21:07 horas

 

Era una finca del Eixample de Barcelona, de otra época, de líneas elegantes y sobrias. La guarida de la locura.

—Ahí están los tres, en la esquina, donde habíamos quedado, junto al coche K —confirmó Palau para referirse tanto a los policías de paisano que vigilaban el edificio, como al vehículo camuflado que había aparcado junto a ellos.

Brugal ya los había visto llegar. No hizo ningún aspaviento. Gomis estacionó junto a ellos.

Cabo y sargento se fundieron en un descomunal abrazo de oso.

—¡Hombre, Gomis! —dijo al reparar en la presencia del abogado—, ¡qué contento estoy de que hayas visto por fin la luz y apoyes al bando de los buenos! Irás al cielo, seguro —le garantizó con sorna—. ¿Y el abuelo? —preguntó Brugal en voz baja por la identidad del guardia civil.

Palau se masajeó la calva.

—Ya te contaré. Bueno... —cortó Palau—, ¿has traído la orden de entrada y registro de la que hablamos hace un rato?

—Por supuesto. Aquí la tengo, lista para el servicio con todas las garantías constitucionales —contestó Brugal al extraer del maletero, sin aparente dificultad, un pesado ariete de acero, difícil de manejar incluso para dos hombres robustos.

Uno de los mossos permaneció en la calle junto a los coches, frente a la puerta del inmueble, con el fin de cubrir la entrada. El resto obviaron el ascensor y con sigilo subieron por la escalera los cuatro pisos.

Una vez llegaron al cuarto, a Palau le invadió un extraño escalofrío. No se oía nada.

—Muy bien —indicó el sargento con un susurro—, al parecer, todos hemos oído un gemido en el interior del piso.

—Sí, como de angustia. Una clara petición de auxilio —corroboró Gomis, un tanto excesivo como siempre.

—¿Estamos todos de acuerdo? Así lo trasladaré luego al atestado.

Asintieron y desenfundaron las armas. Todos menos Gomis, que iba desarmado.

—José Luis, tú y Olivares os quedáis detrás, fuera del piso. Pere, cúbreme y adentro conmigo —ordenó tajante y conciso Palau mientras sostenía con los dos brazos extendidos una H&K USP Standard, que apuntaba al frente.

—Apartaos —murmuró Brugal al elevar el ariete en vilo y empezar a balancearlo—. Necesito espacio para manejarlo —gruñó mientras que con un gesto de cabeza rechazaba los ademanes de ayuda de los demás.

Con un crujido seco, la madera cedió. Al segundo embate, la cerradura saltó y la puerta quedó sujeta solo por sus goznes.

Como cuando Palau visitó la vivienda, una vaharada de extraños olores salió por la puerta, aunque esta vez flotaba en el aire un hedor distinto. Un olor acre. A muerte.

—¡Policía! —gritaron al entrar—. ¡Alto, policía!

Haciendo caso omiso a las indicaciones recibidas, Gomis y Olivares avanzaron de inmediato tras ellos.

Habitación por habitación, registraron el inmueble. En una de ellas, hallaron todo un homenaje a la taxidermia. Animales de todas clases y tamaños: aves, reptiles y peces les observaban con ojos sin vida.

Una especie de Arca de Noé apolillada, presidida por el rey de la Creación: el hombre, sentado en un sillón orejero con ruedas en la base de las cuatro patas. La iluminación que provenía de la calle recortaba su silueta. A pesar de la luz insuficiente, pudieron reconocer al que en vida llevó el nombre de José Campos Brufull, el marido de Lucía.

Encendieron la luz. Cerca se encontraba una mesa metálica cubierta de productos químicos e instrumental médico desparramado sobre un lienzo verde. Ella debía de trabajar en él.

—Luz, más luz —rogó Palau.

El cuerpo estaba desnudo. Su piel ajada y oscura se confundía con el cuarteado cuero del sillón donde parecía descansar. Le faltaba la mano derecha y parte del rostro. Un falo erecto se mantenía erguido entre sus piernas, parecido al del abuelo que habían visto en la fotografía. Hinchado y repulsivo, relleno de estopa de cáñamo que pugnaba por escaparse entre las puntadas de la costura.

«El famoso miembro de Magalhães», caviló Gomis, sombrío.

La mirada, a pesar de no llevar la misma sangre, también era como la del abuelo: dos piedras pulidas brillaban en las cuencas oculares. Hacía años que esa boca no hablaba, que esa cabeza no pensaba, que ese cuerpo no se movía por voluntad propia. Era la creación de Lucía Plantada, un torpe Prometeo, que fue un día su esposo, hoy hijo y amante a la vez. Bendecido un día por un matrimonio que acabaría con él.

Registraron todos los rincones, pero ella no estaba en casa.

—Habrá ido a por recambios —comentó lúgubre el abogado—. Es lo que hay.

Palau atajó:

—Eso no lo sabemos. Cerraremos el piso y montaremos una espera. Gomis y yo arriba. Pere, te bajas con el resto y Olivares desde el coche os la marcará. Él la conoce y es tan policía como el mejor —indicó contundente—. Dejad que entre, y luego la detendremos por asesinato.

Al cruzar la maltrecha puerta, Brugal elevó las cejas y con el mentón señaló hacia arriba. Por el lenguaje gestual, Palau supo descifrar la seña y subió las escaleras del único piso que le separaba del tejado. La portezuela estaba abierta. Salió al exterior y la llovizna que había comenzado a caer le refrescó la cara. A su izquierda, vio la baranda que lindaba con la finca vecina, donde apreció también la puerta de acceso entreabierta. Saltó el obstáculo metálico entre ambas edificaciones y corrió hacia la otra escalera. Sin mayor dificultad, pudo bajar por ella hasta la calle. Una vez fuera halló a unos metros a sus compañeros.

—¡Vigilad también esta finca! —gritó—. Por aquí podría tener una posible escapatoria.

El móvil del sargento emitió un leve zumbido.

—No sé de quién se trata —dijo a sus compañeros al observar el cristal líquido, mientras conectaba el altavoz del manos libres, con el fin de que todos pudieran oír la conversación.

—Aquí Palau —contestó.

—Señor Palau, no sé si se acordará de mí: soy Tomás García, el camarero del Ósmosis, ¿recuerda? Usted me dio su tarjeta y me dijo que lo llamara si...

—Sí, claro que le recuerdo. Dígame —le interrumpió impaciente entre la música de fondo de George Michael que se oía al otro lado de la línea.

—Creo que ha entrado alguien que respondería al retrato robot que me mostró —advirtió con voz temblorosa—. ¡Podría ser él! —gritó nervioso.

—¿Cómo?

—Abrigo, sombrero... Nadie viste así hoy en día. Ha tomado una copa con un muchacho hasta hace bien poco. Acaban de ir hacia una de las habitaciones. La verdad, no le he visto buena pinta...

—¿La tiene ahí? No puede ser tan estúpida...

—No, no me entiende... O no me explico. ¿Qué coño ella? Digo él, él, no ella, collons!

—Está bien, no haga nada ni se acerque a la habitación. Damos aviso de emergencia a la central para que manden dotaciones suficientes y cubran todas las salidas. Nosotros vamos hacia allí. Llegaremos en nada —prometió Palau, y colgó el teléfono, tenso.

—Tú quédate abajo con el compañero. No permitáis que nadie entre. —Ante la nueva situación, dio otras órdenes al mosso que había subido al piso con ellos—. Los demás, nos vamos para allí de inmediato.

Como una exhalación, se introdujeron de nuevo en los vehículos, conectaron las sirenas y arrancaron quemando motores.