23:55 horas

 

—Es aquí —dijo el abogado.

El Demonia, concurrido punto de encuentro y copas en la noche gay de Barcelona. Calor, sudor y camisetas ceñidas en pleno invierno.

—Qué admirable seguridad la tuya. Sin titubeos. Ya veo que es cierto que vienes a menudo.

—No te enteras de nada, Ramón —contestó el abogado con aire de suficiencia—. Lo que triunfa es lo ambiguo, el metrosexual.

—¿Lo dices porque después de la bomba lapa te has pasado al transporte público sexy? —contestó con sorna el policía.

Gomis, atacado, empezó a articular palabras para encontrar una contestación ingeniosa.

—Ya —ironizó el sargento sin esperar la respuesta—. Es lo que hay, ¿no?

—Sí —rio de grado el abogado.

Puerta abierta de doble batiente, trasiego constante de gente. Sobre el dintel del establecimiento campeaba una rolliza diabla, armada con un tridente que ambos contemplaban antes de cruzar la avenida, desde la metafórica acera de enfrente.

OH, VOSOTROS LOS QUE ENTRÁIS, ABANDONAD TODA ESPERANZA, anunciaba una inscripción bajo el rótulo del local.

—Desde luego, la advertencia a los condenados que entraban en el infierno de Dante llegó tarde para el pobre Magalhães —sentenció sombrío Gomis.

Entraron. Sonaba la maravillosa versión del American Pie de Don McLean, interpretada por Madonna.

Se acodaron en la barra.

—¿Qué queréis tomar? —les gritó un camarero alzando su voz para superar la de la reina del pop, mientras se inclinaba hacia ellos por encima del mostrador.

—Él un agua con gas, que está de servicio —aclaró Gomis vociferando al oído del barman—. A mí me pones un gin-tonic con un poco de limón exprimido y largo de ginebra —pidió de nuevo a alaridos.

—A mí una cerveza —miró furibundo Palau al abogado, que tomaba unos cacahuetes que ofrecían en un bol.

El camarero inició una conversación con movimientos de cintura al ritmo de la música a la vez que servía las bebidas:

—Ahora la reina es ella —dijo en referencia a Lady Gaga.

Poker Face había empezado a atronar en el local.

—¡Es una bomba! —exclamó el barman abriendo los brazos en un intento de abarcar la música que sonaba, mientras servía la bebida que había pedido el policía y vertía limón de una jarrita en el vaso largo de Gomis, donde tintineaba el hielo que flotaba en ginebra—. Es de botella, no es limón natural —avisó el heraldo de la nueva musa gay.

—No importa, ya me va bien cualquier cosa —claudicó el abogado.

Sin previo aviso, Palau puso las fotografías de João Magalhães y de Sándor Yankelevich sobre la barra. La del primero era el tríptico policial de rigor. Resultaba inequívoco: una de frente, otra de lado y una última de perfil, con una regla junto al cogote donde se podía apreciar la altura del forzado modelo. Estaba claro que ni se trataba de selfies ni tampoco se las había hecho en un fotomatón.

—Sois policías, ¿no?

—Sí —dijo al mostrarle la placa Palau.

—Espantoso lo del Portu —contestó con sinceridad el camarero.

—Lo único que ahora me importa es dar con el animal que lo ha hecho. Es mi trabajo —afirmó tajante el sargento.

—Este otro creo recordar haberlo visto por aquí alguna vez —dijo en referencia a la imagen de un Sándor sonriente, extraída de su solicitud de residencia—, pero no lo conocí. Soy relativamente nuevo aquí, hace pocos meses que trabajo como barman. Con el Portu era distinto, se dejaba caer a menudo por el local. No era una mala persona. Siento mucho cómo ha acabado, pero la vida que llevan algunos solo se puede terminar así...

—¿Venía con alguien concreto? ¿Alguna pareja fija? —terció Gomis.

