ALGUNAS NOTAS

NADA puede serme tan grato como disputar con Ramiro de Maeztu de asuntos aparentemente sobrehistóricos. Es preciso que intentemos, cada cual a su modo y según su vigor, enriquecer la conciencia nacional con el mayor número posible de motivos ideales, de puntos de vista. La discrepancia, pues, me parece muy deseable y todo dogmatismo me hiere. Sólo creo poder reservarme el derecho de advertir que una opinión precisa y tajante no es siempre un dogma, que el sistematismo puede hallarse a cien leguas del dogmatismo y, en fin, que arribando a ciertas cuestiones capitales, no rehúya el contradictor la discusión técnica.

La posibilidad de resistir el rigor técnico es para mí el criterio de la veracidad, cosa ésta de muchos más quilates que la mera sinceridad. El hombre sincero cuenta lo que en realidad sienten sus nervios y con ello cree haber cumplido. El hombre veraz considera esta perpetua autobiografía como un pecado en que todos caemos a veces, y procura elevarse del humor de sus nervios a lo que es en verdad, al τό δντως όν platónico.

Después de esta advertencia, entro, sin más, a glosar rápidamente y a vuela pluma lo que Ramiro de Maeztu contesta a mis notas sobre «Hombres de Ideas[2]». No quiero dejar pasar una semana más sin acusarle recibo de su solicitud y sin darle gracias por el interés benévolo con que lee mis escritos.

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«Tengo miedo en España —dice— a la excesiva precisión en el lenguaje de las abstracciones. Lo que es necesario en los idiomas teutónicos resulta acaso peligroso en los latinos. Las palabras sajonas llevan en sí, no sólo una idea, sino una emoción sentimental, y así hablan al mismo tiempo a la inteligencia y al corazón. Nosotros, por ejemplo, decimos Dios, Rey, Verdad (Deus, Rex, Veritas); los ingleses dicen God, King, Truth. Y God es Deus, pero, además, es good, bueno; King es Rex, pero también el que discrimina, el que juzga, el que distingue lo bueno de lo malo; truth es verdad, pero también lealtad. Be true!, suplica el amante a la amada al despedirse para una larga ausencia. Nuestras palabras son demasiado concretas. Yo preferiría, si eso fuera posible, dejarlas bañándose algún tiempo en un poco de niebla hasta ver si les brotaba algo de ese musgo, de esa musicalidad inefable con que, en tierras del Norte, por hablar más a los sentimientos de los hombres, parecen impulsarles a la acción. Desde luego reconozco que esos temores pueden ser ridículos y que tal vez sea mejor procedimiento el de ceñirlas o concretarlas escuetamente para que el pensamiento busque vocablos nuevos cuando se encuentre incómodo en los viejos…»

A esto tengo muy pocas observaciones que hacer: Maeztu se lo dice todo y sigue el método de Anatole France que es, al cabo, el antiguo y acreditado del cuento de la buena pipa. De esta manera nos encontramos al concluir el párrafo en la misma situación lamentable que al comenzarlo y… este método literario sí que hace daño a España. Por lo demás, esta manera de tratar asunto tan grave me parece muy poco respetuosa. Anda en el juego nada menos que la cultura, en lo que ésta tiene de más esencial. Cultura es el mundo preciso, no es otro mundo distinto sustancialmente del salvajismo —Naturvolk, Naturzustand, dicen los alemanes.

Los materiales con que son construidos ambos mundos son idénticos, sin más diferencia que en la cultura son tratados con método de precisión y en el salvajismo se les deja unirse y soltarse a su sabor, obedeciendo a vagas y misteriosas influencias. Puede creer Maeztu que ningún trabajo me costaba hacer párrafos más o menos bien timbrados y armoniosos en loa de la vaguedad, de la imprecisión, de la vida crepuscular del alma, que es, sin duda, la más divertida y deleitable para cada individuo. Pero hoy no existe en nuestro país derecho indiscutible a hacer buena literatura; estamos demasiado obligados a convencer y a concretar. Quien no se sienta capaz nada más que de literatura, hágala lo mejor que pueda, y si acierta le coronaremos de flores y enviaremos pompas en su honor. No comprendo bien el horror hacia el arte por el arte que acomete a algunos pensadores españoles contemporáneos. La estética es una dimensión de la cultura, equivalente a la ética y a la ciencia. Quién sabe si nuestra raza hallará, en última instancia, su justificación por la estética como la hallaron los germanos e ingleses por la gracia.

