ADÁN EN EL PARAÍSO

1

¿QUÉ diría mi grande amigo Alcántara al sorprenderme en su huerto robando su fruta? Verdaderamente que cuando nos ponemos a hablar de lo que no entendemos, bien sentimos esa inquietud que muerde a quien entra sin permiso en la heredad ajena: la ley de propiedad que hollamos nos hiere las plantas de los pies y nuestras miradas buscan, tras de las bardas, al vigilante encargado de echarnos fuera. Pero Alcántara ama tanto la pintura que hasta le place si se habla torpemente de sus menesteres y se le falta al respeto. La falta de respeto es, al cabo, una forma de trato.

De todas suertes, no creo pernicioso que cada cual haga un intento honrado para orientarse en lo que desconoce. Yo trato de ponerme en claro a mí mismo el origen de aquellas emociones que se desprendieron de los cuadros de Zuloaga la primera vez que los vi: nada más. Allá los pintores dirán después qué haya de acertado en tales reflexiones, porque, en verdad, sólo ellos saben de pintura. El profano se coloca ante una obra de arte sin prejuicios: ésta es la postura de un orangután. Sin pre-juicios no cabe formarse juicios. En los pre-juicios, y sólo en ellos, hallamos los elementos para juzgar. Lógica, ética y estética son literalmente tres pre-juicios, merced a los cuales se mantiene el hombre a flote sobre la superficie de la zoología, y libertándose en el lacustre artificio se va labrando la cultura Ubérrimamente, racionalmente, sin intervención de místicas substancias ni otras revelaciones que la revelación positiva, sugerida al hombre de hoy por lo que el hombre de ayer hizo. Los pre-juicios iniciales de los padres producen una decantación de juicios que sirven de pre-juicios a la generación de los hijos, y así en denso crecimiento, en prieta solidaridad a lo largo de la historia. Sin esta condensación tradicional de pre-juicios no hay cultura.

Los pintores son herederos de la tradición plástica: reservémosles el derecho a juzgar de pintura mientras nosotros procuramos orientarnos hacia la adquisición de un prejuicio que organice nuestra sensibilidad de la luz, del color y de la forma. Querer, ante el San Mauricio del Greco, volver a la visión primitiva de las cosas, sería como ensayar vanamente una indigna postura de cinocéfalo.

Es característico de los cuadros de Zuloaga que, apenas nos ponemos a dialogar sobre ellos, nos hallamos complicados en esta cuestión: ¿Es así España o no es así? Ya no se habla, pues, de pintura: no se discute si a las manos o las teces de sus personajes corresponde una realidad fuera de sus cuadros. Esta cuestión de realismo plástico queda abandonada como un saco cuyo vientre ha derramado en torno rubias onzas. No cabe comprobación más exacta de que Zuloaga no concluye donde su pintura acaba; no agota su personalidad en su oficio. Más allá del métier, Zuloaga continúa intentando algo trascendente a líneas y colores, algo de cuya realidad se disputa. Nótese bien: primero nos hallamos con un plano de pinceladas en que se transcriben las cosas del mundo exterior; este plano del cuadro no es una creación, es una copia. Tras él vislumbramos como una vida estrictamente interior al cuadro: sobre esas pinceladas flota como un mundo de unidades ideales que se apoya en ellas y en ellas se infunde: esta energía interna del cuadro no está tomada de cosa alguna, nace en el cuadro, sólo en él vive, es el cuadro.

Hay, pues, pintores que pintan cosas, y pintores que, sirviéndose de cosas pintadas, crean cuadros. Lo que constituye este mundo de segundo plano, al cual llamamos cuadro, es algo puramente virtual: un cuadro se compone de cosas; lo que en él hay además, no es ya una cosa, es una unidad, elemento indiscutiblemente irreal, al cual no puede buscarse en la naturaleza nada congruo. La definición que obtenemos de cuadro es tal vez harto sutil: la unidad entre irnos trozos de pintura. Los trozos de pintura, mal que bien, podíamos sacarlos de la llamada realidad, copiándola, pero ¿y esa unidad de dónde viene? ¿Es un color, es una línea? El color y la línea son cosas; la unidad, no.

Pero ¿qué es una cosa? Un pedazo del universo; nada hay señero, nada hay solitario ni estanco. Cada cosa es un pedazo de otra mayor, hace referencia a las demás cosas, es lo que es merced a las limitaciones y confines que éstas le imponen. Cada cosa es una relación entre varias. Pintar bien una cosa no será, pues, según antes suponíamos, tan sencilla labor como copiarla: es preciso averiguar de antemano la fórmula de su relación con las demás, es decir, su significado, su valor.

La prueba de que las cosas no son sino valores, es obvia; tómese una cosa cualquiera, aplíquense a ella distintos sistemas de valoración, y se tendrán otras tantas cosas distintas en lugar de una sola. Compárese lo que es la tierra para un labriego y para un astrónomo: al labriego le basta con pisar la rojiza piel del planeta y arañarla con el arado; su tierra es un camino, unos surcos y una mies. El astrónomo necesita determinar exactamente el lugar que ocupa el globo en cada instante dentro de la enorme suposición del espacio sidéreo: el punto de vista de la exactitud le obliga a convertirla en una abstracción matemática, en un caso de la gravitación universal. El ejemplo podía continuarse indefinidamente.

No existe, por lo tanto, esa supuesta realidad inmutable y única con quien poder comparar los contenidos de las obras artísticas: hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama. Hay una realidad de todos los días formada por un sistema de relaciones laxas, aproximativas, vagas, que basta para los usos del vivir cotidiano. Hay una realidad científica forjada en un sistema de relaciones exactas, impuesto por la necesidad de exactitud. Ver y tocar las cosas no son, al cabo, sino maneras de pensarlas.

