10:30 horas

 

De lejos podía percibirse el incesante sonido de sirenas que se aproximaban.

En la calle relampagueaban las luces azulonas de los coches policiales, cuya intermitencia se reflejaba en las fachadas acristaladas de los edificios adyacentes.

Frente al lugar de los hechos se oía el llanto de una mujer presa de un ataque de ansiedad que era atendida por los servicios de emergencia. Se trataba de Teresa, la dependienta que un rato antes había hallado el cuerpo sin vida de Manuela, su jefa.

Un taxi estacionó frente a la zapatería y de él se apearon dos hombres. Eran Palau y Gomis. Superaron el cordón policial que se había establecido y mientras el abogado anduvo con premura hacia el interior del establecimiento, el otro contempló el escenario desde fuera.

Un ingente número de efectivos se hallaba en plena efervescencia de trabajo. El sargento quedó momentáneamente cegado por el flash de uno de los agentes del laboratorio que recogía instantáneas del lugar, en el momento en que el juez ordenaba el levantamiento del cadáver. La puerta metálica a medio abrir dejaba entrever la enorme mancha granate que se extendía por el interior de la cristalera del escaparate.

Palau jadeó desolado y se adentró a paso lento en el local. Sangre. Sangre por todas partes, en el suelo enmoquetado, entre los zapatos, en las paredes y estanterías, incluso en el techo. Olía a violencia, un olor particular difícil de olvidar para aquel que lo haya percibido.

Advirtió un reguero sanguinolento que emanaba por detrás del mostrador, de cuyo extremo asomaba el pie descalzo, presumiblemente de la mujer.

Al sargento se le hizo un nudo en la garganta. Vio el pálido rostro de Gomis que ya se hallaba frente a la víctima. El abogado se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de Palau, mientras se aproximaba hasta superar la caja registradora que se encontraba abierta, pero con los billetes dentro.

El robo no había sido el móvil.

Ante él, en el suelo, un espectáculo dantesco. Un charco de sangre rodeaba el cuerpo, cuyo perímetro coagulado retenía la parte más líquida del centro. Por las sienes se derramaban sendos regueros escarlatas, provenientes de los ojos que habían sido perforados. Medio desnuda, con la camisa rota, tenía desgarrada la espalda. Se apreciaban las costillas y parte de la columna vertebral entre un amasijo de tejidos. El asesino le había arrancado el trapecio derecho, desde la piel hasta los huesos. Luego lo había arrojado al fondo del escaparate.

Palau sintió un escalofrío. Se percató de que era el centro de las miradas. Imperaba un silencio conmovedor hasta que una voz femenina con acento latinoamericano lo truncó:

—Solo puede ser obra de una bestia.

El sargento giró la cabeza y vio a su lado a una bella mujer, una agente a tenor de la credencial que colgaba en su pecho. Se sostuvieron la mirada.

El cabo Brugal, que se hallaba también en el lugar, quiso presentarlos:

—No sé si ya os conocéis.

Ambos negaron con la cabeza.

—Ramón Palau, sargento que lleva el caso del meublé—le dijo a la mujer—. Ella es Evelyn Rivali, miembro de la Científica.

Pasaron unos segundos en que parecieron estudiarse el uno al otro, hasta que Palau le extendió la mano casi como un autómata.

—He oído hablar de ti —dijo ella al estrechársela con energía—. Mucho y bien.

Palau seguía inmerso en un desconcertante mutismo.

—Por lo del Caso Boí —añadió Evelyn.

—Necesito hablar contigo —dijo con voz monocorde el sargento sin soltarle la mano, que notó fría—. ¿Te lo ha comentado Castro?

—No.

—No ¿a qué?

—Castro no me ha dicho nada. Por lo demás, estoy a tu disposición.

El hombre accedió y volvieron la atención a la difunta, que representaba un horror apenas concebible por un ser humano. Evelyn dio un paso atrás y se apoyó en la pared. Angustiada, apenas se podía mantener en pie.

Uno de los agentes tomó con suavidad el cuerpo frío de la víctima y lo giró levemente para que Ramón comprobara los daños. Este se acuclilló.

—Hay un fuerte golpe en la cabeza y múltiples incisiones —informó—, hechas con un instrumento cortante grande, posiblemente un machete o algo parecido. No hubo lucha. —Dejó con suavidad el cuerpo en su estado primitivo, y tomó una de las manos—. No hay cortes ni aquí ni en los brazos. La pobre desgraciada no tuvo ocasión ni tan siquiera de defenderse.

Palau, todavía agachado, se masajeó la frente.

—Qué asco de vida —musitó apesadumbrado. Notó una mano en el hombro. Era de su amigo, el abogado—. Es como caminar sobre un lago helado que se resquebraja a cada paso.

