12:15 horas
Hundido.
Así se encontraba el sargento Palau mientras metía en una caja de cartón las pocas pertenencias del despacho que provisionalmente había ocupado en la comisaría de Les Corts.
Deseaba en vano dejar su mente en blanco con el fin de relajarse, pero algo golpeaba de forma incesante su cerebro:
«Lo ocurrido en Uganda no podía quedar impune», elucubraba mientras amontonaba en el vértice del escritorio la documentación con la que había trabajado en las últimas horas. Encima, un escueto informe que acababa de realizar con el que daba por finalizada su responsabilidad en el caso.
Le invadió una intensa frustración que se sumó a la conmoción que sentía por lo que acababa de presenciar en la zapatería. Aún percibía tan singular olor, mezcla de sangre y cuero lustrado. Otro espeluznante asesinato, el de la zapatera. Contrajo los labios e impotente asestó un sonoro puñetazo sobre la mesa. El criminal seguía libre y eso es lo que ahora más le consumía por dentro. Que hubiera sido apartado del caso era menos importante para él, aunque hubiera sido sin apenas poder ceder el testigo de pistas sólidas con que proseguir la investigación.
Se sentía alicaído y confundido. No comprendía el cambio súbito en el tratamiento del expediente que se le había abierto a raíz de su estancia en el país africano. Contra el consejo de su amigo y abogado Gomis, en su día declaró con total transparencia y sinceridad lo ocurrido en Butiaba a los agentes de Asuntos Internos. Ellos mismos, empatizando con lo sucedido, se ocuparon de arreglarlo todo para enterrar el asunto. Se preguntaba qué podía haber variado.
Grumos mentales le paralizaban el intelecto.
Miró a su alrededor, convencido de que ese ya no era su lugar. En unas pocas horas estaría de vuelta allí de donde había venido, en El Pont de Suert, a las puertas del valle de Boí, el mejor refugio cuando el alma clama dolor y amenaza con resquebrajarse, donde poder recomponerse en la soledad y la lejanía. Casi lo deseaba.
Los pensamientos se diluyeron en su mente de pronto, cuando sonaron un par de golpes en la puerta y un agente entró en el despacho.
Palau le señaló la documentación con un movimiento de mentón. El policía recogió los informes y se marchó de la oficina, dejando la puerta abierta. Al poco, Evelyn atravesaba el pasillo y se detuvo frente a la entrada.
—¿Cómo estás? —se interesó desde fuera sin osar entrar.
Él no pudo articular palabra y se le humedecieron los ojos.
—He oído un golpe...
—Perdona, pero no tengo muchas ganas de hablar.
—¿Sabes? —dijo ella mientras se adentraba en el despacho con paso sinuoso—. «He tenido mucha suerte; en la vida nada me ha sido fácil».
Las palabras entraron como lanzas ardientes en el pecho del sargento, que por primera vez contempló a Evelyn más como mujer que como profesional.
—Es una cita de Sigmund Freud —aclaró ella—, que comparto absolutamente. Con la desventura, uno puede crecer y convertirse en mejor persona, la desdicha es positiva para el alma. —Tomó aire antes de insistir en tono suave—: ¿Cómo te encuentras?
—Mal. —Desvió los ojos para mirar a través de la ventana—. Como si me hubieran robado el suelo por donde piso.
—Sigo a tu disposición. No me limito a ser policía científica. Dijiste que querías hablar conmigo.
Él se desplomó en el asiento. Ella se sentó a su lado y clavó sus ojos en los del sargento. Este tuvo la impresión de que, como psiquiatra, le escudriñaba los vericuetos más profundos del pensamiento. Tras unos segundos, pronunció abatido:
—Roto. Hecho pedazos. Mi vida se ha convertido en una película en blanco y negro. Ha dejado de tener colores y matices.
—Me gustaría ayudarte —se ofreció ella.
—Gracias, pero ahora mismo lo veo imposible.
—Déjame intentarlo.
Sus miradas volvieron a cruzarse con una intensidad inusual.
—¿Por qué quieres ayudarme?
Evelyn sonrió.
—Conozco a Zaragoza.
—¿Solo por eso?
—Sé cómo te sientes. Una vez pasé por algo parecido. Me faltó el apoyo que ahora quisiera darte.
Palau la miró con renovado interés.
—Como cantaba Serrat, «bienaventurados los que catan el fracaso, porque reconocerán a sus amigos». Sí, las verdaderas amistades se fraguan en las tempestades de la vida.
Palau suspiró atribulado antes de confesar:
—Llego a pensar que mi vida es un error. Cuando me pregunto la razón, solo encuentro una explicación: formo parte de una equivocación universal, colosal. Me siento muy solo.
Evelyn hizo suyas esas palabras, descruzó las piernas y se inclinó hacia el rostro de Palau.
—No lo estás. —Le tomó las manos—. El error forma parte de la vida misma. Lo que ahora sientes es inherente a nuestro trabajo. —Palau hizo de tripas corazón para no derrumbarse—. Ahí afuera hay un mundo oscuro que por la mañana ve el amanecer gracias a hombres armados como nosotros. La gente no es consciente de que se acuesta cada noche arropada con la protección que nosotros les facilitamos. Y eso incluye también el capullo de Zaragoza. —Palau rio sin ganas—. Ese estúpido administrativo con galones jamás se ha enfrentado a la muerte. A pesar del uniforme que viste, no tiene ni idea de lo que es nuestra profesión y a menudo se olvida que somos humanos y, como tales, erramos. Cuando nos equivocamos, nos maldicen y se permiten juzgarnos, porque gozan del lujo que les otorga el desconocimiento. Y lo peor es que se sienten bien en su ignorancia, porque de lo contrario no sabrían encajar una verdad que se debatiría con su particular modo de valorar las cosas.