Imaginad a un pintor que mire las cosas desde el punto de vista cotidiano y trivial: pintará muestras. O desde el punto de vista científico: pintará esquemas para los libros de física. O desde el punto de vista histórico: pintará láminas para un manual. Ejemplo: Moreno Carbonero. No extrañe mi atrevimiento al citar nombres. Un crítico distinguidísimo, ante las Langas, se ha creído obligado a hacer afirmación parecida; según él —yo ni entro ni salgo—, buscando el cuadro en el cuadro de las Langas, halló sólo una página portentosa de historia de la cultura española.

Yo no sé nada de esto: yo ahora trato únicamente de orientarme hacia lo que deba llamarse pintor, artista pictórico.

Y según voy advirtiendo, el problema está en determinar —puesto que las cosas no son sino relaciones— qué género de relaciones serán las esencialmente pictóricas. Suponíamos al principio que es una gloria para Zuloaga el hecho de sorprendernos ante sus cuadros discutiendo de si España es o no es como él la pinta. Ahora la gloria parece equívoca. España es una idea general, un concepto histórico. El literato suele simpatizar con los cuadros que le incitan a mover el rebaño de sus pensamientos: el literato agradece siempre que se le facilite un artículo. ¿Pintará Zuloaga ideas generales? ¿Ese mundo interior de sus cuadros que le eleva sobre los meros copistas, habrá sido construido mediante un sistema de relaciones sociológicas? La duda es grave; un cuadro que se traduce directamente en formas literarias o ideológicas no es un cuadro, es una alegoría. La alegoría no es un arte independiente y serio, sino un juego, en el cual nos satisfacemos diciendo de una manera indirecta lo que podría decirse muy bien, y aun mejor, de otras varias maneras.

No, en el arte no hay juego: no hay tomarlo o dejarlo. Cada arte es necesario; consiste en expresar por él lo que la humanidad no ha podido ni podrá jamás expresar de otra manera. La crítica literaria ha desorientado siempre a los pintores, sobre todo desde que Diderot creó el género híbrido de literato-crítico de arte, como si la facilidad para trasvasar el contenido de una obra estética a otro tipo de formas expresivas no fuera la acusación más grave contra ella.

Entre el arte de copiar que posee Zuloaga y su capacidad sociológica, ¿quedará espacio para un pintor? ¿Nos servirá como ejemplo de artista plástico?

Sabemos ya que la unidad trascendente que organice el cuadro no ha de ser filosófica, matemática, mística ni histórica, sino pura y simplemente pictórica. Cuando nos quejamos de la falta de trascendencia que aqueja a los pintores, claro está que no pedimos a sus lienzos convertirse en luminosos tratados de metafísica.

2

Con un vago propósito de buscar una fórmula que defina el ideal de la pintura, escribí el primer artículo, titulado Adán en el Paraíso. Yo no sé bien por qué le llamé así; al cabo del artículo me hallaba perdido en esta selva oscura del arte, donde sólo han visto claro los ciegos como Homero. En mi confusión me acogí al recuerdo de una antigua amistad: el doctor Vulpius, alemán, profesor de Filosofía. Muchas veces —pensé— me habló este hombre, sutil y metafísico, de arte; solíamos pasear todas las tardes por el jardín zoológico de Leipzig, solitario, húmedo, cubierto de césped verdinegro y plantado de altos árboles oscuros. De cuando en cuando las águilas daban un gran grito legionario e imperial; el «Wapiti», o ciervo del Canadá, mugía añorando las largas praderas frías, y no era raro que alguna pareja de patos se persiguiera sobre las aguas con lasciva algarabía, siendo escándalo al honesto pueblo de los animales mayores y más recatados.

Eran horas profundas y morosas: el doctor Vulpius no hablaba sino de estética, y me anunciaba su viaje a España. Según él, la estética definitiva tiene que salir de nuestro país. La ciencia moderna es de origen italo-francés; los alemanes crearon la ética, se justificaron por la gracia; los ingleses, por la política; a los españoles nos toca la justificación por la estética. Así me decía a vueltas de muchos párrafos, mientras con lentitud desesperante un criado del jardín limaba al elefante el callo de la frente. El elefante es pensador.

Pedí a mi amigo que escribiera algo capaz de justificar el título de mi primer artículo. Lo que me ha enviado es largo y demasiado «técnico», o como decimos nosotros cuando de una cosa no nos interesa ni siquiera la superficie: demasiado profundo. Sin embargo, yo invito al lector preocupado de las cuestiones artísticas a que lea lo que sigue y lo medite algunos minutos.

3

Los aficionados al arte suelen sentir desvío por la estética. Este es un fenómeno que tiene fácil explicación. La estética intenta domesticar el lomo rotundo e inquieto de Pegaso; pretende encajar en la cuadrícula de los conceptos la plétora inagotable de la sustancia artística. La estética es la cuadratura del círculo; por consiguiente, una operación bastante melancólica.

No hay manera de aprisionar en un concepto la emoción de lo bello que se escapa por las junturas, fluye, se liberta como los espíritus inferiores a quienes el cultivador de la magia negra intentaba en vano dar caza para encerrarlos tras de las panzas de las redomas. En estética siempre se le olvida a uno algo después de cerrar penosamente el baúl, y es menester volverlo a abrir y volverlo a cerrar y, al cabo, comenzar de nuevo. Con una peculiaridad: eso que habíamos olvidado es siempre lo principal.

