PLANETA SITIBUNDO
I
Hacía mucho tiempo que no veía a Rubín de Cendoya, místico español; fue grande mi sorpresa al hallarle la otra tarde en el salón de conferencias.
—No hay otro remedio —me dijo— que dedicamos todos a la política; en otros países puede el hombre sin ambiciones de dominio desentenderse de los negocios públicos. Tales sociedades se encuentran en un estado más avanzado de diferenciación funcional. En España, por el contrario, tiene que hacer cada cual todos los menesteres como en el clan primitivo. El individuo humano no es el individuo físico, sino el individuo de la sociedad; de aquí que cuando la sociedad no está hecha, el afán primordial de cada aspirante a hombre sea hacerla. Así acontece entre nosotros.
—¿Y se ha afiliado usted a algún partido?
—Todavía no; ya conoce usted mi opinión fundamental: nada humano es espontáneo, todo requiere aprendizaje. Es frecuente escuchar que si irrumpieran en el Parlamento irnos cuantos hombres sinceros, todo se arreglaría. Yo lo niego; yo no he creído nunca en la fecundidad política de esa virtud —la sinceridad—, que es, al cabo, la menos costosa de las virtudes; decir lo que se siente no es a menudo sino una prueba de escasa imaginación. Hay, claro está, que decir la verdad; pero la verdad no se siente, la verdad se inventa. ¡Expresar la verdad que a costa de enormes esfuerzos hemos logrado inventar, ésta sí que es una alta y enérgica virtud peculiar a nuestra especie! ¡Divina Veracidad, virtud activa, que nos mueves, no tanto a decir verdad como a buscarla antes de decirla! La sinceridad, en cambio, es un hábito negativo que ejercitan todos los animales, y se reduce a no interponer entre las excitaciones de fuera y las reacciones espontáneas que de dentro responden, lo que podríamos llamar un cortocircuito. Unos cuantos hombres sinceros en el recinto del Congreso acabarían dándose de puñaladas. El orangután es el hombre sincero.
—¿De modo que el convencionalismo parlamentario?…
—¿Qué sería de España sin él, qué sería de Europa? El Parlamento es una de esas sabias interpolaciones colocadas por la humanidad entre la fisiología sincera del pithecanthropus erectus y sus aspiraciones superiores. Ser convencional es lo más que puede ser una cosa, y, si esto no es paradoja, yo no tengo la culpa de vivir entre gentes que no han meditado nunca, y atenidos a una visión simplista de los fenómenos, motejan de paradójico todo juicio dotado de alguna mayor filosofía.
Cuanto en el hombre no sea mantenencia y ayuntamiento con fembra es convencional: la cultura es frente a la natura el reino de lo conveniente y lo convenido. Tanto es así, que nuestra era contemporánea, el siglo de la cultura reflexiva, viene datada de la Revolución francesa, de la cual el instituto supremo juzgó oportuno llamarse Convención. No creo, pues, que nuestro Parlamento, hijo de la Convención, sufra desdoro porque se le llame convencional.
Sin embargo, el éxito de Pablo Iglesias ha significado un triunfo de la sinceridad.
—No lo creo, amigo. En la Cámara popular, como en la impopular —que dicen Senado— no abundan los hombres de talento ni los hombres completamente serios. Pablo Iglesias posee con amplitud esas dos cualidades, a las que, so pena de caer en un horrible pesimismo cósmico, hemos de vaticinar, donde quiera se presenten, éxito seguro.
Hablando así salimos al pasillo, y la conversación fue interrumpida brevemente, porque los que iban y venían nos separaron un instante. Pasaron por entre ambos no pocos periodistas, muchos políticos nombrados y alguna bruja de Shakespeare.
El místico español continuó de esta manera:
—Es muy importante la reivindicación de lo convencional, tan importante, que sólo de la fe en el poder de la convención para transformar la naturaleza, puede surgir para nosotros la fe en el porvenir de la raza. Hay mucha gente que no se ha convencido todavía de que lo espontáneo es forzosamente malo, y sólo podremos mejorar cuando nos finjamos, por un acto de clara volición, una naturaleza nueva y convenida. Pero esto es cuestión de muy larga disputa: ahí está D. Gumersindo de Azcárate, que aún cree en los impulsos orgánicos, espontáneos, sinceros de nuestro pueblo. ¡Qué hombre más grato y respetable!: bien es verdad que su corazón vale mucho más que su sociología.