En tanto no haya poder de elección no nace el dilema moral. Si podemos hacer buena literatura, pero nos sentimos también capaces de ciencia, nuestra decisión tiene que inclinarse inequívocamente hacia esta última, sin pacto alguno con aquélla. Los señores Valle-Inclán y Rubén Darío tienen su puesto asegurado en el cielo, como pueden tenerlo Cajal y D. Eduardo Hinojosa. Los que probablemente se irán al infierno —el infierno de la frivolidad, único que hay— son los jóvenes que, sin ser Valle-Inclán ni Rubén Darío, les imitan malamente en lugar de barajar los archivos y reconstruir la historia de España o de comentar a Esquilo o a San Agustín. O se hace literatura o se hace precisión o se calla uno.

En este negocio de la precisión, querido Maeztu, me veo obligado a romper con todas las medias tintas. Nuestra enfermedad es envaguecimiento, achabacanamiento, y la inmoralidad ambiente no es sino una imprecisión de la voluntad oriunda siempre de la brumosidad intelectual. Ganivet —del cual tengo una opinión muy distinta de la común entre los jóvenes, pero que me callo por no desentonar inútilmente— leyó un librito, muy malo por cierto, de Th. Ribot, a la moda entonces, se entusiasmó y soltó la especie de la abulia española. Ahora bien: de abulia no cabe hablar sino cuando se ha demostrado la normalidad de las funciones representativas. Un pueblo que no es inteligente no tiene ocasión de ser abúlico. Sin ideas precisas, no hay voliciones recias.

Por lo demás, no me parece cierto atribuir a las palabras anglosajonas una atmósfera de energía emotiva y negársela a las castizas nuestras. En todas partes hay equívocos, y, por desventura, en nuestra tierra vamos haciendo del equívoco una industria nacional. Pues qué, la palabra emoción que usted emplea en el párrafo citado, ¿no le ha sugerido todo género de vagas dulcedumbres? ¿No le ha llevado a decir emoción sentimental, que es como decir árbol arbóreo o cosa así? ¿Está usted seguro de que en español emoción es más concreto que en inglés?

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«Y aún tengo más miedo a la excesiva sistematización de las ideas, mejor dicho, a conceder demasiada importancia a los sistemas. Creo —dice Ortega y Gasset— que entre las cuatro o cinco cosas inconmoviblemente ciertas que poseen los hombres está aquella afirmación hegeliana de que la verdad sólo puede existir bajo la figura de un sistema».

«No necesito realzar el peligro de las sistematizaciones sintéticas. A poco que se fuercen estos doctrinarismos nos llevarían a repetir el dicho de los escolásticos de la Universidad de París cuando negaban que ningún hecho mereciera crédito frente a las enseñanzas de Aristóteles».

«Pero si hay algo, no ya inconmovible, ¿qué puede haber inconmovible en este mundo que tantas vueltas da?, si hay alguna idea que ha echado raíces hondas en el alma moderna, es la de la evolución de los sistemas, de las escuelas y de los dogmas».

La afirmación de Hegel no sólo no excluye la del desarrollo, sino que, como usted sabe, Hegel ha construido más hondamente que nadie el sistema de la evolución. Exigir un sistema como yo hago no tiene nada que ver con el escolasticismo de la Sorbona. La verdad para Hegel no se exhausta jamás; la Idea evoluciona mañana, como hoy y ayer; es, como dirían Kant y Fichte, una tarea, un problema infinitos. Pero en cada instante es preciso que la verdad del mundo sea un sistema, o lo que es lo mismo, que el mundo sea un cosmos o universo.