De aquí que frente a la obra de arte no satisfaga nunca la observación estética. Esta se presenta tímida, torpe, servil, como perteneciendo a un mundo inferior donde todo es más trivial y sórdido. Conviene tener en cuenta esto siempre que se piensa sobre el arte. El arte es el reino del sentimiento, y dentro de la constitución de ese reino, el pensamiento sólo puede habitar a lo plebeyo y vulgar, sólo puede representar la vulgaridad. En ciencia y en moral el concepto es soberano: es él la ley, construye él las cosas. En el arte, su papel es meramente de guía, de orientador, como esas manos ridículas que el Municipio hace pintar a la entrada de los pueblos españoles, y bajo las cuales se lee: «Por aquí se va al fielato».

Así se explica el desdén que los aficionados al arte sienten por la estética; les parece filistea, formalista, anodina, sin jugo ni fecundidad; quisieran ellos que fuera aún más bella que el cuadro o la poesía. Mas para quien tiene conciencia de lo que significa una orientación exacta en asuntos como éste, la estética vale tanto como la obra de arte.

4

Para orientarse en el sentido de un arte conviene decidir su tema ideal. Cada arte nace por diferenciación de la necesidad radical de expresión que hay en el hombre, que es el hombre. Del mismo modo los sentidos del animal son canales particulares que se ha ido abriendo al través de la materia homogénea una sensibilidad radical: el tacto. Y no fue el nervio ocular y los bastoncitos terminales del aparato visual quienes produjeron la primera visión: fue la necesidad de ver, la visión misma, quien creó su instrumento. Un mundo de posibles luminosidades reventaba como un clavel dentro del animal primitivo, y ese mundo excesivo, que no podía de un golpe ser gustado, se abrió un camino, una senda, por los tejidos carnosos, un cauce de liberación ordenada hacia fuera, hacia el espacio, donde logró distribuirse ampliamente.

Dicho de otro modo: la función crea el órgano[66]. ¿Y la función quién la crea? La necesidad. ¿Y la necesidad? El problema.

El hombre lleva dentro de sí un problema heroico, trágico: cuanto hace, sus actividades todas, no son sino funciones de ese problema, pasos que da para resolver ese problema. Es éste de tal calibre, que no hay manera de darle batalla campal: siguiendo la máxima divide et impera, el hombre lo secciona y lo va resolviendo por partes y estadios. La ciencia es la solución del primer estadio del problema; la moral es la solución del segundo. El arte es el ensayo para resolver el último rincón del problema.

Tenemos, por tanto, para nuestro asunto, que indicar en qué consiste el problema humano, del cual, como de un foco virtual, se derivan todos los actos del hombre, y luego, mostrando qué de ese problema queda en vías de solución por la ciencia y por la moral, obtendremos el problema puro y genuino del arte.

Las artes son sensorios nobles, por medio de los cuales se expresa a sí mismo el hombre lo que no puede alcanzar fórmula de otra manera. Como veremos, es característico del problema propio al arte ser insoluble. Ya que insoluble, el hombre intenta abarcarlo separando sus diversos aspectos, y cada arte particular es la expresión de un aspecto genuino del problema general.

Cada arte, pues, responde a un aspecto radical de lo más íntimo e irreductible que encierra en sí el hombre. Y ese aspecto no será, por consiguiente, sino el tema de ideal cada una.

La historia de un arte es la serie de ensayos para expresar ese tema ideal que justifica su diferenciación de las otras artes: es la trayectoria que recorre como una alada flecha, para allá, al fin de los tiempos, clavarse en su meta. Y este punto en el infinito marca la dirección, el sentido, el ser de cada arte.

5

Percatarse de una cosa no es conocerla, sino meramente darse cuenta de que ante nosotros se presenta algo. Una mancha oscura, a lo lejos, en el horizonte, ¿qué será? ¿Será un hombre, un árbol, la torre de una iglesia? No lo sabemos: la mancha oscura aguarda, aspira a que la determinemos: delante de nosotros tenemos, no una cosa, sino un problema. Digerimos y no sabemos qué es la digestión; amamos y no sabemos qué es el amor.

Las piedras, los animales viven: son vida. El animal se mueve, al parecer, por propio impulso; siente dolor, desarrolla sus miembros: él es esta su vida. La piedra yace sumida en un eterno sopor, en un sueño denso que pesa sobre la tierra: su inercia es su vida, es ella. Pero ni la piedra ni el animal se percatan de que viven.

Un día de entre los días, como dicen los cuentos árabes, allá, en el Jardín de Edén —que, según el profesor Delitzsch, de Berlín, es su libro ¿Dónde se hallaba el Paraíso?, cae por Padam-Aram, conforme se va del Tigris al Éufrates—, un día, pues, dijo Dios: «Hagamos el hombre a nuestra imagen». El suceso fue de enorme trascendencia: el hombre nació y súbitamente sonaron sones y ruidos inmensos a lo ancho del universo, iluminaron luces los ámbitos, se llenó el mundo de olores y sabores, de alegrías y sufrimientos. En una palabra, cuando nació el hombre, cuando empezó a vivir, comenzó asimismo la vida universal.

Dios, con efecto, no es sino el nombre que damos a la capacidad de hacerse cargo de las cosas. Si Dios, por tanto, creó al hombre a su semejanza, quiere decirse que creó en él la primera capacidad para darse cuenta que hasta entonces fuera de Dios existiera. Pero el texto venerable dice a su imagen solamente: luego la capacidad que fue donada al hombre no coincidía exactamente con la divina original, era una aproximación a la clarividencia de Dios, una sabiduría degradada y falta de peso, un algo así como. Entre la capacidad de Dios y la del hombre mediaba la misma distancia que entre darse cuenta de una cosa y darse cuenta de un problema, entre percatarse y saber.

