Manuela recolocaba novedades en el escaparate. Dejó vagar la mirada a través de la cristalera. Otra mañana nublada. El soplo del viento auguraba un fuerte aguacero.
—Dies mullats, calaixos eixuts [2]—barruntó.
Los altavoces del establecimiento emitieron las primeras notas sosegadas de la guitarra de Pat Metheny tocando Tell Her You Saw Me, uno de sus temas preferidos. Calmados acordes que encajaban con la mañana plúmbea que barnizó de gris la calle, auspicio de la tormenta.
Colocaba los zapatos de la nueva temporada: calzado femenino de tacón medio y colores vivos, una elegante fusión entre el diseño y la comodidad. Con esmero situó uno con el tacón en el interior del otro, para que guardaran entre ellos una posición transversal, como en su día le enseñó su padre, fundador de un establecimiento sexagenario. Ocultó sutilmente el precio para que no se viera desde la calle. Solo debían quedar visibles las rebajas, pero no el resto. Así, aquel que se interesara por el producto se vería obligado a entrar en la tienda para informarse y, una vez dentro, ella ya podía desarrollar sus probadas capacidades como vendedora.
Llevaba toda la vida en el barrio, donde residía y regentaba el negocio que heredó prematuramente a los quince años.
Una ocupación que le había fomentado un carácter cercano a la gente, activo y optimista, así como una gran capacidad para la empatía.
No solo conocía todos los secretos de su profesión, sino también algunos ocultos en las cavernas más recónditas del pensamiento de sus vecinos, los que día a día transitaban por tan agitadas calles.
Su establecimiento le permitía escuchar los latidos de la ciudad, contemplar vidas ajenas, sentir los lamentos y alegrías, clamores de soledad fundidos con el rumor del tráfico. Tan era así, que había quienes entraban en la tienda sin ninguna intención de compra, solo para compartir un rato con ella y disfrutar de su charla amigable. A veces pensaba que hacía más de psicóloga que de zapatera.
Manuela era una suerte de pañuelo del vecindario donde sus clientas más íntimas acudían a sonar narices y a enjugar lágrimas. Lejos de rechazar este papel, le complacía consolarlas y alentarlas. Luego, si se prestaba, les vendía para su beneficio un par de botines, unos zapatos o unas simples sandalias.
Observó la espesura de los nubarrones que se aproximaban. Unas palomas sobrevolaron el cielo gris en busca de refugio.
Las primeras gotas comenzaron a caer sobre la acera y los pocos transeúntes que la recorrían aceleraron el paso. Todos, menos una mujer que, sin desplegar el paraguas, caminaba insensible bajo la lluvia. Le llamó la atención. Cabizbaja, cerraba con la mano que le quedaba libre la parte superior de la rebeca, para abrigarse del aire que soplaba frío. Aunque lo que más extrañeza le produjo fueron las amplias gafas de sol que le cubrían media cara, impropias de un día lluvioso y sin sol. La mujer se detuvo en el paso de peatones contiguo, a la espera de que el semáforo cambiase.
Manuela la reconoció.
—Lucía —murmuró para sí.
Aunque se iluminó la luz verde que le permitía cruzar la calle, Lucía se mantuvo inmóvil, como abstraída bajo lo que ya era un chaparrón. Tardó unos segundos en darse cuenta y reinició su andadura para luego pasar por delante del portal de la zapatería.
Manuela gesticuló un saludo desde el interior, pero Lucía no se percató de ello, o tal vez no quiso.
—¡Lucía! —gritó ahora.
No respondió, ni tan sólo un leve ademán de cortesía.
Manuela entornó los ojos. Un presentimiento negativo se apoderó de ella y abandonó la tarea que llevaba a cabo.
—Enseguida vuelvo —le indicó a Teresa, la dependienta con quien trabajaba, mientras tomaba el paraguas de un cubo que en los días de lluvia disponían junto a la puerta.
Rauda, salió del establecimiento y dio amplias zancadas por la acera.
Lucía era una buena clienta pero, por encima de ello, una amiga. Aunque a veces no sabía distinguir si pesaba más el sentimiento de lástima que el de estima, desde que conociera ciertos detalles de su desventurado matrimonio que una tarde de otoño le confió. Esos pormenores la estremecían y por eso siempre le había aconsejado la separación de su marido.
Corrió unos metros por el pavimento mojado.
—¡Lucía! —gritó una y otra vez.
Por fin, la otra se volvió. Al ver a la zapatera, simuló sorpresa y sus labios dibujaron una especie de sonrisa esquinada, que era más bien una mueca pesarosa.
