LOS VERSOS DE ANTONIO MACHADO
EN el zodíaco poético de nuestra España actual hay un signo Géminis: los Machado, hermanos y poetas. El uno, Manuel, vive en la ribera del Manzanares. Es su musa más bien escarolada, ardiente, jacarandosa; cuando camina, recoge con desenvoltura el vuelo flameante de su falda almidonada y sobre el pavimento ritma los versos con el aventajado tacón. El otro, Antonio, habita las altas márgenes del Duero y empuja meditabundo el volumen de su canto como si fuera una fatal dolencia.
Mas dentro del pecho llevamos una máquina de preferir y, menesteroso de resolverme por uno de ambos, me quedo con la poesía de Antonio, que me parece más casta, densa y simbólica.
Sólo conozco dos libros suyos: creo que no hay más; pero no lo sé de cierto. En 1907 publicó «Soledades», y ahora, en este año, en este ominoso, gravitante, enorme silencio español, da al canto irnos «Campos de Castilla».
En las páginas que inician esta última colección, compone el poeta su autorretrato, y, aparte detalles biográficos, donde, con ademán que expresa una cierta fatalidad, nos dice:
ya conocéis mi torpe aliño indumentario,
hace en cuatro versos su acto de fe poética:
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso como deja él capitán su espada,
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por él docto oficio del forjador preciada.
Este verso postrero es admirable: en la concavidad de su giro se dan un beso la vieja poesía y una nueva que emerge y se anuncia. El verso, como una espada en ejercicio y no de panoplia o Museo; una espada que hiere y que mata, y en cuyo filo al aire libre, los rayos del sol se dejan cortar, riendo muchachilmente. El verso como una espada en uso, es decir, puesta al extremo de un brazo que lleva al otro extremo las congojas de un corazón.
Hubo un tiempo en que se llamaba poesía a esto:
Era una tarde del ardiente julio.
Harta de Marco Tulio,
Ovidio y Plauto, Anquises y Medea…
Cuando vinimos al mundo se nos dijo que esto era poesía. ¿Cómo puede pedírsenos que el mundo nos parezca cosa grata y de alborozo? Reinaba entonces una poesía de funcionario. Era bueno un verso cuando se parecía hasta confundirse a la prosa, y era la prosa buena cuando carecía de ritmo. Fue preciso empezar por la rehabilitación del material poético: fue preciso insistir hasta con exageración en que una estrofa es una isla encantada, donde no puede penetrar ninguna palabra del prosaico continente sin dar una voltereta en la fantasía, y transfigurarse, cargándose de nuevos efluvios como las naves otro tiempo se colmaban en Ceilán de especies. De la conversación ordinaria a la poesía no hay pasarela. Todo tiene que morir antes para renacer luego convertido en metáfora y en reverberación sentimental.
Esto vino a enseñarnos Rubén Darío, el indio divino, domesticador de palabras, conductor de los corceles rítmicos. Sus versos han sido una escuela de forja poética. Ha llenado diez años de nuestra historia literaria.
Pero ahora es preciso más: recobrada la salud estética de las palabras, que es su capacidad ilimitada de expresión, salvado el cuerpo del verso, hace falta resucitar su alma lírica. Y el alma del verso es el alma del hombre que lo va componiendo. Y este alma no puede a su vez consistir en una estratificación de palabras, de metáforas, de ritmos. Tiene que ser un lugar por donde dé su aliento el universo, respiradero de la vida esencial, spiraculum vitae, como decían los místicos alemanes.
Yo encuentro en Machado un comienzo de esta novísima poesía, cuyo más fuerte representante sería Unamuno si no despreciara los sentidos tanto. Ojos, oídos, tacto son la hacienda del espíritu; el poeta muy especialmente tiene que comenzar por una amplia cultura de los sentidos. Platón, de quien gentes distraídas aseguran que fue un fugitivo del mundo sensible, no cesa de repetir que la educación hacia lo humano ha de iniciarse forzosamente en esta lenta disciplina de los sentidos, o como él dice: ta eroticá. El poeta tendrá siempre sobre el filósofo esta dimensión de la sensualidad.
