UNA POLÉMICA
I
LA VISIÓN DE LA HISTORIA. — SAN PEDRO Y SAN PABLO
Estos días, revolviendo en la parte que constituye la Oceanía de mi biblioteca, me cayó bajo la mano un tomito que hace bastantes años había leído; no se trata de un libro raro, aun cuando es muy raro el librito. Se titula «La Metafísica y la Poesía». Sin que se sepa porqué, ese título promete deliciosas sugestiones; antes de leerlo anticipamos, no su contenido, que nos es desconocido u olvidado, sino un gratísimo sabor general, que esperamos nos vaya comunicando la lectura.
En verdad que se comprende el origen de aquella extraña biblioteca que poseía el maestrillo de escuela María Wuz, cuyo idilio nos cuenta Juan Pablo. En los estantes aparecían volúmenes con los títulos de las obras más gloriosas, desde la «Ilíada» hasta la «Crítica de la Razón Pura»; sin embargo, la particularidad de aquellos libros era no estar impresos, sino manuscritos. Y no se juzgue que eran copias manuales de aquellas famosas composiciones, no; eran todas obras originales del maestrillo de escuela María Wuz. Cuando oía o hallaba citado en alguna parte algún título sonoro y promisor, sobrecogían al sencillo hombre tantas sugestiones que, tomando papel y pluma, componía una obra adecuada a aquella denominación. María Wuz inventó su «Ilíada» y su «Quijote», su «Ars magna» y su «Crítica de la Razón Pura».
La lectura de «La Metafísica y la Poesía», polémica famosa entre D. Ramón de Campoamor y D. Juan Valera, podría en cierto modo sustituirse con ventaja por un ensayo propio sobre el asunto. Nada sacamos, efectivamente, de este librito que nos aproxime una pulgada a la esencia de la metafísica y de la poesía o a la esencia de su mutua relación. Este pequeño volumen es perfectamente inofensivo.
Y, sin embargo, tiene algún interés: el histórico. Nada nos enseña de cuanto él quisiera enseñarnos, su contenido en sí mismo es nulo. Pero nosotros aprendemos, ya que no metafísica ni poesía, algo de la psicología de sus autores. En esto consiste el interés histórico de la obra: en no servir para nada, como no sea para que se hable de sus autores o del alma colectiva de la época en que se cometió.
Según es sabido, la polémica tuvo su origen en un prospecto editorial de la revista El Ateneo, que decía: «Se insertará toda producción referente a cualquier rama de la ciencia, sin desdeñar la poesía».
Campoamor, que se llamaba así mismo un andaluz del Norte, sintiéndose herido en sus máximos amores, poesía y filosofía, arremetió fogosamente contra la revista. Mas Valera, en quien, por el contrario, estaba oculto un septentrional de Andalucía, no pudo ver nunca con tranquilidad que alguien se apasionase por algo, y herido en su tibieza por el hervor campoamorino, opuso una réplica. Y he ahí los dos hombres de más lustre que había en España hacia 1891, metidos en liza, la espada en alto, la mirada aguda, puestos a acuchillarse sobre si son o no son útiles la metafísica y la poesía. Pocos años después, claro está, perdió España sus colonias.
* * *
Para los que aún gozamos de alguna juventud, ofrece esta polémica, en bien y en mal, un carácter de cosa remota y difícil de sentir, como si se tratara de una disputación medieval sobre el genio y costumbres de la quimera. Todavía los que han conocido personalmente a los ilustres discutidores, podrán creer rellenar con el recuerdo intuitivo de sus voces y ademanes lo que les falte para la recta comprensión del caso. Pero yo no he visto nunca a Campoamor, y a D. Juan Valera sólo una vez, en una recepción académica, ataviado con uniforme bordado de oro, cubierto el pecho de bandas, sobre las cuales se alzaba una faz de líneas gratas pero poco expresivas: una faz castiza de ciego que se orientaba indecisamente hacia la luz derramada por un ventanal. Prácticamente, pues, como si no le hubiera visto jamás.
Es importante esto de haber visto o no una cosa que fue; lo que nuestros sentidos percibieron de una manera directa, no es plenamente pasado; su recuerdo conserva la cualidad de la percepción original, la nota presente de lo intuido, de lo inmediato. Lo que pasó sin ser percibido por nosotros, pertenece, en cambio, plenamente a la historia, aun cuando sea de ayer mismo.
Para darnos cuenta de ello realizamos una operación mental que es muy distinta de aquella en que retrotraemos lo visto. Esta es recordar: la primera reconstruir. En la reminiscencia se presentan las cosas por sí mismas: en la historia las creamos nosotros totalmente.