Manuela abrió el paraguas y ambas se resguardaron del chaparrón. Le dedicó un simpático guiño como saludo callado.
—¡Vaya día! Vas a quedarte empapada. ¿Por qué no abres el paraguas, con la que cae? —rio.
La otra no respondió. Esquiva, giró con levedad la cabeza en un intento por esconder medio rostro.
—Iba al banco y te he visto... —mintió Manuela—. Y tú, ¿adónde vas?
Lucía permaneció callada.
Manuela se acercó a ella para observarla mejor. No supo distinguir si lo que recorría las mejillas de su amiga eran lágrimas o gotas de la tormenta. Tal vez se mezclaban ambas con un mismo significado. Sintió un estremecimiento al descubrir que, bajo la montura de las gafas, asomaba un cardenal en el pómulo derecho. Al instante adoptó un semblante serio. La otra se dio cuenta, bajó la cabeza y sus hombros empezaron a convulsionarse. Lloraba.
Manuela soltó el paraguas, que el viento arrastró por la calle, y la abrazó con intensidad bajo el aguacero, ante el asombro de un viandante que se cruzó con ellas. Así se mantuvieron un largo rato.
—Quítate las gafas; quiero verte la cara —le susurró al oído.
Sus cuerpos estaban empapados por la lluvia; sus almas, por la emoción.
Cabizbaja, ahogó el llanto e hizo ademán de marcharse. Su amiga la detuvo con determinación por el brazo.
—Espera. Quítate las gafas —repitió—, por favor.
La otra se negó con escasa convicción.
—¿Qué ocurre, Lucía?
Con gesto lánguido Lucía alzó la mano derecha y asió la varilla de las gafas para sacárselas con lentitud y descubrir su cara, en la que destacaba un enorme moratón.
—Dios mío, ¡esto no puede seguir así! —exclamó Manuela mientras la obligaba a desandar los metros que las separaban de la zapatería. Entraron caladas en el establecimiento.
—Ahora mismo vamos a denunciar a ese cabrón —soltó Manuela mientras se sacudía la lluvia del cuerpo.
Lucía permanecía meditabunda, como ajena a la situación. Ante el pasmo de Teresa, Manuela insistió:
—¡Esta vez vas a hacerme caso! Debes denunciarlo. —Y luego se dirigió a la dependienta—. Ve al bar y tráenos un par de cafés con leche, por favor —le indicó para poder hablar con cierta intimidad—. ¡Esto no puede seguir así! Te acompaño a poner la denuncia.
—No... no puedo —habló por fin, con un temblor en el habla.
—¿No te das cuenta? ¿A quién quieres engañar? Es un perturbado y esto no quedará aquí, irá a más. Tenlo por seguro.
Lucía no respondió.
—Mi esposo y yo te ayudaremos, pero tú tienes que armarte de valor. No quiero lamentar demasiado tarde lo que ahora podemos evitar.
Lucía le dedicó un mohín tan simpático como falso, al que Manuela no respondió.
—Hay un servicio exclusivo para casos de maltrato... —empezó a decir Manuela pero se vio interrumpida.
—¡Basta! No vamos a hacer nada. ¡Nada! ¿Me entiendes?
Manuela la tomó por las manos y dulcificó sus palabras:
—Estás ofuscada. Hay un mundo entero ahí fuera con casos similares al tuyo. No eres la única que pasa por este trance.
—Y eso, ¿qué importa?
—El dolor suele aislar, incluso te hace egoísta. Te encierras en tu sufrimiento sin buscar una salida.
—¡Olvídate de lo ocurrido!
Manuela sabía que su amiga sentía algo tan incongruente como habitual en muchas mujeres maltratadas. No podía ver más allá, a pesar del sometimiento y de los abusos infringidos por el maltratador.
—Piensas que aún te debes a él, pero no es así, créeme. Tienes una vida por delante, y te apoyaremos para que la descubras.
No hubo respuesta. Transcurrieron unos segundos hasta que la dependienta entró con el encargo.
—Vives en una jaula, Lucía. Déjame que te abra la puerta... —Le tomó la mano—, ¡y vuela! —Le ofreció el tazón—. Tómatelo, luego iremos juntas a hacer la declaración.
—¡Te digo que no! —respondió ahora airada y rechazó con un gesto brusco la bebida.
—Pero ¿es que no lo quieres ver? —La retuvo cogiéndola del hombro.
—Ese al que llamas cabrón es mi marido y tiene un nombre: Pepe, el hombre de mi vida. Pronto celebraremos nuestras bodas de oro.
—¿No te das cuenta? Si sigues así, tal vez no llegues a celebrarlo.