—Los análisis lo confirmarán —quiso añadir el agente—, pero el forense de servicio no ha hallado indicios de abuso sexual. Cree que murió ayer por la noche. Posiblemente a la hora del cierre de la tienda, hacia las ocho de la tarde. Quizá la atacó mientras realizaba el arqueo de caja —explicó señalando unas monedas que se hallaban esparcidas por el suelo—, después de que la dependienta se fuera y se quedara sola, según nos ha confirmado ella misma. Ha sido quien ha hallado el cuerpo hace apenas una hora, al abrir el establecimiento. Está en estado de shock. Lo poco que nos ha dicho es que temía que se tratara de un robo, pues, si bien ha encontrado la persiana metálica bajada, esta no estaba cerrada con llave.

Palau se alzó.

—Tal vez se trate de un intento de robo con violencia. Algún yonqui con el síndrome de abstinencia que perdiera la cabeza. Luego se acojonaría y... —propuso el cabo Brugal.

—Ya sabes que no puede ser, Pere —le contradijo Gomis—. Los billetes siguen en la caja, ni tan solo le robó el bolso. Y lo más importante, tras cometer el crimen, el autor se toma la precaución de bajar la puerta metálica. Este no es el modus operandi de un robo con violencia. En la huida no suelen reparar en detalles así.

—El asesino quería disponer de tiempo después de cometer su atrocidad —confirmó Palau.

—Estoy convencida que lo ha hecho el mismo que actuó en el meublé—pronunció Evelyn casi en un susurro.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Los ojos —dijo señalándose los suyos—, le han extraído los ojos.

—Pero la víctima es muy distinta —discutió Gomis—. Si el cadáver del meubléy el del Ósmosis que encontraron los ciclistas son obra del mismo cabrón, parece claro que este crimen no guarda demasiada relación con ellos.

Ella intentó en vano sonreír y cabeceó negativamente. Solo pudo dibujar una mueca afectada al decir:

—Cierto es que los asesinos en serie tienen establecidos unos hábitos, pero en ocasiones suelen cambiarlos. No es raro. Son flexibles, según sea el ansia interior que deben saciar. Pero en los tres casos que nos ocupan, encontramos su macabra firma, un sello tenebroso: los ojos que extrae a sus víctimas.

Palau se mantuvo con la duda en el rostro.

Ella se llevó la mano a la boca e hizo ademán de salir al exterior, pero se frenó al oír cómo Brugal lanzaba una orden:

—Buscad el zapato que le falta a esa pobre mujer.

—No lo encontraréis —aseguró la agente de la Científica con rotundidad.

Desconcertados por tan rápida respuesta, los hombres escudriñaron el suelo sin éxito.

Palau se acercó a Evelyn. Descubrió en ella unos ojos enrojecidos mientras se explicaba:

—Se lo llevó el asesino. Es el símbolo, el tótem. El asesino pretendió arrancar trozos del cuerpo de la víctima, como habitualmente hace, pero en esta ocasión, por la razón que sea, rechazó la carne que había extirpado y la lanzó por los aires. No podía marcharse con las manos vacías, por lo que necesitaba llevarse un recuerdo. Eligió el zapato. Ese es el trofeo para la mente fetichista: el zapato de una zapatera. La dominación absoluta, el poder.

Palau quedó admirado por la firmeza de la hipótesis que sostenía Evelyn, mientras Brugal se aproximaba libreta en mano:

—Se trata de Manuela Ponts Ramos, cincuenta y tres años, propietaria de esta zapatería que lleva décadas abierta. Vivía cerca de aquí, casada y con dos hijos. Ayer por la noche su marido interpuso una denuncia por desaparición al comprobar que su esposa no había regresado del trabajo en el horario habitual.

—¿Y no se intervino de alguna manera?

—No, más allá de consultar posibles accidentes de la zona en donde hubiera podido verse involucrada. Nada. A pesar de que su ausencia fuera anormal en el ámbito familiar, había transcurrido muy poco tiempo. Podría haber mil motivos que justificaran su retraso. Le preguntamos si su relación era buena, a lo que respondió con una afirmación rotunda. Ya sabes, no sería la primera desaparición fruto de un desencuentro o de un asunto extramatrimonial... En cualquier caso, y a pesar de que esa comprobación ya la había hecho su marido, una dotación examinó la zapatería, en donde no se advirtió nada extraño. A esa hora se hallaba cerrada, como es habitual.

Palau asintió.

—Ahora hemos enviado otra dotación con un psicólogo para anunciar el deceso.

Al poco rato un funcionario de los servicios funerarios introdujo en una funda de plástico el cuerpo de la víctima. Con la ayuda de otro, lo cargaron y lo introdujeron dentro de un ataúd metálico, de color gris, frío y anónimo. De allí lo llevaron al furgón que esperaba fuera, cuyo destino era el Institut de Medicina Legal.