Con toda seguridad el juicio que sobre Campoamor y Valera hayan formado los nuevos críticos es muy distinto del que susciten los que con ellos convivieron. ¿Cuál será más acertado? En mi opinión, sin disputa, el de quienes para pensar en ellos tienen, primeramente, que reconstruirlos con el método de la historia. Nada hay como haber tratado a un hombre ilustre para no saber quién es. Historia de lo que hemos visto o vivido es imposible, encierra una contradicción; por eso las Memorias descienden a material de la historia, y una autobiografía queda rebajada a mero documento aun para la historia de quien la escribió. Goethe llamó delicadamente a la relación de su vida Verdad y poesía, como si dijera: yo cuento mi leyenda, que es lo único que sé, para que un día descubra otro en ella la verdad de mi historia. No es ésta un sustituto de la visión directa y como un apaño con que remediamos la escasa dilatación de la vida que pasea tan brevemente por la realidad al individuo. El judío errante, testigo presencial de los acontecimientos todos que componen nuestra Era, sabe menos lo que en ella ha acaecido, en verdad, que un académico correspondiente. Todo esto es tan viejo que no puede ser más. Malos testigos son los ojos y oídos para quien no posee un alma fina —decía lagrimeando Heráclito—. No basta con ver las cosas; es menester pensarlas, reconstruirlas, dado que no lleven razón Schopenhauer y Helmohltz, cuando creen hallar en la visión más simple un silogismo perfecto.
Hay en la historia del cristianismo un caso espléndido, que muestra lo que vale no haber visto las cosas y hallarse sometido a inventarlas, a pensarlas y construirlas racionalmente. San Pablo no conoció a Jesús, no vio a Jesús; de segunda y tercera mano recibió noticias de los actos de su existencia, de sus operaciones taumatúrgicas y de sus sencillas palabras. Cuando haciendo vía a Damasco un vuelco de su alma candente le trajo a la fe de Jesús, ¿qué podía hacer su espíritu poderoso desparramado por la serie de noticias que sobre él poseía? San Pablo necesitó recoger aquellos como miembros dispersos del divinal sujeto, y reconstruir con ellos la figura de Jesús. Como no lo había visto, necesitaba figurárselo. Los demás apóstoles con tornar los ojos a su propia memoria, les bastaba para ver al Jesús real que caminaba entre sus recuerdos benigno y dulcifluo. A San Pablo, por el contrario, no se le presentaba espontáneamente, tuvo él que hacérselo, tuvo que pensarlo. De recordar a Jesús como San Pedro, a pensar a Jesús como San Pablo, va nada menos que la teología. San Pablo fue el primer teólogo; es decir, el primer hombre que del Jesús real, concreto, individualizado, habitante de tal pueblo, con acento y costumbres genuinas, hizo un Jesús posible, racional, apto, por tanto, para que los hombres todos, y no sólo los judíos, pudieran ingresar en la nueva fe. En términos filosóficos, San Pablo objetiva a Jesús. Se me dirá que, en el camino de Damasco, Jesús se reveló a San Pablo. Cierto; camino de Damasco llegó a madurar la labor reconstructiva, que tiempo hacía ocupaba la mente del apóstol, y allá, cerca de Dareya, a la hora de un mediodía, consiguió elevar los datos sueltos a la unidad de un carácter, y, súbitamente, se le reveló Jesús en la perfección de su ser. ¿Qué dignidad añade a la revelación el hecho físico de ver una luz entre dos cirrocúmulos?
Digo todo esto, que parece, y acaso sea excesivo comento para las sencillas observaciones que quisiera hacer, con dos frases: primero, como incitación a los nuevos escritores a fin de que trabajen en elevar a la superior realidad histórica estas figuras españolas de la segunda mitad del siglo XIX, de que somos próximos herederos, y que aún vagan, como las almas insepultas, en esa vida media y caprichosa, que es haber muerto a la actualidad y vivir a la oscilante memoria de quienes los conocieron. Lo mismo digo de épocas anteriores. Tengo suma fe en los resultados para la conciencia nacional de esta como segunda digestión del pasado por la historia.
La otra finalidad es justificar cierta aparente crudeza de opinión al hablar de tan famosas criaturas. Yo no puedo figurarme a Valera y Campoamor sino reuniendo los juicios a que su obra me obliga: únicamente al través de ellos y mediante ellos, alcanzo a verlos. Los que fueron de sus amigos, al recordarlos, los ven primero en su unidad vital, y sólo a posteriori juzgan de ellos o no juzgan: la estima o menoscabo queda en segunda línea.
Y ahora hablemos de su polémica.
El Imparcial, 19 septiembre 1910.