Cuando Adán apareció en el Paraíso, como un árbol nuevo, comenzó a existir esto que llamamos vida. Adán fue el primer ser que, viviendo, se sintió vivir. Para Adán la vida existe como un problema.

¿Qué es, pues, Adán, con la verdura del Paraíso en torno, circundado de animales; allá, a lo lejos, los ríos con sus peces inquietos, y más allá los montes de vientres putrefactos, y luego los mares y otras tierras, y la Tierra y los mundos?

Adán en el Paraíso es la pura y simple vida, es el débil soporte del problema infinito de la vida.

La gravitación universal, el universal dolor, la materia inorgánica, las series orgánicas, la historia entera del hombre, sus ansias, sus exultaciones, Nínive y Atenas, Platón y Kant, Cleopatra y Don Juan, lo corporal y lo espiritual, lo momentáneo y lo eterno y lo que dura…, todo gravitando sobre el fruto rojo, súbitamente maduro del corazón de Adán. ¿Se comprende todo lo que significa la sístole y diástole de aquella menudencia, todas esas cosas inagotables, todo eso que expresamos con una palabra de contornos infinitos, VIDA, concretado, condensado en cada una de sus pulsaciones? El corazón de Adán, centro del universo, es decir, el universo íntegro en el corazón de Adán, como un licor hirviente en una copa.

Esto es el hombre: el problema de la vida.

6

El hombre es el problema de la vida.

Todas las cosas viven. ¿Cómo —se nos dirá— va usted a restaurar las místicas visiones de la filosofía de la Naturaleza? Fechner quería que los planetas fueran irnos seres vivos dotados de instintos y de una poderosa sentimentalidad, como enormes rinocerontes astronómicos que rodaban en sus órbitas conmovidos por formidables pasiones sidéreas. Fourier, el charlatán Fourier, concedía a los cuerpos celestes una vida peculiar, que él llama arómala y la atracción universal era, según él, no más que la expresión matemática de las relaciones amorosas habidas perpetuamente entre los astros, que andan cambiándose aromas como novios cósmicos. ¿Será algo parecido lo que yo quiero decir al decir que todas las cosas viven? ¿Vamos a arregostarnos de nuevo en el misticismo?

Nada menos místico que lo que yo quiero decir: todas las cosas viven.

La ciencia parece reducir el significado de la palabra vida a una disciplina particular: la biología. Según esto, la matemática, la física, la química, no se ocupan de la vida, y habría seres vivos —los animales— y seres que no viven —las piedras.

Por otro lado, los fisiólogos, al querer definir la vida mediante atributos puramente biológicos, se pierden siempre, y aún no han logrado una definición que se tenga en pie.

Frente a todo esto, opongo un concepto de vida más general, pero más metódico.

La vida de una cosa es su ser. ¿Y qué es el ser de una cosa? Un ejemplo nos lo aclarará. El sistema planetario no es un sistema de cosas, en este caso de planetas: antes de idearse el sistema planetario no había planetas. Es un sistema de movimientos; por tanto, de relaciones: el ser de cada planeta es determinado, dentro de este conjunto de relaciones, como determinamos un punto en una cuadrícula. Sin los demás planetas, pues, no es posible el planeta Tierra, y viceversa; cada elemento del sistema necesita de todos los demás: es la relación mutua entre los otros. Según esto, la esencia de cada cosa se resuelve en puras relaciones.

No otro es el sentido más hondo de la evolución en el pensamiento humano desde el Renacimiento acá: disolución de la categoría de sustancia en la categoría de relación. Y como la relación no es una res, sino una idea, la filosofía moderna se llama idealismo, y la medieval, que empieza en Aristóteles, realismo. La raza aria pura segrega idealismo: así Platón, así aquel indio que escribe en su purana: «Cuando el hombre pone en el suelo la planta, pisa siempre cien senderos». Cada cosa una encrucijada: su vida, su ser es el conjunto de relaciones, de mutuas influencias en que se hallan todas las demás. Una piedra al borde de un camino necesita para existir del resto del Universo[67].

La ciencia se afana por descubrir ese ser inagotable que constituye la vitalidad de cada cosa. Pero el método que emplea compra la exactitud a costa de no lograr nunca del todo su empeño. La ciencia nos ofrece sólo leyes, es decir, afirmaciones sobre lo que las cosas son en general, sobre lo que tienen de común unas con otras, sobre aquellas relaciones entre ellas que son idénticas para todas o casi todas. La ley de la caída de los graves expresa lo que es el cuerpo, la relación general según la cual se mueve todo cuerpo. Pero ¿y este cuerpo concreto qué es? ¿Qué es esta piedra venerable del Guadarrama? Para la ciencia esta piedra es un caso particular de una ley general. La ciencia convierte cada cosa en un caso, es decir, en aquello que es común a esta cosa con otras muchas. Esto es lo que se llama abstracción: la vida descubierta por la ciencia es una vida abstracta, mientras, por definición, lo vital es lo concreto, lo incomparable, lo único. La vida es lo individual.

Las cosas son casos para la ciencia: así queda resuelto el primer estadio del problema de la vida. Ahora es menester que las cosas sean algo más que cosas. Napoleón no es sólo un hombre, un caso particular de la especie humana: es este hombre iónico, este individuo. Y la piedra de Guadarrama es distinta de otra piedra químicamente idéntica que yaciera sobre los Alpes.

7

La ciencia divide el problema de la vida en dos grandes provincias, que no comunican entre sí: la naturaleza y el espíritu. Así se han formado los dos linajes de ciencias: las naturales y las morales, que investigan las formas de la vida material y de la vida psíquica.