—No, venía con muchas compañías, claro. Ese era el problema. Fue una putita que se iba con cualquiera, porque por desgracia de eso vivía. —Meneó la cabeza con tristeza—. No estaba en su mejor época económica y se notaba. Empezó a putañear con todo tipo de clientes por casi nada. El portero, a instancia de la dirección, le dio un toque. Cada uno que haga lo que quiera con su cuerpo, pero esto es un bar de ambiente, no una casa de putos. Eso también hay que entenderlo.

—¿Un toque... de atención? —preguntó Palau.

—Sí, un toque de atención, pero precedido de dos hostias. Y en público, para más humillación. «El infierno son los otros» —citó culto—. Tiene la mano un tanto larga, el jodido —dijo con gesto de reprobación y deslizó una mirada hacia la puerta, mientras empezaba a atender el pedido a dos individuos que se comían a besos vestidos como cantantes de Village People: uno de albañil con gafas espejadas y el otro de jefe apache—. En cualquier caso, el cabrón del portero os puede informar mejor. Es el que controla quién sale y quién entra, y es a él a quien le dicen adónde van y de dónde vienen. Luego informa al jefe, al que le gusta tener controladas todas las gallinas del corral, ya me entiendes.

—No —dijo Palau tajante—. No te entiendo.

El camarero miró suspicaz de un lado a otro antes de inclinarse hacia delante para hablar:

—El Portu no encajaba con las normas de la casa. Pero creedme, Paco os lo explicará mejor. Al fin y al cabo, yo solo sirvo copas. Su turno comienza sobre las doce y media. —Consultó el reloj de pulsera—. Estará a punto de llegar, si no es que está ya en la puerta tocándose los huevos, que es lo que mejor se le da, además de hacer lo mismo al prójimo.

Acabaron la consumición, pagaron y salieron al exterior.

Allí estaba. Gomis lo reconoció. Le acompañaba un joven melifluo que calzaba unas botas horteras de piel de reptil, parroquiano del local. Oyeron por detrás cómo hablaban sobre una cita que el portero le había concertado con un cliente. En esta ocasión, en el Zonga.

—Es él, el portero. Francisco López, Paco el Boxeador, por más señas —dijo el abogado que ya lo tenía visto en el juzgado de guardia, pero acompañado de policías y esposado.

Se había ganado a pulso su apodo, aunque no se había puesto unos guantes en su vida a no ser por el frío o para ir en moto. Eso sí, era un gigante de más de metro noventa, un animal con excepcional mala leche que solía propasarse en sus quehaceres. Una manzana podrida dentro de la sufrida y honrada profesión de portero de local nocturno.

—¡Hombre, qué sorpresa! El abogado en El Demonia. Y con un amiguito. Qué asco —dijo el portero a modo de saludo y con gesto de desprecio.

—Además de bestia, homófobo —contestó Gomis—. Aunque seguro que a espaldas de los dueños del local, los que te pagan el sueldo.

Palau se acercó sobrio y le mostró la placa de policía:

—Buenas noches, señor López. Mire, debo hacerle unas preguntas sobre una persona.

—Vaya, esto mejora. ¡El rollete del abogado es un madero! —sonrió.

Palau ni se inmutó. Había toreado morlacos peores.

—Queríamos hacerle unas preguntas sobre Magalhães, João Magalhães. Lo recuerda, ¿verdad?

—Ah, sí, claro, el chapero ese. Le tuve que apretar las tuercas hace unos días —explicó sin dejar de reír—. Y a pesar de todo, esa gente no aprende nunca.

—¿Cuándo fue la última vez que pasó por aquí?

—La noche del viernes pasado, la que le cortaron la polla —rio—. Aparte, claro está, de una anterior en que le tuve que aclarar las ideas, ¿entiendes, madero?

—A esa primera me refiero —contestó Palau cada vez más tenso—. En concreto, señor López, la noche del viernes pasado, la del crimen. Ya que lo vio por aquí, dígame, ¿con quién habló? ¿Quién le acompañaba? Descríbamelo —solicitó ya con una pequeña agenda y una pluma estilográfica en las manos.