II
LA CRÍTICA DE VALERA. — DE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE. — VALERA COMO
CELTÍBERO
Quedamos en que Campoamor y Valera se pusieron a discutir sobre la utilidad de la metafísica y la poesía. Como esto es un poco ridículo, vamos a demostrar nuestro afectuoso respeto a estos dos hombres ilustres, suponiendo que, en realidad, disputaban de otra cosa. Yo no concibo la crítica si no parte de un ennoblecimiento, siquiera sea provisional, de lo sometido a la crisis: sólo de esta manera es la crítica un verdadero género literario o científico; es decir, un modo de llegar a bellezas o ideas positivas. Por cierto que Valera entendió la crítica completamente al revés de como yo la entiendo: a despecho de los extremos galantes a que tanto se prestaba su prosa, era crítica para Valera el arte de mostrar cómo lo que las gentes tenían por cosa de gran significación y trascendencia no venía a ser a la postre sino un asunto casero y trivial, fuera ello la filosofía de Hegel, el sentido del Quijote o el sobrehombre de Nietzsche. Cierto que las gentes andan inclinadas a dar demasiada importancia a cosas que no la tienen; pero esto ha sido siempre a costa de desconocer la trascendencia de lo verdaderamente valioso. El papel del crítico consiste justamente en esa doble tarea de desmochar lo excesivo y fantástico, y henchir la profunda verdad no reconocida por el vulgo.
Si el reverso de la historia aparece como una disolución progresiva de los mitos y errores, el anverso será necesariamente la progresiva invención de las verdades que los han disueltos. Ahora bien: unos errores son más difíciles de desarraigar que otros, son de mayor importancia; no es lo mismo equivocar una cuenta, que errar en el establecimiento de los axiomas aritméticos, y consecuentemente, acertar en éstos es un hecho de valor muy superior y de real trascendencia.
Fuera interesante perseguir a través de la obra de Valera ese prurito de reducir a la condición de cosa doméstica y consuetudinaria todo lo que hay en la historia humana de grande y trascendente. Padecía esa completa insensibilidad de las diferencias que es, en mi opinión, el carácter de cierta incultura radical muy compatible con una gran riqueza de conocimiento y sabiduría particulares. ¿Qué es la cultura sino la valorización cada vez más exacta de los hechos? Desde el salvajismo hasta nuestros días no creo que se haya inventado ninguna sensación ni sentimiento elemental; la materia, pues, el conjunto de hechos brutos que nos preocupan es el mismo que preocupaba al salvaje; si en algo nos separamos de él habrá que buscarlo en la distinta valoración que a aquellos mismos motivos o hechos demos.
Y pensamos que esta valoración nuestra es más exacta; o, lo que es lo mismo, que las diferencias que entre unas cosas y otras ponemos son más claras y decisivas, más profundas e infranqueables. En su interpretación mítica de la naturaleza sitúa el salvaje un dios tras cada figura real: río, piedra, animal u hombre. Poco a poco hemos ido instituyendo algunas distancias entre los poderes de la piedra, del animal y del hombre, de suerte que hoy ya concedemos a lo humano un valor ejemplar que se impone como medida a todo lo demás. Y como en el hombre hay realmente algo de piedra y bastante de animal, procuramos distinguir dentro de él mismo aquello que nos parece más exclusivamente suyo. Por lentas manipulaciones de una química ideal, hemos obtenido ciertas sustancias puramente humanas, como son el pensar, la ciencia, el querer lo debido y el sentir esa norma fugitiva que llamamos belleza.
Pero aún más: hay una ciencia aplicada, una ciencia de segundo orden, que supone una ciencia pura encargada de hacer aquélla posible. Hay una bondad usual, por decirlo así, aplicada, que repite imitativamente lo que alguien, en un acto de genial e inaudita bondad, acertó a cumplir. Hay, pues, una bondad ejemplar y una bondad derivada o de copia, que, por ser más frecuente, llamamos buenas costumbres. En fin, existe una belleza que se adhiere secundariamente a lo que tiene su origen muy lejos de la belleza, como, por ejemplo, en la necesidad: tal acontece con el arte industrial. ¿Quién hace posible el arte industrial, si no es una belleza superior y original que nace de sí misma por impulso espontáneo?
Estas últimas manifestaciones de la cultura constituyen la dignidad del hombre, y cuanto afecta a sus progresos y regresiones es un valor trascendente. Cuanto mejor describa la biología nuestro origen animal, mayor será el privilegio que separa al hombre del resto de la naturaleza, porque ello significará que la biología es cada vez más exacta. Ahora bien; la biología no es un hecho biológico; como la física no lo es físico, sino que ambas son precisamente hechos sobrenaturales, metafísicos.
Darwin, para quien el hombre proviene de un lemuriano como el hallado en Java, y Kant, que le considera como el creador y legislador del universo, tienen a la vez razón, y la existencia de Darwin fue una demostración experimental de lo que Kant sostuvo.
Insistir unilateralmente en una tendencia o en otra, sería caer en error, apartarse de la manera clásica de enfrontar el universo. De un lado amenaza el positivismo; de otro, el misticismo.