Lucía se desmoronó y rompió a llorar de nuevo. Abatida y vencida por las circunstancias, esgrimió:
—Estoy confundida. Ni tan solo le pido que nos entendamos. Se ha hecho tarde hasta para eso. —Se contuvo entre gimoteos para secarse las lágrimas—. Solo le pido vivir en armonía.
—¡¿Armonía?!
—Quiero perdonarle. Quiero que me acepte com... —El llanto no le permitió finalizar la frase.
—¿Estás tonta?
—Tú no lo comprendes. Pepe es de carácter visceral y en ocasiones pierde el control, pero luego se arrepiente y todo vuelve a la calma.
Manuela escuchaba tan sobrecogida como estupefacta.
—No, de veras, no es un mal hombre. Él se conoce y cuando estas cosas suceden, suele marcharse de casa de un portazo para sosegarse. Al cabo de uno o dos días, como siempre, vuelve con un ramillete de flores para mí.
—¡Flores! Serán para disipar el tufo a alcohol y a mala vida. ¡Sé de qué hablo, Lucía! ¡Todo el mundo lo sabe! Cuentan que vaga por el barrio tambaleándose por las calles, apoyándose en las farolas para no perder el equilibrio. Dicen que zanganea por los lugares más sórdidos de la ciudad. —Se contuvo y la acarició—. ¿Antes era distinto o ha sido así siempre?
Lucía dudó.
—Dime, ¿por qué te casaste con él? —le preguntó, ternura.
Lucía se sobrepuso y desvió la mirada en busca de argumentos.
—La vida era distinta en aquella época, y yo aún una adolescente. En los pueblos, las parejas las establecían las familias —se justificó—. Se me presentó la posibilidad de casarme con Pepe, a pesar de que se trataba de un hombre bastante mayor que yo. Era la mejor salida a mi situación...
—¿Situación? ¿Qué situación?
—Déjalo correr, es muy largo...
—Pero ¿lo amabas?
Sus miradas se cruzaron.
—No —respondió lacónica—. Nunca lo he amado. Con él, no he conocido el amor.
—Y ¿qué esperabas?
—Pensé que me acostumbraría a él. Me hicieron entender que el amor vendría después.
—¡Abre los ojos, Lucía! Mírate, ¿estás satisfecha con lo que eres?
Estalló en un nuevo llanto.
—No, no... —tartamudeó y luego se secó las lágrimas—. Es cierto que con él no he podido convertirme en la persona que hubiera querido ser, pero ahora ya soy demasiado vieja.
—No digas bobadas. Nunca es tarde, Lucía. Y menos para esto. El tiempo corre fugaz pero solo nos arruga la piel y nos blanquea el cabello. Lo que envejece el alma es la cobardía.
Volvió a negar con la cabeza.
—Estás cegada —insistió Manuela—. Y si no hacemos nada, acabará con tu vida, así de claro.
—Eso lo hará si lo denuncio. En el mejor de los casos, me quedaría sola y abandonada, sin medios ni recursos. No, Manuela, a mi edad no es tan fácil.
—He dicho que te vamos a ayudar. Lo denuncias, hacemos las maletas y vienes a mi casa. ¿Entiendes lo que te digo? Te acogeré el tiempo que sea, lo que haga falta. Ese gusano no osará acercarse, te lo aseguro. —Contrajo los labios al decirlo.
Lucía no contestó.
—No quieres ver la realidad. Sabes que esto no es la primera vez que ocurre. Te engañas, Lucía. Por desgracia, en los periódicos abundan noticias así y ya no resultan una novedad. Debes protegerte y denunciarlo.
Tampoco hubo respuesta al comentario, por lo que Manuela, lejos de rendirse, le insistió:
—Hoy mismo te instalas en mi casa. Esa escoria sin escrúpulos debe responder ante la justicia.
—No puedo —dijo entre lamentos—. Vamos a olvidar todo esto, te lo ruego.
—¿Hasta dónde estás dispuesta a soportar la perversidad de un hombre a cambio de un supuesto bienestar? Si no lo solucionas tú, lo haré yo. Lo juro.
—¿Hacer qué?
—Denunciarlo, ¿qué va a ser?
—Ni se te ocurra, te lo pido de corazón. Solo empeoraría las cosas. Hazme un favor: vamos a olvidar todo esto. Como si nada hubiera existido... —Hizo ademán de marcharse—. Sé que no le amo..., pero aunque te parezca extraño, a mi manera, lo quiero.
Al despedirse, las pupilas de Manuela vacilaron de un lado a otro.
Una fuerza renacía de su interior y la obligaba a hacer algo sin demora por su amiga.
Sabía que, de no hacerlo, aquello podría convertirse en una trágica noticia.