En el espíritu se ve más claramente que en la materia cómo el ser, la vida, no es sino un conjunto de relaciones. En el espíritu no hay cosas, sino estados. Un estado de espíritu no es sino la relación entre un estado anterior y otro posterior. No hay, por ejemplo, una tristeza absoluta, una cosa «tristeza». Si antes sentía yo inmensa alegría, y ahora los motivos de alegría, aunque grandes, son menores, me sentiré triste. La tristeza y la alegría florecen una de otra, son estados diversos de una misma cosa fisiológica, la cual, a su vez, es un estado de la materia o un modo de la energía.

Las ciencias morales, empero, están sometidas también al método de abstracción: describen la tristeza en general. Pero la tristeza en general no es triste. Lo triste, lo horriblemente triste, es esta tristeza que yo siento en este instante. La tristeza en cuanto vida, y no en cuanto idea general, es también algo concreto, único, individual.

8

Cada cosa concreta está constituida por una suma infinita de relaciones. Las ciencias proceden discursivamente, buscan una a una esas relaciones, y, por lo tanto, necesitarán un tiempo infinito para fijar todas ellas. Esta es la tragedia original de la ciencia: trabajar para un resultado que nunca logrará plenamente.

De la tragedia de la ciencia nace el arte. Cuando los métodos científicos nos abandonan, comienzan los métodos artísticos. Y si llamamos al científico método de abstracción y generalización, llamaremos al del arte método de individualización y concretación.

No se diga, pues, que el arte copia a la naturaleza. ¿Dónde está esa naturaleza ejemplar fuera de los libros de física? Lo natural es lo que acaece conforme a las leyes físicas, que son generalizaciones, y el problema del arte es lo vital, lo concreto, lo único en cuanto único, concreto y vital.

Es la naturaleza el reino de lo estable, de lo permanente; es la vida, por el contrario, lo absolutamente pasajero. De aquí que el mundo natural, producto de la ciencia, sea elaborado mediante generalizaciones, al paso que este nuevo mundo de la pura vitalidad, para construir el cual nació el arte, haya que crearlo mediante la individualización.

La naturaleza, entendida así como naturaleza conocida por nosotros, no nos presenta nada individual: el individuo es sólo un problema insoluble para los medios naturalistas, y han resultado vanos cuantos intentos han realizado los biólogos para definirlo. No sabemos quién es Napoleón, en cuanto tal individuo, mientras no reconstruya su individualidad algún biógrafo profundo. Ahora bien, la biografía es un género poético. Las piedras del Guadarrama no adquieren su peculiaridad, su nombre y ser propio en la mineralogía, donde sólo aparecen formando con otras piedras idénticas una clase, sino en los cuadros de Velázquez.

9

Hemos visto que un individuo, sea cosa o persona, es el resultado del resto total del mundo: es la totalidad de las relaciones. En el nacimiento de una brizna de hierba colabora todo el universo.

¿Se advierte la inmensidad de la tarea que toma el arte sobre sí? ¿Cómo poner de manifiesto la totalidad de relaciones que constituye la vida más simple, la de este árbol, la de esta piedra, la de este hombre?

De un modo real es esto imposible; precisamente por esto es el arte ante todo artificio: tiene que crear un mundo virtual. La infinidad de relaciones es inasequible; el arte busca y produce una totalidad ficticia, una como infinitud. Esto es lo que el lector habrá experimentado cien veces ante un cuadro ilustre o una novela clásica; nos parece que la emoción recibida nos abre perspectivas infinitas e infinitamente claras y precisas sobre el problema de la vida. El Quijote, por ejemplo, deja en nosotros, como poso divino, una revelación súbita y espontánea que nos permite ver sin trabajo, de una sola ojeada, una anchísima ordenación de todas las cosas: diríase que de pronto, sin previo aprendizaje, hemos sido elevados a una intuición superior a la humana.

Por consiguiente, lo que debe proponerse todo artista es la ficción de la totalidad; ya que no podemos tener todas y cada una de las cosas, logremos siquiera la forma de la totalidad. La materialidad de la vida de cada cosa es inabordable; poseamos, al menos, la forma de la vida.

10

La ciencia rompe la unidad de la vida en dos mundos: naturaleza y espíritu. Al buscar el arte la forma de la totalidad tiene que fundir nuevamente esas dos caras de lo vital. Nada hay que sea sólo materia, la materia misma es una idea; nada hay que sea sólo espíritu, el sentimiento más delicado es una vibración nerviosa.

Para realizar esta función tiene el arte que partir de uno de esos mundos, y desde él dirigirse hacia el otro. Este es el origen de las varias artes. Si vamos de la naturaleza al espíritu, si partiendo de figuras espaciales, buscamos lo emocional, el arte es plástico: pintura. Si de lo emocional, de lo afectivo que fluye en el tiempo aspiramos a lo plástico, a las formas naturales, el arte es espiritual: poesía y música. Al cabo, cada arte es tanto lo uno como lo otro; pero su esfuerzo, su organización, están condicionados por el punto de partida.

11

Cézanne, probablemente, no pintó bien nunca: faltábanle las dotes físicas del pintor. Sin embargo, nadie entre los contemporáneos ha visto con tanta profundidad el sentido radical de la pintura ni se ha puesto tan claramente sus problemas sustanciales. En esto no hay paradoja: un hombre manco de ambos brazos, imposibilitado de coger los pinceles, puede abrigar en su pecho una emotividad pictórica de primer orden.