Pero dejemos tan difícil cuestión. Antonio Machado manifestó ya en «Soledades» su preferencia por una poesía emocional y consiguientemente íntima, lírica, frente a la poesía descriptiva de sus contemporáneos. Allí se lee, por ejemplo:
Y pensaba: «¡Hermosa tarde, nota de la lira inmensa
toda desdén y armonía;
hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía
de este rincón vanidoso, oscuro rincón que piensa!»
Y también:
Nosotros exprimimos
la penumbra de un sueño en vuestro vaso…
y algo, que es tierra en nuestra carne, siente
la humedad del jardín como un halago.
donde revive aquella arcaica filosofía de Anaxágoras, eternamente poética, según la cual yacen en cada cosa elementos de las sustancias que componen todas las demás, y por eso se entienden, conocen, conviven y al crepúsculo lloran juntas los comunes dolores. Así, en el hombre hay agua, tierra, fuego, aire e infinitas otras materias.
Más adelante leemos:
Al borde del sendero un día nos sentamos.
Ya nuestra vida es tiempo y nuestra sola cuita
son las desesperantes posturas que tomamos
para aguardar… Mas Ella no faltará a la cita.
Sin embargo, no se ha libertado aún el poeta en grado suficiente de la materia descriptiva. Hoy por hoy significa un estilo de transición. El paisaje, las cosas en tomo persisten, bien que volatilizadas por el sentimiento, reducidas a claros símbolos esenciales. Por otra parte, la cumplida sobriedad de los cantos y letrillas populares le ha movido a simplificar cada vez más la textura de sus evocaciones, dispuestas ya a la sencillez, al vigor y a la transparencia por la condición del poeta que, según nos confiesa, va incitado por «un corazón de ritmo lento».
De esta manera ha llegado al edificio de estrofas, donde el cuerpo estético es todo músculo y nervio, todo sinceridad y justeza, hasta el punto que pensamos si no será lo más fuerte que se ha compuesto muchos años hace sobre los campos de Castilla:
Léase dos o tres veces, sopesando cada palabra, este trozo:
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en tomo a Soria —Soria es una barbacana
hacia Aragón —que tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte cerrado por colinas
oscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algún humilde prado
donde él merino pace y el toro, arrodillado
sobre la yerba, rumia; las márgenes del río
lucir sus verdea álamos al claro sol de estío…
¿No es ésta nuestra tierra santa de la vieja Castilla bajo uno de sus aspectos, el noble y el digno de veneración honda, pero recatada? Mas nótese que no estriba el acierto en que los alcores se califiquen de cárdenos ni la tierra de parda. Estos adjetivos de colores se limitan a proporcionarnos como el mínimo aparato alucinatorio que nos es forzoso para que actualicemos, para que nos pongamos delante una realidad más profunda, poética, y sólo poética, a saber: la tierra de Soria humanizada bajo la especie de un guerrero con casco, escudo arnés y ballestas, erguido en la barbacana. Esta fuerte imagen subyacente da humana reviviscencia a todo el paisaje y provee de nervios vivaces, de aliento y de personalidad a la pobre realidad inerte de la cárdena y parda gleba. En la materia sensible de colores y formas queda así inyectada la historia de Castilla, sus gestas bravías de fronteriza raza, su angustia económica pasada y actual; y todo ello sin ninguna referencia erudita, que nada puede decir a nuestros sentidos.
En otra composición, «Por tierras de España», se habla, en fin, del hombre de estos campos, que
hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es el natural producto de estas provincias, donde
veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
Como antes el paisaje se alza transfigurado en guerrero, aquí el labriego es disuelto en su agreste derredor y queda sometido trágicamente a los ásperos destinos de la tierra que trabaja.
Julio 1912.