—Te agradezco tus palabras, pero...
—Shhhhht —le cortó poniéndole el índice sobre los labios para interrumpirlo—. En ocasiones nos vemos obligados a matar, pero salvamos vidas. Y debes saber que no estás solo en esto —repitió—. Yo misma estaré allí donde quieras, allí donde mires, en todas partes.
A Palau le brillaron los ojos por las palabras que acababa de oír y que no supo cómo interpretar. Evelyn no quiso detenerse:
—A ti, como a todos, nos cuesta encajar la verdad. Porque, aun siendo solo una, tiene diversas interpretaciones. Deja que te ayude. Dime, ¿qué ocurrió en Uganda? —quiso saber.
Él bajó la mirada al suelo cuando Gomis entró atropelladamente.
—Perdonad, ¿interrumpo algo? —dijo a modo de disculpa mientras se ponía la mano en el pecho con una mueca de dolor para mitigar el malestar que todavía le producía la fisura que arrastraba en sus costillas.
—Pero ¿qué os pasa a todos? —soltó Palau mientras se ponía en pie—. Apartaos de mí, me voy a Boí. Mi mundo aquí se desmorona...
—Ramón, vengo a poner algo de cemento dentro esas grietas que amenazan derrumbe: algo extraño está ocurriendo, y no me gusta nada —respondió el abogado bajo la misma metáfora.
El sargento se mantuvo callado.
—¡Pero nada de nada! —insistió Gomis—. Mantengo buenos amigos en la Policía Nacional.
—¿Y?
—Necesitan unas horas más para confirmarlo, pero me han adelantado que no consta contacto alguno entre la policía ugandesa y ellos. Es más, España y Uganda no cuentan con embajadas recíprocas. Son países que apenas mantienen relaciones diplomáticas y, por extensión, de cualquier otro tipo.
—¿Qué... qué... qué quieres decir? —balbuceó Palau.
—Que el motivo que te ha dado Zaragoza podría ser una artimaña para sacarte de la investigación.
Evelyn se quedó tan pasmada como el sargento.
—Un cuento chino —continuó Gomis—. Además, acabo de charlar con Pere Brugal. Hemos coincidido ahora, mientras él salía de comisaría, yo entraba. Me ha confiado que nadie se ha preocupado de hacer una visita al principal sospechoso, ese José Campos Brufull. ¿No te parece todo muy raro? No hay instrucciones claras al respecto.
—¿Estás insinuando que puedo ser molesto a alguien del Cuerpo?
—No te extrañe —dijo Evelyn en un susurro—. He visto de todo y aquí dentro hay mucha mierda.
Gomis puso la mano sobre el hombro de su amigo.
—En poco menos de una hora tenemos una cita en la Clínica Dexeus.
—Estoy fuera del caso...
—¡No me jodas, Ramón! —espetó el abogado interrumpiéndole—. ¿No te das cuenta? Aquí hay gato encerrado.
—Soy un policía y estoy fuera del caso. No puedo ir en contra de las normas.
El abogado resopló disgustado.
—Ramón —dijo ella con un deje dulzón—, las normas deben estar al servicio de las personas; no para someterlas. Sufrimos sistemas pervertidos que deciden sobre nuestras vidas, desde donde se legislan normas falaces que blindan a gobiernos corruptos, para perpetuarlos en el poder. Debemos actuar en nuestro diminuto entorno para afianzar entre todos un futuro mejor. Lamentablemente, la transgresión se nos presenta como la única salida. El mal acabará triunfando si las personas que nos consideramos de bien no hacemos nada.
Los dos hombres se quedaron boquiabiertos.
El sargento, con el corazón enardecido para su sorpresa, acarició a Evelyn con el pensamiento. Apenas acababa de darse cuenta de la mujer que tenía delante, y que además le gustaba. En su rostro de piel olivácea destacaban unos ojos pardos salpicados por dorado cabello.
Los labios de la psiquiatra trazaron una sonrisa al saberse observada, y en sus pómulos se dibujaron sendos hoyuelos de satisfacción.
—¿Y bien? —apremió Gomis, que rompió sin querer el embrujo—. Me niego a rendirme. —No hubo respuesta—. ¿Qué hay de mi amigo el transgresor? ¿Debo cancelar la entrevista con la anestesióloga?
Palau se levantó y anduvo desconcertado. Abrió la ventana y en su piel sintió la frescura del aire. Pudo oír de lejos la música que atronaba en una finca cercana. A pesar del rumor del tráfico, reconoció el tema: Carry On Regardless de Van Morrison. «Continuar, a pesar de todo», pensó. Lo interiorizó como un signo del destino.
Se dio media vuelta y dijo con determinación:
—No, intenta retrasarla para comer con ella. Antes vamos a hacer una visita a José Campos. —Se dirigió a Evelyn con energía renovada—. ¿Podemos contar contigo?
Ella accedió con resolución.