—¿Y si no me sale de los cojones contestar, madero? —repuso provocador y peyorativo mientras ponía los brazos en jarra e hinchaba el pecho como un barril.

—Mire usted, señor López —dijo el policía contenido—. Es probable que no se haya dado cuenta, pero se lo pregunto dentro del curso de una investigación criminal. Como ya sabe, Magalhães ha sido brutalmente asesinado y tratamos de que no se repita.

—Que se joda ese maricón. Una mierda menos en el mundo —gruñó el portero con el rostro encendido a centímetros del policía.

El sargento no lo soportó más. En eso también había cambiado. Ya no era el afable policía de El Pont de Suert que un día fue.

El golpe fue fulgurante. Un gancho de izquierda en el hígado macerado en copas del portero hizo que se derrumbara como un saco de patatas. No fue preciso otro. Solo se limitó a amagar el crochet de derecha al mentón.

Salvo Gomis, nadie intervino para separarlos. El Boxeador era tan temido como odiado, por lo que era de esperar que alguien un día le diera un par de bofetadas bien dadas. Solo había sido cuestión de tiempo.

—Ahora hablaremos con más tranquilidad y con más respeto por las personas, sobre todo si han sido cruelmente asesinadas, pedazo de basura —le susurró al oído Palau, mientras lo arrastraba ayudado por el abogado a la portería contigua al establecimiento.

Lo dejaron caer bajo los buzones de la finca, como un enorme paquete recién entregado que no cupiera en ellos, al amparo de miradas indiscretas que trataban de atisbar por el cristal de la portería lo que sucedía dentro.

—Vamos, vamos, circulen. Aquí ya no hay nada que ver. Asuntos de los Jedis —intentaba disuadirlos Gomis mientras abría el portón del inmueble parafraseando una de sus películas preferidas.

El portero trató de hablar, pero fue incapaz. Se limitó a emitir un desagradable gorgoteo por el golpe en el abdomen y la consecuente falta de oxígeno. Tanto el policía como el abogado sabían que no era nada preocupante.

—¿Y esto? —preguntó Palau y señaló un sobre que sobresalía de la chaqueta del portero y que este se afanaba en escamotear.

—¡Haga algo Gomis, usted es abogado! —fue lo primero capaz de articular, para dejar de lado el tuteo que hasta el momento había utilizado.

—¿Qué quiere que haga, señor López? Es que se ha derrumbado usted enseguida. Yo tiraría la toalla. No creo que esté en condiciones de un segundo asalto —le respondió con fingida candidez—. Es lo que hay...

—Viernes pasado por la noche. Más o menos a esta hora. Magalhães abandona El Demonia acompañado de alguien. ¿Te centras? ¿O necesitas que te ayude a recuperar la memoria? —insistió Palau para retomar la cuestión.

—Sí, sí, claro. Lo recuerdo. El tío ese...

—Para ti, ese tío era el señor Magalhães —le corrigió.

—Claro, lo que usted diga, sargento —contestó solícito el Boxeador—. El señor Magalhães entró solo y, como era habitual, salió al poco rato en compañía. Creo.

—¿Qué quieres decir? ¿Únicamente lo viste a la salida? ¿Lo crees o lo sabes?

—Lo sé, lo sé —se apresuró a contestar—. Salió con un tipo un tanto curioso. Vestía abrigo largo y sombrero. Me acuerdo porque resulta extraña hoy en día una indumentaria así. A ese era la primera vez que lo veía. No me fijé demasiado, pero creo recordar que llevaba un maletín. El Portu, quiero decir, el señor Magalhães me susurró al salir que se dirigían a un hotel de citas muy popular, ese cercano —gruñó.

—El de Esbértoli.

El portero aún con ambas manos en el vientre tumefacto asintió dolorido.

