pero no duden que están en lo cierto. Arte no es copia de cosas, sino creación de formas. Cuarenta años de impresionismo creo que son sobrados para allegar nuevos instrumentos a la técnica pictórica y aumentar sus posibilidades. Por centésima vez vuelve a ser tarea inminente del arte la conquista de la forma. ¡Sus a la forma novecentista!

Pero ¿y la Naturaleza?

Un día llegó a Whistler una nueva discípula y se puso a pintar un paisaje con magnífico púrpura y verdes estupendos. Whistler miró el lienzo, y pregunta a la autora qué es lo que está pintando. Ella entorna los ojos soñadoramente, y responde:

—Pinto la naturaleza tal y como se me presenta. ¿No es esto lo que se debe hacer, señor Whistler?

—Sí, sí —repuso el maestro tranquilamente—; suponiendo que la naturaleza no se presente como usted la pinta.

Junio 1912.