Cruzó, en efecto, ante nosotros, el ilustre hombre público; se detuvo a hablar con un diputado. Los trazos de su rostro y las posturas le daban el aspecto de un viejo Don Quijote a quien ha vuelto la cordura.
—Amigo mío; ahora es moda maldecir del sistema parlamentario. Los conservadores franceses, que tienen sobre los españoles la inmensa ventaja de ser ingeniosos y escribir deleitadamente, han puesto cerco de ironías a esta institución democrática. Le achacan que no es cosa perfecta, que padece muchas menguas e impurezas. Nosotros nos contentaremos diciendo que es el menor de todos los males. ¿Y no será esto bastante? Lo último de las mejores cosas humanas se reduce a que son las menos malas.
—Se censura a los Parlamentos, sobre todo, porque diluyen las energías nacionales en retórica.
—No siga usted, no siga usted. Pero ¿qué creen esas gentes? ¿Creen que la humanidad es imbécil? ¿Que ha vivido veintitantos siglos preocupándose de retórica, para que ahora venga a resultar una majadería? Yo soy más tradicionalista que todos los conservadores juntos; cuando formo sobre algo una opinión, no me satisfago hasta tanto no he podido comprobar que lo pensado por mí lo han pensado en su vocabulario los hombres juiciosos de todos los tiempos. La originalidad es el error y una especie de frivolidad. Todo lo discreto fue pensado ya una vez —dice Goethe—; sólo nos resta ensayar una expresión nueva y más precisa. ¡Las gentes que eso dicen son cimarronas! La retórica y la buena educación son las dos postreras convenciones, los dos últimos yugos culturales que quisieran arrojar para en dos zancadas volverse a la selva maternal y ponerse a pegar saltos al sol naciente como suelen en el junco los cinocéfalos. En suma, amigo; yo he venido aquí a aprender el arte de la política que, como todas las cosas del mundo que algo valen, no se da en estado nativo dentro de nadie, como no sea de los genios. Es menester aprender a andar por el hemiciclo y a dar las gracias cuando algún secretario benévolo nos envía unos caramelos, de los que dice mi amigo Luis de Zulueta que, sin ellos, la oposición sería mucho más impaciente y violenta. Todo, aun lo baladí, puede estar bien o mal hecho, y tiene, por lo tanto, su ciencia, su escuela, su noviciado. Quien viniera aquí sin previo estudio, fracasaría inútilmente. Llegaría ahíto de prejuicios provinciales y domésticos, hecho a no ver en el Parlamento sino una ocupada ociosidad a que se dedican unos cuantos hombres de no buen vivir.
—Pero ¿qué va usted a hacer sin una orientación, sin un programa? —interrumpí yo.
—¡Ah! Yo estoy también construyendo mi programa; pero no me contento, como es uso, demandando orientaciones a la economía, ciencia tan nueva; a la sociología, ciencia que no lo es: o a la historia, que aunque antigua y honrada, apenas si contiene la evolución de unas cuantas docenas de siglos. He preferido fijarme en la astronomía, que cuenta las centurias por horas y sabe de profundos cambios milenarios y de sorprendentes metamorfoseos.
Entonces fue cuando sacó del bolsillo un libro que me enseñó: Mars et ses canaux, ses conditions de vie, por Perceval Lowel.
—Aquí tiene usted una prueba del poder de transformar lo natural que es adhérente a toda inteligencia. La historia de Marte muestra la evolución de un planeta guerrero y conquistador en un planeta de pacífico regadío. ¿No es éste nuestro caso? Pues yo le contaré cómo vive de paz y de agua este globo en que antes no hubo paz y ahora no hay agua: aprendamos alta política de este noble planeta sediento.