Valera propendía a nivelar todas las cosas: en su opinión, los grandes errores son de menor talla que se juzga comúnmente, y las verdades no son tan verdaderas que no se puedan considerar como cristalizaciones graciosas de muchos errores pequeños. De esta manera todo viene a ser equivalente, y donde todo vale lo mismo, nada tiene valor. Es un allanamiento feroz del relieve que da plasticidad al mundo de la cultura.
Yo he observado en muchos españoles cierto desvío enojado a reconocer distancias infinitas entre unos hombres y otros de sabios, de héroes, de poetas. Y, sin embargo, sin esa gradación no se puede percibir el movimiento ascendente de la cultura. Podría hallarse en Valera, bajo toda la elegancia de su espíritu, algo o mucho de esa manera celtíbera de sentir la democracia como nivelación universal. Los valores intelectuales, morales y estéticos, vistos al través de ese deseo, resultan depreciados, confundidos unos con otros, y es como un retorno a aquella edad en que la piedra, el animal y el hombre valían, poco más o menos, lo mismo.
La crítica de Valera es una crítica de rebajamiento: movíale a ella un inconsciente positivismo, un positivismo cazurro y extraintelectual, que solemos hallar en los hombres de nuestra raza cuando rascamos un poco su epidermis. Así en Valera había primero un ropaje exquisito de hombre moderno, una amplísima lección, una apostura elegantísima, una ironía gramatical deliciosa; mas tras ello solía aparecer un cortijero andaluz, buen recibidor, anchamente simpático, lleno de facundia y malicia bondadosa. Hablad a Valera de Hegel, de la Revolución francesa d de Verlaine; más allá del hombre dix-huitième, más allá del labriego cordobés, se erguirá definitivamente, nervudo e indomable, el demócrata celtíbero —colorati vultus torsi plerumque crines—, el celtíbero irreductible al álcali europeo.
Cuando Valera entra en discusión con Campoamor va, realmente, a reñir una nueva batalla en pro de ese positivismo igualador e infecundo. Más o menos claramente vio siempre en el poeta del «Drama universal» al enemigo de enfrente, al autor travieso, apasionado y arbitrario que, si no se me entiende mal, diré que vino al mundo a segregar cierto misticismo apilletado.
Así en esta polémica sustentará Valera que la metafísica, entiéndase la filosofía, no es sino una religión más clarificada y un lujo que sólo conviene que gasten los ricos. Tomarán la poesía como un artificio ornamental, una especie de prosa más acicalada y partida por decoro en metro; una ocupación sin grave daño ni elevado beneficio que no abre derroteros a la humanidad, que si buena entretiene y si mala enfada.
Da como prueba de lo pegadiza y suntuaria que es la filosofía el hecho de que pueblos como China, Rusia, Polonia, Hungría, Turquía y España no la han ejercitado. Esto muestra que a Valera no le repugnaba comparar esos pueblos con Grecia: no percibía que la Hélade se diferencia de ellos en algo más que en cantidad. Llega a decir: «En Europa, durante la clásica antigüedad, ‘no hay más’ que la filosofía griega». Con la irrespetuosidad de que se alimentan, pudiera alguno de los personajes de López Silva exclamar aquí: «¡Una tontería!» Pero no los conjuremos, no sea que Valera les halle un parentesco harto cercano con los de Shakespeare.
Por último, allá en unas notas de vaga erudición que agrega a la polémica, escribe: «Kant no sé yo lo que quiso, ni sé si él lo sabía». ¡Eh, maestro glorioso, insigne celtíbero!, ¿qué es eso? Yo no tengo para qué salir a la defensa de Kant; pero el instinto de conservación me invita a protestar de esas palabras; porque, ¡santo Dios!, si Kant no supo lo que se decía, ¿qué hizo Valera toda su vida? Y si Kant y Valera se dedicaron a la extravagancia y la indiscreción, ¿qué haremos nosotros, mortales de estructura incorrecta y sólita?
He ahí patente, en un ejemplo cualquiera, los resultados de la crítica niveladora: si no ponemos algunos libros, algunos hechos, determinadas ocupaciones a distancia ilimitada de los demás libros, hechos y actos, corre gravísimo riesgo la dignidad humana. Sólo porque Platón, Cervantes y San Francisco de Asís vivieron, llegamos a creer que nuestro linaje no es idiota ni egoísta.
Mas un celtíbero considera incompatible con la suya la dignidad del hombre. En mi tierra llaman democracia a una cosa muy rara. Una carbonera decía a una marquesa en vísperas de revolución: «Señora, ahora todo va a estar mejor: usted llevará el carbón y yo me montaré en carroza».
Sin embargo, cuando veamos a Campoamor en movimiento, nos aparecerá Valera históricamente justificado.
El Imparcial, 6 octubre 1910.