—Maldito hijo puta, juro que daré con él —soltó el sargento.

—Hay más —anunció el cabo Brugal, que ojeaba unas páginas—. Ayer por la tarde la víctima presentó una denuncia por malos tratos al 016. Luego se dirigió a la comisaría para formalizarla.

—¿Entonces...? —Otra vez Palau se masajeó la frente en su habitual gesto que a la sazón era una manera de concentrarse y pensar.

—No —interrumpió Brugal—, no es lo que parece. No era ella la maltratada, sino una amiga suya que no osaba dar el paso para denunciar a su marido.

—Con lo cual, Manuela interpuso denuncia contra el marido de su amiga —quiso confirmar Palau.

—Exacto. Su amiga, también del barrio, se llama Lucía Plantada.

—¿Y el marido? ¿Cuál es el nombre de ese hijo perra?

—José Campos Brufull, el presunto maltratador y principal sospechoso. Viven cerca de aquí.

—Dame la dirección exacta, les haremos una visita de inmediato.

El cabo garabateó en una hoja que luego arrancó del bloc y se la ofreció.

—Quiero que busques todos los datos de ese tipo: lugar de nacimiento, trabajos, amistades, actividades que realiza, todo. Me lo pasas cuanto antes, ¿de acuerdo?

El cabo afirmó con un cabeceo enérgico.

Resonó en la mañana otra sirena más. Su tono creciente indicaba que otra dotación se aproximaba. Del coche que acababa de llegar se apearon otros dos hombres. Palau observó hacia el exterior. Era el comisario Castro junto con alguien vestido de paisano que, con paso decidido, cruzaban la avenida.

—Bien —ordenó Palau—, rastread en todos los contenedores en un radio de quinientos metros y solicitad las imágenes de las cámaras de vigilancia que pueda haber. Ya sabéis, oficinas bancarias, instituciones...

El sargento se dirigió al exterior para saludar y reportar a su superior. Un grupo de gente se agolpaba para fisgonear más allá del cordón policial. Gomis y Evelyn siguieron a Palau, que estaba bajo el quicio de la puerta del establecimiento.

—He dado las primeras instrucciones. Hay indicios que apuntarían a que el autor es el mismo.

La expresión de Castro no era la misma de siempre. Evitaba la mirada de Palau, como si se sintiera incómodo.

—Palau, te presento al subinspector Zaragoza, de Asuntos Internos. —El sargento frunció el ceño confuso—. Él te contará mejor la difícil situación que se ha creado.

—Sargento Palau —dijo el recién llegado—, debo comunicarle que ha sido usted apartado del caso que le ocupa y, por supuesto, también de este.

—¡¿Cómo?! —exclamó el aludido.

—Siento informarle que el expediente abierto por su marcha injustificada a Uganda, con el consiguiente abandono deliberado de sus funciones durante el desarrollo de unas investigaciones por asesinato, ha dado un vuelco. —Se hizo un silencio que a Palau le pareció eterno—. La Policía Nacional ha recibido un informe de la ugandesa donde se sostiene que, coincidiendo con su estancia en África, se produjeron unos asesinatos y la desaparición de ciudadanos españoles, a los que recientemente han identificado, vinculados al llamado Caso Boí que usted investigaba.

Palau bajó la mirada, derrotado, con los sangrantes recuerdos tan recurrentes de Butiaba.

—Debemos aclarar lo que ocurrió, ¿no le parece? —indicó el subinspector—. Además, ahora cuenta usted con otro logro —pronunció sarcástico—: la denuncia de un detenido por malos tratos, Francisco López Morales. Hay un parte médico de lesiones que lo certifica. Entretanto, se le aparta eventualmente de sus funciones... Por cierto, ¿bajo qué cargos lo ha detenido?

El sargento desafió al subinspector con una mirada fría.

—Sepa que no hay suficiente base para mantenerlo en esa situación y que, según el juez de guardia, en las próximas horas va a ser puesto en libertad sin cargos —finalizó Zaragoza, que se retiró para adentrarse en la zapatería.

Palau se abstrajo.

Carola de nuevo se abrió paso en su pensamiento y con ella las joyas románicas del valle de Boí. Todavía había algo por lo que luchar: la causa, el legado. Irguió su cuerpo con aire digno sin añadir palabra alguna.

—Lo siento —se disculpó Castro circunspecto—. He hecho todo lo que estaba en mi mano para mantenerte en el caso. —Se aclaró la garganta—. Tómatelo como unas vacaciones. Daremos con ese cabrón, te doy mi palabra. He puesto el caso en manos del sargento Ortega, que ha tomado otra línea de investigación y asegura que puede dar frutos en breve.

Ramón entornó los ojos y se mantuvo en silencio. Evelyn y Gomis se quedaron también sin palabras.