Cézanne solía tener en los labios una palabra de enorme trascendencia estética: realizar. Según él, esta palabra encierra el alfa y omega de la función del artista. Realizar, es decir, convertir en cosa lo que por sí mismo no lo es.

El arte padece desde hace tiempo grave desorientación por el empleo confuso a que se someten estos dos vocablos inocentes: realismo e idealismo. Comúnmente se entiende por realismo —de res— la copia o ficción de una cosa; la realidad, pues, corresponde a lo copiado; la ilusión, lo fingido, a la obra de arte.

Pero nosotros sabemos ya a qué atenernos frente a esa presunta realidad de las cosas; sabemos que una cosa no es lo que vemos con los ojos: cada par de ojos ve una cosa distinta y a veces en un mismo hombre ambas pupilas se contradicen.

Hemos asimismo notado que para producir una cosa, una res, forzosamente necesitamos de todas las demás. Realizar, por tanto, no será copiar una cosa, sino copiar la totalidad de las cosas, y puesto que esa totalidad no existe sino como idea en nuestra conciencia, el verdadero realista copia sólo una idea: desde este punto de vista no habría inconveniente en llamar al realismo más exactamente idealismo.

Pero la palabra idealismo padece también falsas interpretaciones: de ordinario, idealista es quien se comporta ante los usos prácticos de la vida con yo no sé qué estúpida vaguedad y ceguera; es el que trata de introducir en el clima ambiente proyectos adecuados a otros climas, el que camina dormido por el mundo. Suele decírsele también romántico e iluso. Yo le llamaría imbécil.

Históricamente, la palabra idea procede de Platón. Y Platón llamó ideas a los conceptos matemáticos. Y los llamó así pura y exclusivamente porque son como instrumentos mentales que sirven para construir las cosas concretas. Sin los números, sin el más y el menos, que son ideas, esas supuestas realidades sensibles que llamamos cosas no existirían para nosotros. De suerte que es esencial a una idea su aplicación a lo concreto, su aptitud a ser realizada. El verdadero idealista no copia, pues, las ingenuas vaguedades que cruzan su cerebro, sino que se hunde ardientemente en el caos de las supuestas realidades y busca entre ellas un principio de orientación para dominarlas, para apoderarse fortísimamente de la res, de las cosas, que son su única preocupación y su única musa. El idealismo verdaderamente habría de llamarse realismo.

12

Cézanne, pintor, no dice nada distinto de lo que yo, estético, digo con palabras más técnicas. Cézanne: arte es realización. Yo: arte es individualización. Las cosas, las res, son individuos.

La realidad es la realidad del cuadro, no la de la cosa copiada. El modelo del Greco, para el retrato del Hombre con la mano al pecho fue un pobre ser que no logró individualizarse, realizarse a sí mismo, y se ha sumido en esa forma general que denominamos toledano del siglo XVII. El Greco fue quien, en su cuadro, lo individualizó, lo concretó, lo realizó para toda la eternidad. El Greco dio en el lienzo la última pincelada, y desde entonces una de las cosas más reales del mundo, de las cosas más cosas, es el Hombre con la mano al pecho.

¡Y esto es así, precisamente porque el Greco no copió todos y cada uno de los rayos luminosos que del modelo llegaban a su retina!

La realidad ingenua es, para el arte, puro material, puro elemento. El arte tiene que desarticular la naturaleza para articular la forma estética. Pintura no es naturalismo —sea impresionismo, luminosismo, etc.—; naturalismo es técnica, instrumento de la pintura. El medio de expresión de ésta no se reduce a los colores: el natural, el modelo, el asunto, las cosas, en una palabra, no son fines o aspiraciones de la pintura, sino medios simplemente, material, como el pincel y el aceite.

13

Lo importante es la articulación de ese material: esa articulación es una en la ciencia y otra en el arte. Dentro del arte, es una en la pintura y otra en la poesía.

La pintura interpreta el problema de la vida, tomando como punto de partida los elementos espaciales, las figuras. Aquella forma de la vida, aquella infinita totalidad de relaciones necesarias para constituir la simple vida de una piedra, se llama, en pintura, espacio. El pintor crea bajo su pincel una cosa, organizando un sistema de relaciones espaciales y dándole puesto en él; entonces aquella cosa comienza a vivir para nosotros.

El espacio es el medio de la coexistencia: si a un mismo tiempo existen varias cosas, débese al espacio. De aquí que cada pincelada en un cuadro tenga que ser el logaritmo de todas las demás; de aquí que un cuadro es tanto más perfecto cuanto más referencias haga cada centímetro cuadrado del lienzo al resto de él. Es la condición de la coexistencia, la cual no se reduce a un mero yacer una cosa junto a otra. La Tierra coexiste con el Sol, porque sin la Tierra el Sol se desbarataría, y viceversa: coexistir es convivir, vivir una cosa de otra, apoyarse mutuamente, conllevarse, tolerarse, alimentarse, fecundarse y potenciarse.

Es menester, pues, que el cuadro se halle presente y activo en cada una de sus porciones; el arte es síntesis merced a este poder particular y extraño de hacer que cada cosa penetre a las demás y en ellas perdure.

La construcción de la coexistencia, del espacio, necesita de un instrumento unitivo, de un elemento susceptible de diversificarse en innúmeras cualidades, sin dejar de ser uno y el mismo. Esta materia soberana de la pintura es la luz.

El pintor crea la vida con la luz, como Jehová al comienzo de la génesis. No se olvide que a cada creación particular, según el libro, Dios vio que era buena. Se imagina al Hacedor retirándose y entornando los ojos para obtener una visión más enérgica, más objetiva e impersonal de su obra: gesto de pintor.

La pintura es la categoría de la luz.