Sistema es unificación de los problemas, y en el individuo unidad de la conciencia, de las opiniones. Esto quería yo decir. No es lícito dejar flotando en el espíritu, como boyas sueltas, las opiniones, sin ligamento racional de unas con otras.

En un diálogo —no recuerdo ahora cuál, aunque pienso sea Fedro— dice Platón que las ideas son como las fabulosas estatuas de Demetrio, que si no se las ataba se iban al llegar la noche. No es decente mantener en el alma compartimientos estancos, sin comunicación unos con otros; los cien problemas que constituyen la visión del mundo tienen que vivir en unidad consciente. Cabe, naturalmente, no tener listo un sistema; pero es obligatorio tratar de formárselo. El sistema es la honradez del pensador. Mi convicción política ha de estar en armonía sintética con mi física y mi teoría del arte.

No entiendo, pues, lo que usted llama conceder demasiada importancia a los sistemas. Estos no han de ser más o menos importantes: han de ser y basta. De su falta proviene el doloroso atomismo de la raza española, su disgregación. Es preciso que el alma nuestra marche con perfecta continuidad desde «Los borrachos», de Velázquez, hasta el cálculo infinitesimal, pasando por el imperativo categórico. Sólo mediante el sistema pondremos bien tenso el espíritu de nuestra raza como un tinglado de cuerdas y estacas sirve al beduino para poner tirante la tela feble de su tienda.

«¡Desarrollo!… —prosigue usted—. Esta palabra mágica empieza a distinguir la sed de una finalidad definitiva». Esto, querido Ramiro, sí que no lo comprendo. La evolución es la moderna categoría; no creo que exista hoy ningún pensador que no sea evolucionista de una manera o de otra. Pero no creo que se le haya ocurrido a ninguno pensar que la idea del desarrollo —«the development hypothesis»— nos libre de la peculiar pesadilla humana tras una finalidad definitiva. Todo lo contrario. En comparación con la filosofía del siglo XVIII, en comparación sobre todo con Spinoza, el evolucionismo nuestro —repito que todos somos desarrollistas— significa una vuelta, sana y fecunda en mi opinión, al teologismo aristotélico, al biologismo del grande estagirita. De todas las ciencias cabrá dudar si necesitan de la noción de fin para su economía, excepto de la biología, que da a su vez la perspectiva para el evolucionismo. Y apenas nos encontremos con la pareja medio-fin, especie de Deucalión y Pirra ideales, podemos asegurar que necesitamos de una finalidad definitiva. Sólo que Kant nos ha disciplinado y ya no caemos en la ruda metafísica de las causas finales, de un fin último que sea una cosa. Esa realidad definitiva es… una Idea, amigo Maeztu. La espiral necesita tanto de dirección hacia el infinito como una recta. El evolucionismo no nos salva del dilema: u hombres o ideas. Y precisamente en estos años está naciendo el hijo que han tenido en castas nupcias, durante el siglo XIX, el selvático y rudo Homo primigenius de la biología con la madre ética, sagrada Ceres fecunda y virginal.

«Yo creo en lo uno y en lo otro, en el desarrollo de los hombres en las doctrinas y de las doctrinas en los hombres, y como creo en el desarrollo y el desarrollo es espiral, no me preocupa el orientarnos hacia Oriente o hacia Occidente, sino que afirmo la posibilidad de desarrollarnos hacia los cuatro puntos cardinales y aún pudiera añadirse además de los cuatro el Nadir y el Zenit, como en las cruces de seis brazos que se encuentran en las iglesias griegas».

Convenga usted, amigo Maeztu, en que esa espiral que no necesita orientación es una espiral inventada por usted. Y no acierto a disculparle cuando pienso que escribe usted eso desde la tierra de los vectores y de Hamilton. Por mi parte quisiera creer que la cruz de seis brazos le ha seducido y le ha hecho caer en pecado.

Faro, 9 agosto 1908.