El Imparcial, 25 julio 1910.
II
Este Perceval Lowel —prosiguió Rubín de Cendoya— es un hombre de imaginación. Yo admiro sobremanera a quien se halla provisto de imaginación a la moderna. Porque ha de advertirse un cambio profundo entre la antigua y la nueva manera de ejercitar la fantasía. El antiguo imaginario huía de la confrontación con las cosas reales; el moderno, por el contrario, se sume en el extremo realismo, busca una contención y un cauce a sus invenciones en las rígidas e inequívocas fisonomías de las cosas. Este es un carácter distintivo de los pueblos nuevos, y muy especialmente de los «yankees», el pueblo de mayor juventud. Edgar Poe, el genio más representativo de Norteamérica, no hizo otra cosa, y lo hizo con plena conciencia, como lo prueban sus Marginalia.
Lowel, asimismo, para poder imaginar con mayor energía, se dedicó a los estudios astronómicos, y, buscando una atmósfera propicia a las inquisiciones planetarias, se aisló en el desierto del Arizona y montó un Observatorio. Largos años hace que allí vive perescrutando la vida íntima de Marte, y ahora resume en un libro sus contemplaciones.
De ellas resulta que este planeta se halla habitado por una raza venturosa de pacíficos ingenieros. ¿No es esto prodigioso? Marte fue, en otro tiempo, el punto del firmamento escogido por los poetas y los sabios para localizar el espíritu guerrero. Mas «la guerra —dice Lowel— es entre nosotros un resto del alma salvaje, y seduce principalmente ahora a la porción infantil e irreflexiva del pueblo. Los sabios saben que hay otros modos de practicar el heroísmo y de asegurar la supervivencia de los mejores. Esto es el progreso. Pero séase pacífico por razonamiento o sin él, la evolución de la naturaleza nos fuerza a ello. Cuando los habitantes de un planeta se hayan combatido y muerto de una manera suficiente, los que sobrevivan encontrarán mayores ventajas en el trabajo solidario por el bien común. No podremos decir si el desarrollo del buen sentido o la presión de la necesidad ha traído a los marcianos hasta este estado eminentemente justo: lo cierto es que han llegado a él y que, de no llegar, habrían muerto».
¿Por qué? Muy sencillo. En Marte la atmósfera se ha ido enrareciendo —lo mismo que en España—, hasta el punto que no hay más agua que la que en invierno se congela en los casquetes polares. He aquí el hecho físico que ha cambiado los apetitos de los marcianos. ¡Cómo andarse a mover guerras gentes que se mueren de sed! De esta necesidad fisiológica elemental procede toda la evolución posterior de nuestros vecinos de sistema, y si entre ellos hay algún filósofo, no habrá dejado de construir una concepción hidráulica de la historia.
La tierra sitibunda se hizo estéril, y los marcianos, junto a la sed, hubieron hambre; debieron pasar siglos tristísimos, terribles, purificadores, espantosas jornadas de desesperanza. Mas el dolor hace a las gentes discretas. «Sobre un mundo —dice Lowel— donde las condiciones de la vida se hacen tan difíciles, los seres tienen que ser cada vez más inteligentes para poder sobrevivir, y la evolución se realiza en este sentido. El estado del planeta nos conduce, pues, a admitir en Marte una vida caracterizada por una alta inteligencia».
Efectivamente; los marcianos depusieron las arrogancias, descolgaron la valentía y se dedicaron a estudiar matemáticas. Los pueblos ecuatoriales tuvieron que firmar paz perpetua con los tropicales y éstos con los polares para que no interceptaran las aguas reunidas en los Polos. Y diéronse todos los seres la gran tregua del agua, aquella misma ley sagrada que obedecen en la selva, según Rudyard Kipling, los animales más fieros.
Comenzaron a abrirse canales por toda la redondez de la estrella, maravillosas venas científicas, portadoras de la sangre cristalina que había de infundir al planeta una nueva juventud. Al telescopio presenta Marte un enrejado complicadísimo de sutiles líneas prodigiosamente geométricas; el gran Schiapparelli las vio por vez primera en 1877. Estas líneas recorren centenares y aun miles de kilómetros en acertadísima combinación unas con otras.