—Sí. Pillaron un taxi frente a la puerta y se marcharon.

—Ahí quería llegar: el taxista ¿Conoces al taxista?

—No, en absoluto. Aquí enfrente hay una parada de taxis y siempre hay algunos que esperan pasaje.

—¿Te fijaste en el modelo de vehículo? ¿O en alguna otra cosa?

Volvió a cabecear negativamente.

—No. No suelo fijarme en esos detalles. Me da igual si se marchan en un Mercedes o en una carroza —respondió volviendo al talante frívolo.

Palau extrajo la fotografía de Sándor Yankelevich y se la acercó a los ojos.

—¿Conoces a esta persona?

—Ah... eh... sí, sí —titubeó—. Creo que lo tengo visto.

—¿Lo tienes visto? Concreta.

—Frecuentaba el local. Hace semanas que no le veo por aquí.

—Normal, también le asesinaron. —Al portero se le heló la sangre y palideció visiblemente—. Dime, ¿por qué al salir el señor Magalhães te contó adonde iba? —quiso saber Palau.

—Siempre es así. Es una norma de seguridad, aunque de poco le sirvió en esta ocasión...

—Y tal vez sea también una herramienta de control para comisiones ulteriores —sugirió el abogado.

El portero no dijo nada.

—Comisiones, hombre, está claro —reiteró el sargento.

—No sé de lo que me habla.

—Tendrás tiempo para contárnoslo. ¿El señor Magalhães tenía enemigos? ¿Alguien capaz de... asesinarle?

—No tengo ni idea —respondió evasivo.

—¿Sabes si debía dinero a alguien?

Se encogió de hombros y enarcó los labios en signo de ignorancia como única respuesta.

Palau se abalanzó sobre el portero. Este se cubrió con los brazos en un gesto de miedo, mientras el sargento le cacheaba los bolsillos hasta extraerle el sobre que antes le había visto.

—Te pregunto por dinero como este —dijo Palau al descubrir un fajo de billetes amarillos de doscientos euros.

—Eso es cosa mía —dijo entre jadeos—. Es dinero: no tiene ni padre ni madre.

—Ya, pero aquí el crío pesa, por más que sea expósito.

—Pero hombre —medió el abogado—, haz el favor, estás cabreando mucho a mi amigo.

—¿Conoces a Pedro Esbértoli? —preguntó Palau.

—Solo de oídas... Se lo juro por mi madre, agente —contestó entre temblores.

—Pobre señora, tu madre. Me pregunto cómo se sentirá al ver al cerdo que ha traído a este valle de lágrimas —comentó el abogado.

—Él te ha dado el sobre —reveló Palau.

Un silencio culpable fue la única respuesta.

—Queda usted detenido como sospechoso de colaboración en la muerte de João Magalhães —dijo mientras esposaba al portero y le leía sus derechos, mientras el otro se reponía aún debajo de la buzonera a la espera de una ayuda del abogado que no llegaría.

A los pocos minutos compareció una patrulla uniformada que por indicación de Palau se llevó detenido al portero, todavía aquejado de dolor en el abdomen, entre un tumulto de curiosos.

Cuando lo subían al vehículo policial, el abogado se dio la vuelta y se dirigió a él:

—¡Ah, por cierto, señor López!

—¿Sssí...? —contestó nervioso.

—Mi amigo no es un madero. ¿Queda claro, animal?

—Claro, señor Gomis. Por supuesto.

Sargento y abogado abandonaron el lugar a pie, ante las miradas fisgonas de los presentes.

—Mira que llamarte madero ese cretino —comentó Gomis a su amigo el sargento, una vez caminaban calle abajo—. A ti, que tan solo eres una astilla.

El sargento lo observó sorprendido.

—¿Una astilla?

—Por supuesto, hacen falta muchas astillas para llegar a ser madero —se desternilló el abogado.

—Es lo que hay.

Pasos y risas se fundieron con el tráfico y las luces de la noche.