14

Lo dicho anteriormente aparecerá más fecundo si comparamos la pintura con otro arte: la novela, por ejemplo.

La novela es un género poético, cuyas épocas de germinación, progreso y expansión corresponden exactamente a análogos estadios de la evolución pictórica. Pintura y novela son artes románticos, modernos, nuestros. Maduraron como frutas del Renacimiento, es decir, como expresiones del problema del individuo, característico del Renacimiento.

En los siglos XV y XVI se descubre el interior del hombre, el mundo subjetivo, lo psicológico. Frente al mundo de las cosas fijas, firmemente asentadas en el espacio, surge el mundo fugaz de las emociones, esencialmente inquieto, fluyente en el tiempo. Este reino vital de los afectos halló, al punto, su expresión estética: la novela.

La sustancia última de la novela es la emoción: las novelas no están ahí para otra cosa que para revelarnos las pasiones de los hombres, no en sus manifestaciones activas y plásticas, no en sus acciones —para esto basta el poema épico—, sino en su origen espiritual, como contenidos nacientes del espíritu. Si la novela describe los actos de los personajes y aun el paisaje que les rodea, es sólo para explicar y posibilitar la sugestión directa de los afectos interiores a las almas.

Pero la vida de nuestro espíritu es sucesiva, y el arte que la expresa teje sus materiales en la apariencia fluida del tiempo. La convivencia de las almas se verifica sucesivamente: unas vierten en otras su contenido más íntimo, y de éstas pasa a otras nuevas: así se ponen en relación unos corazones con otros. Por eso, el principio unitivo que emplea este arte temporal es el diálogo.

En la novela el diálogo es esencial, como en la pintura la luz. La novela es la categoría del diálogo.

Recorra el lector la historia de la novela: en la Grecia clásica sólo existen narraciones de viajes, lo que llamaban teratologías. Si queremos buscar algo verdaderamente helénico donde pueda hallarse en germinación la novela, sólo encontramos los diálogos platónicos, y en cierto modo la comedia. En contraposición a la épica, la novela se refiere a la actualidad; la narración para el griego había de proyectar siempre sus temas sobre el fondo matriz de las viejas edades místicas: la narración es leyenda. Sólo una cosa hallaron digna de ser descrita como actual: la conversación, el cambio de afectos de hombre a hombre.

La novela acaba de nacer en España; La Celestina es el último ensayo, el último esfuerzo de orientación para fijar el género. Cervantes, en el Quijote; además de otros tremendos donativos, ofrece a la humanidad un nuevo género literario. Ahora bien: el Quijote es un conjunto de diálogos. Tal vez esto dio motivo a discusiones entre los retóricos y gramáticos de su tiempo; certifique quien sepa de estas materias si puede referirse a algo parecido lo que Avellaneda dice al comienzo de su prólogo: «Como casi es comedia toda la Historia de Don Quijote de la Mancha…»

La luz es el instrumento de articulación en la pintura, su fuerza viva. Esto mismo es, en la novela, el diálogo.

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Creo que lo antedicho nos servirá para distinguir claramente entre lo que cada arte está llamado a expresar y los medios que emplea para la expresión; en una palabra, entre el tema ideal y la técnica.

La vitalidad en su forma espacial se nos ofrecía como aspiración radical de la pintura; la luz, como un instrumento genérico.

En todo arte es importante esta distinción entre la técnica y la finalidad estética, pero en pintura mucho más. Una advertencia vulgarísima nos explicará el porqué.

Si tomando en su conjunto de un lado la historia de la pintura y de otro la de la literatura, comparamos el número de obras reconocidas como admirables por los críticos de uno y otro arte, nos hallamos con un hecho bruto que merece alguna justificación, si no ha de quedar incomprensible. A saber: el desequilibrio excesivo entre la abundancia de aciertos pictóricos del hombre y la exigüidad de sus aciertos literarios. Resulta que la humanidad ha ejecutado muchos más cuadros bellos que compuesto obras poéticas fuertes.

Yo me resisto a creer que haya sido así. Unos u otros, críticos de pintura o críticos literarios, se han equivocado, y, a mi entender, el error corresponde en este caso a los más benévolos. La crítica pictórica se ha excedido en la alabanza, seducida por una confusión entre el valor estético y el acierto técnico.

En pintura la técnica es sumamente compleja y sabia: el mecanismo productor de un cuadro es, si se compara con el instrumento literario —el idioma—, mucho menos espontáneo, más remoto de los medios naturales que emplea el hombre en los usos cotidianos del vivir. De otro modo: entre el Quijote y una conversación vulgar hay mucha menos distancia de complejidad técnica que entre un dibujo de Rembrandt y las líneas que una mano ingenua pueda trazar sobre un papel para fijar la impresión de una fisonomía o de un paisaje. Merced a esto, en pintura la técnica ha llegado a sustantivarse, a levantarse con la exigencia de que se le otorguen los honores de contenido artístico, siendo como es mero material. ¿Cuántos cuadros esencialmente antiestéticos no viven en la loa de la historia del arte por pura virtud y gracia de su técnica paciente, erudita, tenaz? Si fuéramos a revisar las glorias de la pintura con perentorias demandas de puro arte sustancial, todo el piso bajo de ella —el retrato— quedaría fuera de nuestra admiración, sin más excepciones que las de aquellos retratos que no lo fueran realmente, sino verdaderas composiciones, cuadros completos. Según todas las probabilidades, había de ocurrimos lo propio con el paisaje y con el cuadro de historia, que suele ocultar, bajo la pompa cromática de los trajes, una triste mendicidad pictórica.