En invierno Marte ostenta sus dos casquetes helados: la vida duerme en él entonces. La primavera llega y el astrónomo nota primero un borde azulado en la masa blanca de los Polos: se inicia el deshielo. Más tarde las líneas casi borradas de los canales van entrando en vigor y un suave matiz, entre verdoso y rojizo, va cubriendo los trópicos: es una ola de verdura exuberante, una textura magnífica de vegetación que comienza a cubrir el viejo planeta sediento, remendado por el ingenio.
¡Qué cantos no resonarán entonces! Porque no ha de faltar allí la música: donde hay arroyos, verdura y paz, el ritmo fructifica. Habrá canciones rituales al agua madre, que descenderá eternamente grácil por los magníficos estuarios; habrá una literatura que se inspirará en los altos canales henchidos de la primavera, y otra más elegiaca a los canales vacíos invernales. Habrá también una religión. ¿Cómo no? Melquiades Álvarez nos ha dicho en el salón de sesiones hace un momento que el planeta no puede vivir sin religión. Sin agua tampoco, ilustre D. Melquiades, habremos de decirle nosotros. En Marte hay la religión del agua, como en la Tierra la del espíritu que se movía sobre el agua.
Esta consideración astronómica de la historia permite llegar a grandes simplificaciones. La distancia realiza por sí misma lo que a la mente humana cuesta tanto lograr: reducir lo complejo a principios breves. Así vemos la vida de Marte derivándose toda de estos dos simples elementos: el agua y la vegetación.
¿Y no ha de sernos un ejemplo esta transformación radical de las ideas políticas que ha salvado a Marte? Este planeta ejercita hoy una política hidráulica y cereal. De bélico ha venido a convertirse en planeta eminentemente agrícola. Es un caso enorme de la ley que Spencer estatuía, según la cual los pueblos van pasando del estado guerrero al estado industrial. Castelar, desde el año 85, citaba esta ley en todos sus discursos y derivaba de ella lo que él llama su política experimental.
Según Lowel, «Marte no es hoy una morada desagradable». Esperemos que algún día pueda decirse otro tanto de España. Pero ¿cuándo se cumplirá la ley de Spencer? Acaso ni D. Gumersindo de Azcárate lo sepa, no obstante ser el último spenceriano que queda sobre la Tierra.
—Esta política astronómica parece una mixtificación —dije yo entonces, con un poco de brutalidad.
—Todo lo serio habrá de considerarse mixtificación por los seres frívolos que carecen de órganos táctiles para percibir la realidad de las cosas superiores. Mas en este caso, afortunadamente, tengo clásicos que apoyan mis afirmaciones y reconfortan mi convicción. Herder, el infinito Herder, padre de la moderna historiografía, comienza su libro diciendo que la filosofía de la historia humana tiene que comenzar con el cielo. Por otra parte, la doctrina más moderna sobre los métodos históricos sigue los principios de Ratzel, que dan a la reconstrucción del pasado una base antropogeográfica. «El influjo de la naturaleza sobre la historia —afirma Ratzel— da a ésta un profundo carácter telúrico. A primera vista depende una evolución histórica únicamente del suelo en que se realiza. Si profundizamos más le hallamos raíces adheridas a las propiedades fundamentales del planeta».
Acaso mi excursión marciana no sea inmediatamente aprovechable, pero significará, al menos, como un símbolo expresivo de que los pequeños problemas sólo pueden ser resueltos desde los grandes. Mientras hablamos aquí, ahí dentro se pretende resolver el problema español con puntos de vista verdaderamente simplicísimos. Frente a esto yo postulo una política ni municipal, ni regional, ni nacional, sino planetaria. Hay, amigo, que contar con el planeta, dentro del cual actúan fuerzas universales: los «monzones», soplando, han hecho por sí solos una décima parte de la historia, y los Alpes, inmóviles en el centro de Europa, impidieron a Roma operar sobre Alemania directamente.
El imparcial, 1 agosto 1910.