12:51 horas

 

Bajo la fría lluvia de marzo estaba detenido el furgón del forense, dentro de la zona acordonada, junto a policías de uniforme que fumaban en el zaguán del edificio. La escalera no tenía ascensor, y en sus paredes la pintura desconchada y la humedad rivalizaban a cada tramo.

La sordidez inevitable, triste y sin culpa, estaba instalada en un bloque del extrarradio de Barcelona.

—Sonia —saludaron Palau y Gomis con un gesto de cabeza a la sargento Páramos cuando la encontraron en el rellano del primer piso, apoyada contra la pared. Esta se limitó a sonreírles con desgana.

—Es lo peor que he visto nunca —les avanzó.

Empezaron a subir juntos el tramo que quedaba hasta el segundo piso.

—¿Y ese olor? —preguntó Gomis al fruncir la nariz.

—Es él —contestó lacónica.

Entraron en el pequeño piso atestado de funcionarios y cachivaches revueltos. El hedor se hizo más fuerte. La atmósfera era asfixiante.

—Ya están aquí los de la Científica, el forense y queda pendiente de avisar a la comisión judicial para el levantamiento del cadáver —enumeró Sonia.

No tuvieron que avanzar mucho hasta la estancia que aunaba las funciones de comedor y cocina. Sobre una vieja mesa de madera maciza cubierta con un hule decorado con motivos florales desvaídos, se encontraba la fuente de la pestilencia: el escuálido cuerpo del que un día fue Sangriá.

A pesar de los muchos años de servicio del policía y de ejercicio como criminalista del abogado, a duras penas pudieron reprimir un grito de horror. El resto de las personas que se encontraban en el cuarto, abatidos, guardaban silencio.

El cuerpo se hallaba desnudo y tendido boca arriba, con los ojos abiertos y velados, con la mirada perdida en un punto del techo. Sogas de escalada fijaban las extremidades a cada una de las patas de la mesa. Cadera y tronco se hallaban sujetos de idéntica forma al tablero. Contra su pecho había sujeta con alambre una plancha eléctrica que se hallaba hundida varios centímetros en el cuerpo, por efecto de la destrucción de tejidos como consecuencia el terrible calor. El primero de los policías que habían irrumpido en la vivienda se había ocupado de desenchufarla de inmediato. En la boca de la víctima habían incrustado una piedra con la suficiente violencia como para partirle varios dientes y desgarrarle las comisuras de los labios. Se mantenía sujeta con cinta aislante para evitar que Sangriá en vida hubiera podido expulsarla con la lengua.

Palau dirigió una mirada interrogativa a Sonia Páramos. No en vano era sabido por todos que el sargento había sido apartado de forma fulminante del caso.

Esta le cedió el turno para que él empezara con las preguntas.

—Dime, ¿de qué ha muerto? —le pidió con hilo de voz Palau a García Oliván, el forense de servicio que había precedido al magistrado juez de guardia, y que ya se encontraba en el piso a la espera de hacer un examen inicial del cadáver y levantar acta.

—Ha muerto de una parada cardiorrespiratoria, claro, como todo el mundo —contestó el médico—. Lo espantoso es cómo se ha llegado a ese paro en este caso concreto. He realizado un somero examen, pero quizá sería mejor que habláramos luego...

—Dímelo ahora —insistió tajante.

García Oliván cedió:

—Todas y cada una de las lesiones que presenta se las causaron en vivo. Existe un sangrado muy activo que se produjo cuando introdujeron la piedra, y que en caso de haber estado muerto no se habría dado. Por supuesto es terriblemente doloroso pero no es en modo alguno causa eficiente de muerte.

—Ya —contestó—. ¿Y la plancha?

—Se la sujetaron al cuerpo fría y cuando estaba todavía vivo. Luego la conectaron a la red y adquirió temperatura hasta alcanzar el punto álgido. Así lo abandonaron a su suerte, y con la roca que le impedía gritar para pedir ayuda —dijo al señalar por turnos la boca lacerada y el dispositivo que se encontraba sobre el electrodoméstico cuyo termostato señalaba el grado máximo.

Palau se quedó a la espera de más explicaciones.

—Estaba vivo, sí, pues la plancha ya se encontraba colocada y sujeta cuando le destrozaron los dientes. Hay gotas de sangre en aspersión sobre el cuerpo y mango del aparato, que solo pueden provenir de la rotura de dentadura y encías. —Esta vez el forense indicó con el extremo de un bolígrafo la situación y dirección de las gotas—. Y estaba inicialmente fría porque solo se aprecia una quemadura que se corresponde escrupulosamente con el contorno de la plancha. Si se la hubieran colocado encendida, tendría varias quemaduras con esa forma producto de la lucha natural al tratar de evitar que se la fijaran.

—Por tanto, ¿murió por la quemadura del pecho? —intervino Páramos.

—Es más complejo que todo eso —quiso aclarar el médico—. Tras calentarse y alcanzar la temperatura máxima, la plancha quemó tejidos y huesos de la caja torácica hasta que el calor alcanzó el corazón, y lo coció en vida junto con la sangre que ya no podía bombear. Por ese motivo el cadáver presenta esa pérdida de agua general y la sangre ese color oscuro —explicó mientras reseguía venas y arterias negras que se dibujaban nítidas bajo una piel de pergamino—. Cuando eso sucedió, la víctima ya no estaba viva. Frente a una ofensa física tan brutal, nuestro cerebro tiende a claudicar, entra en un estado de shock. En suma: ha muerto de dolor.

—Y yo debía protegerlo... —musitó Palau cabizbajo.