¿Será esto decir que el pintor haya de desentenderse de preocupaciones técnicas? Claro está que no; primero habrá que pintar de la mejor manera del mundo. Sólo quisiera dar a entender que después de pintar admirablemente, el pintor debe comenzar a hacerse artista. En la crítica momentánea es necesario conceder al punto de vista técnico la suprema instancia del juicio, porque esa crítica, más que un fin estimativo, tiene un sentido pedagógico; pero mirando los planos enormes de la historia toda de un arte, ¿qué quiere decir el bien pintado de unas manos o la caprichosidad de una línea?

Dentro del sentido que llevan estos párrafos aparece desde luego como mucho más importante determinar qué debe pintarse: el cómo deba pintarse es cuestión secundaria, adjetiva, empírica, que acudirán a contestar con respuestas divergentes cien escuelas y mil pintores.

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Una consecuencia sacamos, sin embargo: puesto que se pinta con la luz y en la luz, la pintura no tiene para qué pintar la luz. Vaya esta como crítica de todo luminismo que eleva el medio artístico a fin pictórico.

Llegamos, después de hartos rodeos, a la conclusión de nuestro razonamiento, a la fórmula que nos exprese cuál es el tema ideal de la obra pictórica. ¿Qué ha de pintarse?

Hemos visto que no han de pintarse ideas generales. Un cuadro no puede ser un trampolín que nos lance súbitamente a una filosofía. Por muy buena que sea, la filosofía que un cuadro pueda ofrecernos es forzosamente mala. La filosofía tiene su expresión propia, su técnica propia, condensada en la terminología científica, y aun ésta le viene muy escasa. El mejor cuadro es siempre un mal silogismo.

El cuadro ha de ser en toda su profundidad, pintura; las ideas que nos sugiera han de ser colores, formas, luz; lo pintado ha de ser Vida.

Y ahora tráigase a la memoria cuanto he dicho para dar a este pobre concepto de Vida fluidez estética. Vida es cambio de sustancias; por tanto, con-vivir, coexistir, tramarse en una red sutilísima de relaciones, apoyarse lo uno en lo otro, alimentarse mutuamente, conllevarse, potenciarse.

Pintar algo en un cuadro es dotarlo de condiciones de vida eterna.

Imaginaos delante de una obra a la moda. Sus figuras incitan nuestra fantasía al movimiento, nos conmueven, viven para nosotros. Pasan cincuenta años y aquellas figuras, ante las pupilas de nuestros hijos, permanecen mudas, quietas, muertas. ¿Por qué han muerto ahora? ¿De qué vivían antes? De nosotros, de nuestra sentimentalidad momentánea, periférica, pasajera. Aquellas figuras románticas se alimentaron de nuestro romanticismo: yerto éste, se murieron de hambre y sed. El arte a la moda es fugaz por esto: vive del espectador, ser efímero, que cambia a poco, condicionado por la época, por el día, por la hora. El arte clásico no cuenta con el espectador: por eso nos es más difícil llegarnos íntimamente a él.

El pintor excelso ha puesto siempre en su cuadro no sólo las cosas que quiso o le convino copiar, sino un mundo inagotable de alimentos para que esas cosas pudieran perdurar en la vida eterna, en perpetuo cambio de sustancias. La conquista de lo que se ha llamado «aire», «ambiente», es un caso .particular de esa exigencia incalculable.

Los egipcios miraban la muerte como una manera de la vida, como una existencia virtual de los seres más allá de lo visible. Por eso, para facilitarles esa nueva vida convertían los cadáveres en momias y encerraban con ellos en las mastabas toda suerte de alimentos.

Esto ha de pintar el pintor: las condiciones perpetuas de vitalidad. Esto han hecho todos los pinceles heroicos.

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En el hombre la vida se duplica: sus gestos, sus miembros, son a un tiempo vida espacial y signos de vida afectiva. La pintura se integra en el cuerpo humano; al través de él penetra en su dominio, bajo el imperio de la luz, todo lo que no es inmediatamente espacio: las pasiones, la historia, la cultura.

El tema ideal de la pintura es, en consecuencia, el hombre en la naturaleza. No este hombre histórico, no aquel otro: el hombre, el problema del hombre como habitante del planeta. Reducir este problema a un tipo nacional, por ejemplo, es rebajarlo a las proporciones de una anécdota.

¿Será, pues, una extravagancia decir que el tema genérico, radical, prototípico de la pintura, es aquel que propone el Génesis en sus comienzos? Adán en el Paraíso. ¿Quién es Adán? Cualquiera y nadie particularmente: la vida.

¿Dónde está el Paraíso? ¿El paisaje del Norte o del Mediodía? No importa: es el escenario ubicuo para la tragedia inmensa del vivir, donde el hombre lucha y se reconforta para volver a luchar. Ese paisaje no necesita árboles sugestivos, ni «dolomitos», como la Gioconda; puede ser, como en la Crucifixión del Greco, un palmo de tinieblas a cada lado de la cabeza dolorosa del Cristo. Aquellas tinieblas brevísimas —como dice un crítico— podían considerarse extendidas por toda la tierra. Son lo bastante para que las sienes redentoras sigan perpetuamente viviendo la muerte de un crucificado.

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Hasta aquí las notas que me envía el doctor Vulpius. Sus hábitos de pensador alemán le han inducido a buscar harto en su origen la cuestión. Problema, al parecer, tan exiguo como este del arte pictórico le ha llevado a desarrollar una cisión sistemática del universo. No es extraño; su compatriota Lange dice en la Historia del materialismo que es Alemania el único país donde un boticario, para machacar en su mortero, necesita pensar en lo que esto significa dentro de la armonía universal.

Mayo-agosto 1910.